lunes, 23 de diciembre de 2013

La casa del pueblo

Al pie de las higueras del huerto se acumulan las hojas caídas. Son un colchón crujiente debajo de las ramas grises. Una nube de suelo para saltarlas un rato. Las niñas que juegan al escondite se han subido al laurel, colándose entre sus ramas verdes.

Todos los troncos del huerto están encalados. Cuando las hormigas negras los trepan, si quieres, puedes seguir con la mirada sus senderos de ir y venir. Sin moverte, sentada en uno de los ladrillos del caminillo que atraviesa el huerto.

Mi madre tiene tendidas unas colchas al sol. Si quieres también puedes contar las pinzas, que nosotros llamamos alfileres, que sujetan cada una. La distancia igual o desigual entre una y otra. Sentarte en el ladrillo tiene estas cosas.

En la casa hace frío, mucho frío. Todo lo que te queda fuera de la mesa camilla y la estufa encendida, se congela. El único sitio en el que se puede estar a gusto es en el huerto. Al sol. Como un espantapájaros no extraviado, cogido con otras pinzas.

A las habitaciones de arriba, yo les llamo ‘Siberia’. Qué frío. Cuando te acuestas en Siberia, la nariz se te congela, te da frío en los ojos. Para leer más allá de las mantas, necesitas ponerte la bufanda. Lo de ir al cuarto de baño es, sencillamente, como una salida a un campo a oscuras. Gélido.

Las niñas gritan y corren. El pajarillo de plástico que mi madre tiene en el mueble de la salita y que se activa con unas palmas teóricas, no deja de cantar. Con los gritos, con los saltos. No dejan de hablar alto. El pájaro está que no para.

Mi padre acaba de entrar. ¡Abuelo! … (trino de pájaro) … Ha estado andando un rato. Alimentando al corazón.

Llega mi prima. Otra vez el huerto y el sol. Hablamos de nosotras. Hay mariposas y abejorros comiendo de las flores del níspero. La niña Andrea las pinta en un papel.

Luego llega mi hermano, y luego mi hermana. Salimos a la puerta. Adiós, prima. Sonrío. Esta casa es una plaza abierta. Pienso en mi abuela.

Ha quedado un sitio en la puerta de la casa. ¿Me dará tiempo a ir a buscar el coche? Mi madre se aposta para que no me lo quiten. No digo nada. Estoy en el pueblo.

Aparco en tres intentos torpes. Varias vecinas siguen las maniobras que mi madre, que no conduce, dirige. Para ella todos los sitios son grandes. Posibles. Te has quedado un poco retirada pero así está bien. Déjalo así.

Saludo a las vecinas. Habito cada una de las preguntas y respuestas comunes. ¿Ya estáis aquí para pasar estos días? Ya. Pasa mi amiga Inma. Llegué ayer. Sí, me lo dijo tu madre esta mañana.

Llegamos ayer. Con más maletas de las necesarias. Con la bolsa de los abrigos nuevos eternos, por si salimos a alguna parte. Al principio, cuando llego, me cuesta orientarme. Me siento desubicada en esta casa y en esta familia que vive más allá del teléfono. En las caras, en las voces. En el tiempo que parece hacerse de antes. Hasta que a la mañana siguiente me levanto con el estómago dispuesto, con la gana de churritos de mi madre, con el café en la cafetera de siempre, con el huerto mojado. Con las higueras blancas de poner las manos y sentir la piel. Con el ¡hoy a mí me dijeron hermosa!

Mi madre ha hecho lentejas. Soy la última que queda por comer. Dolos, ¿no vienes? Ahora bajo que estoy intentando terminar esto.

Suena el teléfono otra vez. Las niñas siguen jugando. Gritando. Canta el pájaro sus tres trinos. El ruido me agota. Ay, tendré que echarme una buena siesta. Abandonarme al sueño. A la música. A la risa. A las habitaciones frías.

Se le nota en la voz por dentro es de colores …



lunes, 16 de diciembre de 2013

Todo lo que tengo lo llevo conmigo

De repente me siento muy cansada. Un cansancio que no se corresponde con mi cuerpo de hoy pero que se quedó instalado en alguna parte de mí. De repente siento frío en los pies. De repente siento vergüenza. Pienso en las mitocondrias de mis células. Me gusta la palabra mitocondria. Como enormes lavanderías-almacén donde se lava la ropa y se almacena planchada. El jersey de lana zurcido, los zapatos con suelas rotas y bolsas de plástico por dentro, el vestido azul de la vergüenza de llevar ese vestido azul.

Hoy  me senté en la alfombrilla del suelo de la cocina mientras tomaba las tostadas, incapaz de mantenerme de pie. La cocina no tiene sillas porque es muy pequeña. Yo a veces cuelo una del salón para almorzar en la encimera, con el sol en la cara. Desde el suelo la casa a través de la puerta se ve de otra manera. Distinta. Desconocida. Se cuela la luz de la ventana entre las patas del buró. Entre las de la banqueta roja. Entre las de la jardinera. Se ve el suelo a ras del suelo.

La primera vez que vine a esta casa me senté en el suelo, pero ya no me acuerdo cómo veían mis ojos entonces.

A veces me pasa cuando me ducho. Estoy tan cansada que solo quiero sentarme. Y me ducho sentada. En esta casa no tenemos bañera. Ayer lo pensaba. Ojalá tuviéramos una bañera para dormirme en el agua.

Me siento en la alfombrilla de la cocina y mientras sorbo el café y escucho la radio, veo manos que recogen cartones. Cuento los cartones que caben en una mano de hombre. Los que caben en una mano de mujer. Los que caben en una mano de niña de 14 y 13 años. Toco las manos ásperas y sucias de hombre, de mujer, de niña. Me pesan los zapatos. Cuento los pasos de un día. Pienso en la profunda soledad de una niña de 13 años, los mismos que tiene mi hija, y que lucha sola por su vida. Pienso en la niña de 14 años muerta de una familia que vivía de recoger cartones. Trato de imaginar cómo vestían, cómo se peinaban, cómo eran sus estudios, cuál era su canción favorita, qué amor soñaban, qué regalo deseaban por encima de cualquier otro.

Me gusta el pan tostado con mucho aceite y una jícara de chocolate que sigo mordisqueando poco a poco, alargándola. Pienso en el éxodo de Las uvas de la ira, en la miseria que se transporta en un camioncillo o un carro, en las manos arañadas en cortes finos por las plantas de algodón y de las que no habla el libro. En el peso de las sacas amarradas a la cintura. Me detengo en el principio, en los pies destrozados dentro de las botas nuevas con las que el joven vuelve, quiere volver a su casa. Me suspendo en los brazos de la mujer sin hijo que amamanta en hilos al padre moribundo. Siempre vigente. La miseria transportada en una tartana de camión, lleno de colchones. O de cartones.

Me acuerdo de las habas del huerto que no me gustaban. De la temporada de las habas. Habas con todo, todos los días. Termino el pan. No sé cómo se produjo el milagro pero ahora me gustan las habas. Claro que ahora que escribo tomo conciencia de que nunca las como. Porque nunca las compro. Porque me gritan.

Pienso otra vez en el compañero de clase que, también con sus 13 años, lloraba el día que la maestra le pidió leer la redacción sobre la profesión de su padre. Lloraba porque su padre era el basurero del pueblo. Era un hombre en los huesos, con botas de goma, que recogía con las manos nuestras bolsas de basura y arrastraba su cara de hambre, esa que también se lava y plancha y se queda en las mitocondrias. Llevaba un carro tirado por una mula. A veces ellos, los hijos mayores, le ayudaban. Lloraba tapándose la cara con las dos manos. Su vergüenza, sin consuelo posible. Desde entonces, yo me propuse admirar mucho a su padre. Y a su madre le buscaba, siempre que me la cruzaba en la calle, la belleza.

Un día nos enteramos que nuestro amigo Joselín comía una vez a la semana salchichas frankfurt con tomate frito. ¡Guau! Eso sonaba a manjar. Fuimos corriendo a decírselo a mi madre. Nosotros también queríamos salchichas con tomate. Al menos una noche a la semana.

A veces intento recordar qué cenábamos y no me acuerdo.

Desde el suelo, la casa se ve de otra manera. Veo al fondo el árbol puesto. Con todos los muñecos y los bastones de caramelo. Con la pala del corazón de Herta Müller, puesta muy arriba. Roja. Justo debajo de la estrella. Con su Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Con su ¿tienes un pañuelo?


Estas fotos están tomadas del periódico digital El Faro, cargado siempre de personas y al que sigo con muchísimo interés. Pertenecen a una selección de fotos. Fueron tomadas en El Salvador durante el 2013 pero pudieron y podrían ser tomadas en cualquier otro sitio y en cualquier otro año. Aquí mismo. Para mí representan en imágenes exactamente lo mismo que cuento. Podrían recoger cartones o algodón, pero recogen café. Son niñas, niños, mujeres, hombres. Con nombre. Solo hay que mirar desde otro sitio. Copio sus textos.


Una niña llora después de tropezar y botar parte de su cargamento de café recien cortado. Su hermana le ayuda a recogerlo mientras le dice palabras de consuelo. Volcán de San Salvador, Santa Tecla.

Al mediodía, Miguel lleva en una bolsa el almuerzo para su padre y su hermana quienes preparan la tierra para la siembra de maíz en un ladera en los cerros del municipio de Panchimalco, San Salvador.


Uno de los momentos más tensos del día laboral de un cortador es el del pesaje del producto cortado durante el día. El encargado de pesar los sacos es el mandador de la finca. El mandador es el representante del patrón y bajo su cargo están los caporales y el escribiente. El escribiente anota en un cuaderno el peso que recolectó cada cortador identificado con un número. Cortadores declaran que algunos mandadores, adrede hacen una lectura más baja que la cifra de la báscula para favorecer al patrón. Por otro lado, se dan casos que los cortadores colocan piedras dentro de los sacos para ganar peso y volumen. Para evitar conflictos y a la vez dejar todos los sacos con el mismo peso, se realiza el "sexiado" que consiste en pasar cada saco por una segunda báscula para dejarlos con el peso de 6 arrobas cada uno (150 libras). En ese momento el cortador confirma si el peso que calculo el mandador fue el correcto. El cortador no recibe su salario de inmediato. La paga se realiza al final de la quincena.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El paraíso en la otra esquina

Había leído y leo a Marcela Lagarde, había seguido videos suyos, pero nunca hasta ayer que participé en uno de sus talleres, la había visto y escuchado de cerca. Creo que se me va a quedar pa’siempre. Por dentro y por fuera. La había estado esperando. Es alta y hermosa. Como una montaña de voz tierra y raíces. Llena de aire. Llena de memoria. Llena de pelo rizado. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.

Una de las mujeres que también asistía, le regaló el libro de El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa, con la historia de lucha por los derechos de las mujeres y de los obreros de Flora Tristán, con su juego infantil del paraíso esquivo, metáfora de la vida. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

No conozco a nadie y me siento insegura. Creo que todas, que parecen conocerse, se dan cuenta de que no hablo con nadie. Me agarro al hilo-balsa del libro. Es mi preferido de este escritor. De los pocos libros que simplemente terminan. Y con las palabras habladas, recogidas en el pañuelo, me siento y me traslado a mi paraíso propio.

La casa se despierta. Se despereza la cocina con sus cuatro esquinas. Llegan arrastrando los pies las mujeres de la casa. Ponen la primera cafetera. Se abren las puertas. La cocina es una era donde se arremolinan mujeres. Mi abuela, mi madre, mis hermanas, mi tita, mis primas y las vecinas. Estoy sentada en una silla de enea. Sorbo el café. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Con los delantales puestos, las mujeres de mi cocina son unas veces mujeres y otras, hombres, que espolean sus defectos y sus virtudes. Se desnudan los ojos y se los enlutan. Son mujeres que se lamen la sangre de las manos cortadas, que arremeten con fuerza defendiendo sus ideas, aunque a veces estremece el olor a agrio de su leche cortada, de su resignación, de su fingida fuerza. Rezuma. Me remuevo en la silla.

Entra mi abuela del huerto. En los bolsillos trae habas y alcauciles. Abrimos un hoyo de pan de aceite y nos las comemos. Nos reímos a carcajadas en busca del paraíso. La cocina se ensancha. No caben las reglas de los machos ni las mujeres concebidas como opuestos. Ni la discriminación, ni la pobreza, ni la miseria, ni la ignorancia, ni las cabezas gachas. Caben las manos, el olor a jabón y a tierra. Los claveles del patio. Lo importante es lo que hay que decir, no quién lo dice. Alcanzamos lo inalcanzable. Nos desprendemos de los fracasos. Somos lo que nos da la gana de ser. Somos guapas. Mi madre pone otro café. Maya husmea en la olla. Nana ronronea en las piernas. Tu hermana está embarazada. ¿Qué será? ¿Qué va a ser? Una niña.

Pasan los tiempos en la cocina. Más rápido de lo que nosotras cambiamos.

Se va la mañana. Tenemos que hacer. Vamos saliendo. Se chocan los vasos del café en el fregadero. Mujeres que arrastran lluvia. Mujeres de luna nueva. Mujeres invisibles. Mujeres viento. Mujeres emponzoñadas. Mujeres que cosen consuelo. Podíamos ser hombres, pero somos mujeres. Salen las manos. Los pies dentro de los zapatos se van formando mapas.

Me he puesto un vestido. Entre idas y venidas, irrumpe mi hija buscando en la cocina. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Empieza la charla. Hace frío en la sala y me he cubierto las piernas con el chaquetón a modo de manta. Marcela lleva una blusa de colores rojos y anaranjados, pendientes y pelo suelto. La escucho. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.



lunes, 2 de diciembre de 2013

Estación Esperanza

Hoy me levanté comiendo tierra. Renové la demanda de empleo por internet. Escribí un post temprano de los lunes al sol, para poder seguir rompiendo farolas, pero me salió demasiado gris. Voy al lavabo y me lavo la cara. No está bien visto andar por ahí marcando hígado. Pa’dentro. Me lavo la cara y me recompongo para ponerme a hacer. Cada ojo en su sitio. Echo en falta el metro y los libros del subsuelo, la estación Esperanza y a su vigilante, el café La Muralla y a Paco. Echo en falta la piel de agua y el perro que duerme a la sombra y al sol. Tengo hormigas en los labios. De los días cuelgan cuerdas largas: columpios, escaleras; anzuelos, sogas. Las que sirven para volar se agarran a dos manos; las otras, no pasan del cuello.

Yo esta mañana elijo los columpios. Sentarme en la mecedora de tela de mi abuela, apoyar los brazos en la madera ya un poco carcomida y mecerme. Cerrar los ojos solo un rato, dejándome un poco estar. Cuidarme y recorrer tranquila un viaje sin billete con historias del metro que ya escribí:

- Cuando la ermitaña salió de la cueva, tomó conciencia de que el mundo allá afuera había girado más deprisa. Sus gentes ya estaban en otra estación. Sintió vértigo en la boca del estómago. Le corrió frío por la espalda. Se despojó de la piel entre los cartones. En la fuente de la plaza se lavó los huesos, se mojó los pies. Y se echó a andar, dispuesta a buscar los pasos perdidos.

- Empecé a leer Claraboya’, un buen nombre para los que habitamos debajo de tierra. Por primera vez perdí el paso de las estaciones entre los personajes del edificio lisboeta. Próxima estación, Esperanza. Y di un brinco. No puede ser. Paré la máquina de coser del segundo y salí corriendo con el café en la boca de la cocina de la mujer del zapatero en la planta baja. Ya fuera del vagón me desvestí el luto de Justina, la del primero. A mi abuelo. Así he salido hoy a la luz, abrazando árboles.

- Hoy por fin volvió el guardia de seguridad de Esperanza, un latinoamericano medio y grueso que reparte buenosdías y sonrisas al lado de la frontera de acero. Como un caballero andante entre molinos y llevándose la mano abierta al pecho, me ha regalado un 'tenga usted un buen día, hermosa'. He sentido cosquillas debajo de los ojos de cartón con sueño y en mis pies han aparecido como por arte de emoción, unos maravillosos zapatos de tacón rojo. Un hermoso sendero de baldosas amarillas se ha abierto paso entre las escaleras desfiladas del metro.

- En el viaje de ida por el subsuelo, esta mañana terminé ‘Nápoles 1944’. Una nostalgia cualquiera se me ha agarrado a la garganta. Sonreí al caballero de la mano en el pecho. Y así he salido al sol. Sin gafas. Para poder cerrar los ojos mientras ando.

- Esta mañana el vagón se tambaleaba durmiendo de pie. Las puertas acogían a más y más viajeros, pero en las estaciones de siempre no se bajaba nadie. En Esperanza, donde normalmente apenas nos bajamos cuatro gatos y sube con suerte uno, callejero y con la cola cortada, el metro empezó a escupirnos a todos. A la salida, varias personas inexistentes hasta hoy, copiaron mi rutina de entrar en La Muralla para el suministro diario de café, lo que definitivamente me desconcertó: quizás hoy esté impostándome a mí misma. A la salida, la calle hasta ahora sin nombre, había tomado uno, escrito ya incluso en los contenedores de la basura: calle de Ulises.

- En la estación de Goya, encaro el cruce hacia la línea 4. Hay un tráfico intenso de gente apresurada por costumbre. Elijo a una persona y me lanzo en picado para cruzar antes que ella. No puedo evitarlo. Me sale solo, sin conciencia.

- El libro del subsuelo me devolvió a Butch Cassidy y Sunsance Kid: 'Iremos a Australia' dicen instantes antes de morir, suspensos e inmortales en el aire.

- Hoy reconocí un libro en el vagón del metro, 'El pez dorado' de Le Clézio. Recién terminaba 'Palabras' de Andric. Impactada. Detrás de él iba el mismo chico del día anterior. Sonrío. Empiezo a orientarme en esta ciudad: a reconocer a los dueños de los perros y a los lectores de palabras anaeróbicas.

Hace frío. Hoy me levanté comiendo tierra pero luego me puse las tostadas con aceite y chocolate. El segundo café. Como todos los días, la gata-perro persigue en la pared los círculos de sol de la hoja de luz. Pongo habichuelas para el almuerzo. Me arranco con el ordenador en salto triple mortal y medio adelante. Con tirabuzón. Carpado. Tarareo a Nina Simone vestida de amarillo bravo. Levanto con los brazos esto que llaman reinventarse. Aporreo el piano imaginario. I’ve got my hair. Necesito tener sueños con cuentos y farolas.




lunes, 25 de noviembre de 2013

La maleta de Marta

Cuando esta mañana he abierto los postigos de la ventana, no había nubes sobre las montañas de lejos, así que se veía la nieve blanca, recién iluminada por el amanecer. Desde esta ventana se ven los tejados y el cielo, las otras ventanas, apenas pájaros; pero no se ve pasar gente. Es una atalaya de tejas y antenas, de cuadrados de cristal. Es una atalaya de papel-cartón. No hay tierra.

Anoche grabé ‘La maleta de Marta’. Para verlo luego. Tengo que respirar muy, muy profundo, para enfrentarme a este documental. Me raja por dentro el pecho. Me hace temblar de frío. Y de miedo. Ese que conforma mi tuétano y que no consigo hacer salir. Gris. El que me lleva desnuda a las bañeras vacías de agua de los cuartos de baño. Con la puerta cerrada. Donde me cuelo para protegerme. Sonrío. Ante la posibilidad hermosa de que un día no sea así. Rojo.

Mientras le planchaba a Paula la camiseta que quería ponerse hoy, acumulada en el montón de ropa que mi resistencia-desidia proyecta ahora sobre el planchero armado en el centro del salón, escuchaba las noticias en la radio. Segundo día de luto oficial por Concha. Otra nueva crónica de una muerte anunciada, que o nadie quiso ver, o nadie quiso evitar.

Luego la noticia repetida mientras peinaba a la niña. Entrevistaban a una juez. Denuncias, orden de alejamiento, … Hicimos todo lo posible. Me salió la voz profunda de grieta. Menos salvarla.

Se me aprietan los dientes. Se me encaja la mandíbula. Se me eriza la piel. Cada poro. Uno a uno. De rabia. De miedo. De huida. De pastillas para poder vivir y poder dormir. Menos salvarla.

Tengo un libro cerrado con un coletero de pelo. Para que no se derrame. Solo para cuando me falte la voz, me decía. Lo tengo ahí pero hace tiempo que no lo puedo abrir. En teoría es solo poesía. Hicimos todo lo posible. Pero a mí me da miedo releerlo. Miedo. Miedo. Miedo. Siempre el miedo. Se llama ‘La casa de la llave’ y a través de una maestra de la voluntad, me lo regaló la autora, Mara Alderete. Su nombre es como una canción. Espacio.

Yo sé que era y es imprescindible. La poesía de la casa de las mujeres maltratadas que son encerradas con llave para protegerlas de sí mismas. Las maletas de … Ahí está. Cerrado con una cuerda y con una ramita de enredadera, enredada en el cierre, que cogí en Roma, cuando pensé que ya era hora de hablar con mi propia voz. Flores para una tumba. Sonrío mis ilusiones. Ahí está en el aparador. En el largo, largo camino. Menos salvarla.

Mi maleta empezó en mi casa y en mi madre.

Para que luego vengan y hablen del machismo como si fuera solo algo de hombres. Me sale la rabia de grieta. Con el empeño que le puso mi madre a su machismo de mujer. Para ser la mejor. La más sumisa. La más callada. La más encarcelada. La más anulada. Mi propia casa de la llave. Mi propia casa del dolor y el silencio.

Mi padre también es machista. Pero a mí el machismo que más me duele y me conforma es el de mi madre. El aprendido de mujer contra mujer. A dentelladas.

Caracol, col, col, saca los cuernos al sol.

A cuestas.

He grabado para ver ‘La maleta de Marta’. Pero la verdad es que yo no quiero verla. Porque la mía todavía me pesa y me duele demasiado.

Cuelgo ahora una canción que encontré esta mañana. Un regalo. Como una flor. Que me da alas. Porque es verde. Como el color de los pendientes que me quiero comprar. Es la canción de mujeres que cantan. Para dejar atrás las maletas y las llaves. Los silencios. La soledad.

Para gritar. Para vivir.

Voz. Quiero tener voz. Quiero ser una mujer con voz.

Soy hermosa. Muy hermosa.





lunes, 18 de noviembre de 2013

Zona libre

Mi cerebro es una madeja de hilo deshilachado. Lleno de enredos. De nudos. Con los nudos construyo balsas para navegar ríos. Con los enredos, la mayoría de las veces, me pierdo. Son los laberintos llenos de minotauros. A veces también ahondo pozos sin agua.

Cuando se me corta el hilo, se me encoge todo. Me paralizo.

Mi cerebro es una madeja de hilo sin principio ni fin. Una rueda de molino, una piedra de Sífido, un remero condenado.

Pero también, los pañuelos sin tregua de un mago o las sábanas anudadas de un escapista. El alambre de un funambulista.

Mi cerebro está lleno de personajes vivos que me acompañan en una especie de país de las maravillas. De sombras de distintos colores. Que se encienden y se apagan. Mi cerebro es un escenario continuo de ensayos. De luces. De vestuario.

La mayoría de los personajes están sacados de libros. Otros, son cuadros o fotos que luego colecciono en las paredes. También los hay personas de antes, con su vida propia.

Aparecen y desaparecen a su antojo.

El otro día me volvió Tombuctú. Qué maravilloso encontrarlo. A la salida de una librería.

En una de las salas donde se hablaba de un libro, alguien se había estremecido con la imagen de un animal desollado. Lo primero que pensé era que quizás ese hombre no se hubiera estremecido ante la imagen de un hombre desollado. Porque creo que la mayoría nos hemos acostumbrado a vivir sin piel. A vernos sin piel. Incluso la rechazamos como debilidad.

Quizás sea algo bueno, que el hombre sin piel que no se percibe mutilado a sí mismo, se estremezca ante el animal sin piel. Quizás no esté todo perdido.

Y en ese pensamiento de hilo me quedé colgada. En la piel. Yo que a veces la siento como unas medias flojas que se me caen hasta los zapatos. Dada de sí. Como un trapo. Que la lavo y la tiendo a secar para que encoja. Para podérmela poner de nuevo.

Ahí me quedé. Para dentro. Para descansarla de mí. La piel.

Y me puse a rebuscar las imágenes de otros tendederos de ropa. Recurrentes. Que siempre me acompañan en la rueda. La del libro que tendiera Bolaño en su 2066. Para airearse. La del esqueleto de huesos extendidos cada noche de Mia Couto en El último vuelo del flamenco. Para no dolerse durante el día.

Así bajé las escaleras de la librería. Estirada por dentro con alfileres. Así hasta que te encontré, Tombuctú. Como no podía ser de otra manera en este continuo hilar mío: el Tombuctú que escribiera Paul Auster, me esperaba en la puerta. Esa parte viva de mí. Sin la que estoy coja. Ay, amigo, cómo te he extrañado. El olor.

Nos abrazamos al paso, preparados para cruzar al tiempo cualquier autopista, para sortear coches en nuestro juego suicida preferido.

Y a través de Tombuctú, me vino la portada del libro y con la portada el perro de Goya. Asomando el hocico. Perro semihundido. Su propia muerte, compañera fiel. Y a través del perro y de nuestros pasos en la calle, me volvió el toro mariposa, que para mí es el hombre que a pesar de su torpeza, sueña. Quizás el hombre sin piel que todavía sueña.

Qué extraña semana ésta, Tombuctú. Yo que apenas consigo salir de la casa, que releí El Malentendido y El Extranjero de Camus, historias entrelazadas que vienen a ser un bodegón más del mismo hombre sin piel, otros perros semihundidos y otros toros mariposa, yo que ando buscándome a manos en los tendederos, termino encontrándote justo aquí al lado. En una librería sin océano mar.

Donde otras veces como tarta de zanahoria en platos redondos de latón. Pero esa es otra historia.

Anoche leí Seda de Baricco. Aunque tú ya lo sabes, Tombuctú. Para vestirme. Para atravesar la calle contigo. Tarareando. Cacareando a la luna llena. Mientras por mi puerta pasa un tren que tú también oyes.

Para soñarte. El olor.




lunes, 11 de noviembre de 2013

Los gallinazos sin plumas

Paseo por la ciudad sin mar. Entre hojas de otoño, basura-resistencia y gente. Las calles escenifican lo que somos: la podredumbre en la que unos hombres se alimentan de otros. Me sube un regusto agridulce a la boca. Echo mano del cuento siempre vigente de Los gallinazos sin plumas: las aves acechan a los niños descalzos y harapientos. Apenas pueden sostenerse en pie. Están hambrientos. Muy hambrientos. Ni siquiera pueden comer los restos de comida que encuentran en el vertedero y que disputan a los gallinazos. Esa basura es para el cerdo que el abuelo tirano cría en una corraleta. Sí, corraleta: donde se ceba a los cerdos. Hasta que el abuelo cae al suelo y es comido por la bestia de sí mismo.

A mí esta basura no me huele mal. Incluso borra el olor a borrachos meados. Ese olor sí que me molesta. Como el olor del abuelo desalmado. Como el olor de la soberbia del poder. Solo lo siento por las personas que duermen en la calle todas las noches. En el suelo. En el frío. En los cartones que otros desechan.

Por las mañanas temprano, muchos los esquivamos recelosos. Como si tuvieran una enfermedad contagiosa. Como si portasen espejos donde pudiéramos vernos. Estoy segura de que ellos ven las huellas de nuestros zapatos en el suelo duro.

Yo, desde que se inició la huelga de limpieza, salgo a la calle contenta. Chapoteo en los charcos. Me revuelco en el suelo. Paseo por la ciudad e imagino que en lugar de estos pasos grises-‘meconformo’, o las flores a vírgenes, vomitamos de una vez por todas, nuestra inmundicia de siglos. Hasta quedarnos limpios, exhaustos. En un festival extraordinario de basura visible. Lo mismo así no terminamos muriendo de hambre y de vergüenza. Mientras seguimos alimentando a los mismos. Mientras escuchamos al abuelo del cuento: esto es lo que hay, acéptalo, baja la cabeza, esto es lo que hay. Si no alimentas al cerdo, te morirás de hambre. Descalzos y hambrientos. Mientras espantamos a los gallinazos que nos acechan como despojo.

Estoy contenta porque en una de las cimas de las montañas de basura, he pensado proponer que se instale una playa mullida con sol.

Estoy contenta porque lo mismo así, un día de estos, entre tanta mierda, aprendemos por fin el significado colectivo de la palabra libertad. Uno mi determinación a la tuya. El miedo no me paraliza. La voz del que me insulta ‘soñadora’ de peladuras de papas y de huesos, no me roba la esperanza.

Ay, voces ‘estoesloquehay’ atronadoras, que roen. Me muerdo los labios con rabia. El vertedero, el hambre, los gallinazos que quieren sacarnos los ojos, el fuera hace mucho frío.

Paseo por la ciudad sin mar cogida de tu brazo. Hablamos de lo que vemos. Para seguir viviendo. Entre hojas de otoño, basura-silencio y gentes vestidas de invierno.






lunes, 4 de noviembre de 2013

El canto de los pájaros



Escucho El canto de los Pájaros de Pau Casals. Lo escucho porque fue la música que sonaba en el cementerio de Aranda el pasado sábado, mientras las urnas rescatadas de las fosas comunes, pasaban de manos en manos. Qué poco pesa la vida, pensé. Qué poco pesan los pájaros. Llenos de aire.

Se formó una cadena humana para llevarlas hasta su nuevo destino. Desde el suelo donde habían sido descargadas, dispuestas con sus nombres nuevos por fuera. La Legua F3. Milagros Fosa 2B Individuo 1. A la espera de que alguien les devuelva los suyos. Largo camino el de estos nombres barajados. El de estas historias de vida. Otro desierto de sed. Quizás no termine nunca. Y nunca lleguen los nombres a tocar sus propios huesos.

Sabemos quiénes son pero no quién es cada uno.

Se hizo un silencio lento. De hombres y mujeres. Y los familiares abrazaban cada una de las urnas por si acaso esa fuera la suya. Y yo lloraba callada y sonreía porque pensaba que ellos, desde dentro, sí se conocían a sí mismos.

Van pasando mientras la música del violonchelo nos desnuda las pieles superpuestas. La costra del cuerpo. Y nos deja los huesos al aire pero sin frío. Envueltos en una manta de alas y de hojas. Y de mucho tiempo. Tengo 83 años, el cuerpo encogido, el pelo blanco y uno de esos es mi hermano. Y no tengo frío. No tengo frío.

Escucho El canto de los pájaros y soy un ir y venir de fotografías de vida. Como si cobrase conciencia de que hoy también me estoy muriendo. El murmullo de las ramas de las higueras del huerto. El tacto de los troncos. Las raíces alimentadas en el hueco escavado y escondido por siempre en la tierra. Nuestro propio silencio. Las historias de mi abuela Dolores. Que como ella decía había aprendido a callar. Viva en mi vientre. Siempre vestida de negro. Las historias de mi chacha María, que se rebelaba sin descanso contra su destino de mujer muerta. Con su propio huerto de higueras. Su pelo de peluquería. Sus vestidos negros. Pero de tela fina. Negro, pero con algo siempre de blanco. Puntos. Hojas. Plumas. Sus visos de nylon. Alrededor del brasero en invierno. En el ‘jilo’ de la casa en verano. Los sillones tiesos. La mecedora.

Escucho El canto de los pájaros y soy incapaz de escribir de algo que no sea esto. Soy una plaza. Un trajín de pasos y puestos de verduras. De cacerolas y utensilios de cocina. De telas. De zapatos. De mercaderes.

Miro a mi alrededor. Algunas de las plantas amarillean las hojas. El otoño se ha colado en la casa. La gatita duerme en la ventana. Mi madre me dijo que este año ‘para los santos’ los claveles eran muy bonitos. Los dos ramos iguales. Cada una en un sillón. Cuñadas. Morados con filos blancos. De mujeres libres, pienso. Sí, que son bonitos.

Escucho El canto de los pájaros. Agradecida. Muy agradecida. Y no tengo frío.

lunes, 28 de octubre de 2013

María Agua baila Dirty Boulevard

Anónimo me escribe en este blog de la frontera. Escribió un día de las alas no usadas de un escarabajo llamado Gregorio Samsa. Otro día escribió para que me levantase y andase, para que me sacudiese el polvo de arpa olvidada en el rincón del ángulo oscuro donde me instalo sin pretenderlo. Otra forma de protegerse dentro de un caparazón. Otra forma de grito. A mi ego y a mí nos gusta anónimo. Porque nos hace visibles. Porque llega con la corriente sin más. Como el ahogado más hermoso del mundo. Un regalo. Se llamará Esteban. Se llamará Juana. Suplicando que nos quieran. Con el pelo lleno, trenzado de algas verdes. 

También escribió mi hermano para recordarme que me quería. Y yo salí a comprar una maceta con flores.

Es lunes. Escucho una y otra vez la misma canción de Lou Reed. Mi preferida si es posible. Para mí todos los discos y toda la buena música estará por siempre en el equipo de tu casa en la calle Ancha. Y en mi amigo Franci, de mi calle, donde todo llegaba después, y que también ya se fue.

Es lunes e intento no sentirme avergonzada. Como en la canción:  "A la cuenta de tres", dice, "Espero que pueda desaparecer"/ Y volar volar, de este bulevar sucio. Y que le voy a hacer, María Nada se cae por alcantarillas sin países de las maravillas, donde le es imposible sostenerse al suelo. María Nada no encuentra lenguajes para comunicarse y descolgarse del hilo del pecho. Porque María no tiene memoria. La memoria era blanca, muy blanca. La perdió. La dejó olvidada en algún sitio. Junto con el tapón de los lagos de dentro. Antojadizos. Ingobernables. Por eso a veces se descubre remando en mares secos.

Pero María Agua, ... María Agua no ve las calles sucias. Conoce el secreto para agrandarse cuando se está haciendo casi invisible, a punto de desaparecer. ¿Qué haces, María Agua? Entonces María Agua levanta la cabeza y sonríe y sabe que ya otra vez se ha perdido. Pero no pasa nada. Se arremanga la falda y se pone a hacer lo que también sabe hacer: confíar. Volar. Porque María Agua tiene amigos. Tiene casa. Tiene huerto. Tiene hija.

María Agua tiene amigas que la ven como ella no es capaz de verse. Que le regalan reflejos en los cristales. ‘Mírate, qué hermosa eres. Esa de ahí eres tú. Porque yo te conozco y sé quién eres aunque tú no te recuerdes’. María Agua tiene amigas que la peinan con peines finos. Que le regalan pendientes. Que bailan. Que encienden hogueras. Que nacen fuentes. Que le preparan caldos de ensueño. María Agua tiene amigos que regalan lámparas de luz y tienen gatos. María Agua tiene amigos que pintan con luces y sacan mesas a las terrazas.

María Agua tiene una casa al lado del mar. Y en la casa una cama de cuatro esquinas, paredes de colores y un descansadero de libros. María Agua tiene una casa con patio y toldo. Y una hamaca donde se tiende y ve la luna.

María Agua tiene un huerto con higueras y una goma larga de riego, donde mi madre y yo nos tomamos el café muy temprano, hablando con las vecinas que vienen a liarse el pelo. Donde juegan los niños. Los de antes y los de ahora.

María Agua tiene una hija que esta mañana le ha dicho: ‘Mamá, te quiero mucho. Dame un besito’. Y luego, ‘Mamá, péiname, por favor.’

And fly fly away, from this dirty boulevard.

María se encoge de hombros, cansada. Nació así. Desde pequeña siempre pidiendo manos. Amarres. Yendo y viniendo. Caótica. Pero no pasa nada. Así está bien. Así son los ríos que van donde quieren. Como los ahogados. Como Lou Reed. Aunque al menos hoy, por favor, déjame un ratito tranquila, que quiero solo bailar girando. Anda sal a la calle a ver librerías. Siéntate en una plaza. Ve al cine. Mientras yo danzo y danzo.



jueves, 24 de octubre de 2013

María La Mala I

Podías haber elegido cuidarme y sin embargo decidiste no hacerlo. Podías haber elegido que no me doliese tanto pero no hiciste nada para evitarme el dolor y el abismo en el que me sitúo. Porque me es inmediato. Porque tú lo cultivas.

Cuando te moviste ya el daño estaba hecho. Me estalla la cabeza. Mi cerebro se escurre laminado en lonchas finas. Me sale por los orificios de las orejas, por la nariz, por la boca. Me lo comeré como fiambre en la cena. No me sale por los ojos que hospedan al cristalito de hielo. Es un buen cliente. Soy una posada a cuestas en cualquier camino. El cristalito me deja aterida de frío. Me meto en la cama vestida. Me pongo tres mantas encima pero no son suficientes para calmar el aliento de la estepa que avanza campo a través por mis pulmones, por mi estómago. He puesto las tripas a buen recaudo. Escondidas.

Me duelen todavía los dedos dibujados de Picasso. De las manos. De los pies. Hinchados. Retorcidos. Estoy exhausta. No lloro. No sé si tengo corazón.

Hace tiempo que sé que no me quieres y también hace tiempo que sé que yo voy a dejar de quererte. Pronto. Muy pronto.

Hace tiempo que sé que apenas me queda agua dentro y que necesito beber: el sentimiento, las emociones, las pieles.

He pensado porque me duele tanto pensar que me engañas con otra. A pesar de este banquete de bodas desierto que tu hilas sin descanso y que me das de comer y que yo como. Para que no falte la desolación. Y solo encuentro la historia de María La Mala. Así me llamaban el hombre pequeño y su familia. Así me lo contó la otra, María La Buena. Debió ser fácil. El mismo nombre. Los tres trabajábamos juntos. Yo nunca sospeché nada.

Debió ser fácil engañarme. Yo era una persona confiada. No sabía de la necesidad de mentirme porque nunca había pensado que alguien tuviese que quedarse a quererme si no me quería. Yo me sentía tan libre para amar y ser amada. Cuando todo entre nosotros terminó, él no me dejaba ir. Me asediaba mientras a mis espaldas no solo seguía con la otra chica sino que inventaba que yo lo acosaba. Él era un hombre respetable. María estaba triste. La tristeza no gusta. Fue muy fácil hacerme un traje de María La Mala.

Y yo no podía entender el por qué. ¿Por qué me había engañado incluso después de irme? ¿Por qué tanta maldad conmigo? Cuando el marido de la otra chica los descubrió, iban a marcharse juntos a la misma casa donde a mí también me había propuesto acompañarlo, él no negó nada. Con sangre fría en serie se despojó de su ropa. Pero era tanta la mentira que había construido, era tanta mi debilidad, que todos me echaron encima sus fardos de peste. María La Mala. Y esa herida cayó sobre las otras heridas. Y me volvió el frío. Mucho frío. Y el dolor en los dedos. Aunque haya pasado el tiempo.

Tú que conoces mi historia porque te abrí las puertas de par en par para que pasaras con todas tus cargas, podías haber elegido cuidarme. Pasar de vez en cuando tu mano por mi lomo. Besarme las costuras.

Pero qué absurda soy. Qué estúpida. Te vi tal cual eres cuando te bañé con jabón de almendras y se agrió el agua. Y aun así te abrí las puertas y te dejé pasar. Yo soy la única responsable de tanta telaraña. Más de lo mismo.

Pero ya está bien por hoy. Que estoy cansada de ese vestido viejo. Que hoy me desperté cantando en sueños y me gustó. Me sentí feliz. Alada. Y estuve toda la mañana capaz, tarareando. La canción de las vidas cruzadas.



lunes, 21 de octubre de 2013

Llueve en Brooklyn

En la cubierta del barco que pasa frente a la isla, unos marineros ocupan su tiempo jugando a una rayuela de sal. Con una piedra que cabe en la mano con sus propias líneas del mundo. En el bolsillo del sueño y en el del miedo. Saltando de casilla en casilla a la pata coja. De palo en palo. Buscando más allá de lo palpable. Como en la vida misma. Con riesgo a caerse en cada salto. Hasta que el barco se aleja y ya solo se oye el viento y el pelo en la cara. El rumor del oleajeNo quedan faros en pie en los embarcaderos de piedra. No quedan cuerdas. Solo las sombras herrumbrosas. El salitre y la sed en los labios.

Verano del 2013. Llueve en Brooklyn. Veo los postes de madera alineados en el agua. Sé que la madera sumergida, ahogada en agua, ya se ha hecho piedra negra. Pienso que me gustaría saltar sobre los palos sin parar. Para ir y volver. Son un tablero pintado en el agua. Una rayuela de muchas casillas. Conecto con la imagen que me viene siempre con esa palabra. La de unos marineros desvencijados que la jugaban en la cubierta de un barco que pasaba en el libro de Mishima, El rumor del oleaje, y que representaban sin embargo, para el joven protagonista del libro, la posibilidad de un futuro mejor. De un futuro lejos de lo cotidiano. Veo al chico mirándolos desde arriba, desde el acantilado donde está el faro viejo. Lo recuerdo con los puños apretados de rabia. Encerrado en su destino. Aún no se había enamorado de la joven que se sumergía una y otra vez, aguantando la respiración más allá de lo que lo hacían las otras mujeres, pero solo en estas aguas, hasta lo más hondo, recolectando ostras. Recuerdo las escaleras empinadas, de piedras en muchos casos sueltas, que te hacen tropezar, que bajan desde el faro al pueblo. 

Me siento en uno de los bancos rescatados del mar. Saco una foto. Observo el espejismo en mi vida de la ciudad de enfrente. Llena de luces. A mi alrededor hay familias de judíos ortodoxos con mujeres y niñas de medias gruesas, de mangas largas, a pesar del calor. Hay familias de latinos que apuran sus barbacoas.

Ahora en casa después de unas semanas de posos, en mi cabeza se ha conformado una foto nueva en la que aparezco yo. Sentada en Brooklyn, que para mí tiene un significado íntimo profundo, contemplando la rayuela de la vida y rodeada de lo mejor que me ocurrió en el viaje: una mujer rubia casi invisible que pasa corriendo y se escapa a la playa, como un barco; y un hombre que siempre lo imagino mirándome desde lo alto de las escaleras del faro, cargando la caja de un plato nuevo de vinilos que realmente compró. Para recuperar todos los sonidos de la música. Otra isla. Para recuperarse a sí mismo.

Me levanto del banco y me enfrento a los días inciertos. Cierro los ojos. Respiro. No quiero dejar de jugar a este juego de la vida. Y recupero la frase de Martha Gelhorm que me hace fuerte: al menos yo tiro piedras. Al menos yo me esfuerzo por vivir.




lunes, 14 de octubre de 2013

Se llamaba Gregorio Samsa

Se llamaba Gregorio Samsa pero yo no me acordaba. A los 18 años, en una tarde calurosa de verano, leyendo febril, apostada tras una puerta sin tranca, como un preso sin tiempo, lo más extraordinario era que te salieran patas. Poder subir paredes. Colgarse en el techo y dejarse estar ahí por un momento de silencio. Con los ojos cerrados. Lo más extraordinario era que te criara una armadura de bicho para vestir en las batallas. Brillante. Que te ciñera las caderas.

Por aquel entonces, en esa habitación, tampoco había cama para cuidar a la Rebeca de Cien años de soledad que te ha devuelto, y que tras la puerta, hoy me mira con la fortaleza de una dignidad que me era imposible comprender. Con los ojos desorbitados, con los pelos deshilachados y la espalda recta de las decisiones firmes. Por aquel entonces, se me coló la Amaranta que ocupaba todas las sillas bajas de la costura, que cosía y descosía su mortaja. Y no me di cuenta que con cada una de sus puntadas, me iba secando y secando en hilos finos. Y que no volvería a correrme la sangre entre las piernas, apoyada en un quicio, urgente, mientras mi abuela me llama por mi nombre.

Se llamaba Gregorio Samsa pero yo ni siquiera me acordaba del final de su historia. De que apenas comía, del rechazo, del abandono de su familia, de la manzana podrida que le hería la espalda. De la imposibilidad de andar hacia atrás. Si al menos hubiera sido un Bartleby con entierro.

Cierro el libro y me aprieto con la mano el pecho que a veces no respira. Me siento terriblemente triste. Enfadada.

Es octubre. Empiezo a sentir frío. Se han vuelto a levantar los laberintos. Los minotauros han vuelto a su trabajo y ya no mastican hierba verde. Todo está lleno de moscas. De hoy no pasa que quite la persiana de la ventana de la habitación, Gregorio. Para que nos entre más el sol mientras los demás creen que estamos mudos.

Es curioso, Gregorio. Hoy he quedado con el hombre del quicio. A veces siento que he aprendido cosas y me gustaría vivir a las personas otra vez. Pero no puedo. Solo puedo releer los libros y estarme aquí un ratito contigo. Escuchando músicas de otros tiempos.


martes, 8 de octubre de 2013

Esperando a los bárbaros.

Me acerco a la ventana. Acaricio el cristal con la mano. Hoy la ventana no es de entrar y salir aunque tiene un hueco abierto y siguen las escaleras puestas. Aunque tengo la certeza de que al lado del río del este donde sale el sol te has parado a pensarme. Hoy la ventana es de mirar desde dentro. De pararse a descansar. De tomar el sol. De llorar si es preciso.

En la habitación, Martha Wainwright canta una y otra vez su elegía ‘Proserpina’. Ven a casa con tu madre. Pero el niño de la portada de ‘Esperando a los bárbaros’ sigue corriendo en la nube de polvo que levanta el desierto en su juego de viejo. Con los pies descalzos y la cabeza rapada es un niño del tiempo. Una cometa dentro de mi aparador de libros esenciales. Mirando de frente, asomado al cristal de mi piel. Yo también tengo el pelo malo. Junto al giralunas de plata. Junto a la harina de las manos tristes que arrastran el carro del pan. Junto a las paredes encaladas de la casa de la estirpe condenada. Junto al paso lento del elefante en su viaje. Junto a los poemas de Cavafis.

Proserpina. Ven a casa con tu madre ahora. Mientras amaina la tormenta. Hasta que podamos abrir estas ventanas de par en par.

Pero el niño sigue corriendo.

A veces pienso que huye para protegerse. En un lugar en la frontera que yo también habito. Otras pienso que solo vuelve. De explorar, de vivir este maravilloso desierto donde habitamos los bárbaros. Los nómadas. Los navegantes de agua pero también de las arenas. Los habitantes de Babel.

Frente a la ventana siento los pies y sus pasos. Estoy viva. Y se arranca a venir la lluvia para que nos lavemos la cara y el cuello a dos manos. Niño, te digo, soy la nueva Blimunda, la que ve todas las corazas. Las nuestras y las de quienes nos llaman bárbaros. Las de quienes creen solo su verdad y nos quieren arrancar la lengua y coser los párpados.

Y el niño que aún no sabe del mundo, más allá de su cuartilla de papel, se acerca y me da un abrazo hermoso. Confiado. Y yo que ya bebí de la sed muchas veces, sé que tras esta lluvia vendrá de nuevo el polvo y el hambre. Un nuevo naufragio de hombres. Proserpina. Ven a casa con tu madre.

Proserpina. Sin remedio. Siempre corriendo. Siempre viviendo en la frontera de los dos mundos. Donde levantas tu colección de ventanas. Donde plantas olivos. Donde enciendes faroles para mirar lo que ocurre en los graneros de Lampedusa. Donde atraviesas puentes. Donde comercias con los bárbaros.