lunes, 23 de diciembre de 2013

La casa del pueblo

Al pie de las higueras del huerto se acumulan las hojas caídas. Son un colchón crujiente debajo de las ramas grises. Una nube de suelo para saltarlas un rato. Las niñas que juegan al escondite se han subido al laurel, colándose entre sus ramas verdes.

Todos los troncos del huerto están encalados. Cuando las hormigas negras los trepan, si quieres, puedes seguir con la mirada sus senderos de ir y venir. Sin moverte, sentada en uno de los ladrillos del caminillo que atraviesa el huerto.

Mi madre tiene tendidas unas colchas al sol. Si quieres también puedes contar las pinzas, que nosotros llamamos alfileres, que sujetan cada una. La distancia igual o desigual entre una y otra. Sentarte en el ladrillo tiene estas cosas.

En la casa hace frío, mucho frío. Todo lo que te queda fuera de la mesa camilla y la estufa encendida, se congela. El único sitio en el que se puede estar a gusto es en el huerto. Al sol. Como un espantapájaros no extraviado, cogido con otras pinzas.

A las habitaciones de arriba, yo les llamo ‘Siberia’. Qué frío. Cuando te acuestas en Siberia, la nariz se te congela, te da frío en los ojos. Para leer más allá de las mantas, necesitas ponerte la bufanda. Lo de ir al cuarto de baño es, sencillamente, como una salida a un campo a oscuras. Gélido.

Las niñas gritan y corren. El pajarillo de plástico que mi madre tiene en el mueble de la salita y que se activa con unas palmas teóricas, no deja de cantar. Con los gritos, con los saltos. No dejan de hablar alto. El pájaro está que no para.

Mi padre acaba de entrar. ¡Abuelo! … (trino de pájaro) … Ha estado andando un rato. Alimentando al corazón.

Llega mi prima. Otra vez el huerto y el sol. Hablamos de nosotras. Hay mariposas y abejorros comiendo de las flores del níspero. La niña Andrea las pinta en un papel.

Luego llega mi hermano, y luego mi hermana. Salimos a la puerta. Adiós, prima. Sonrío. Esta casa es una plaza abierta. Pienso en mi abuela.

Ha quedado un sitio en la puerta de la casa. ¿Me dará tiempo a ir a buscar el coche? Mi madre se aposta para que no me lo quiten. No digo nada. Estoy en el pueblo.

Aparco en tres intentos torpes. Varias vecinas siguen las maniobras que mi madre, que no conduce, dirige. Para ella todos los sitios son grandes. Posibles. Te has quedado un poco retirada pero así está bien. Déjalo así.

Saludo a las vecinas. Habito cada una de las preguntas y respuestas comunes. ¿Ya estáis aquí para pasar estos días? Ya. Pasa mi amiga Inma. Llegué ayer. Sí, me lo dijo tu madre esta mañana.

Llegamos ayer. Con más maletas de las necesarias. Con la bolsa de los abrigos nuevos eternos, por si salimos a alguna parte. Al principio, cuando llego, me cuesta orientarme. Me siento desubicada en esta casa y en esta familia que vive más allá del teléfono. En las caras, en las voces. En el tiempo que parece hacerse de antes. Hasta que a la mañana siguiente me levanto con el estómago dispuesto, con la gana de churritos de mi madre, con el café en la cafetera de siempre, con el huerto mojado. Con las higueras blancas de poner las manos y sentir la piel. Con el ¡hoy a mí me dijeron hermosa!

Mi madre ha hecho lentejas. Soy la última que queda por comer. Dolos, ¿no vienes? Ahora bajo que estoy intentando terminar esto.

Suena el teléfono otra vez. Las niñas siguen jugando. Gritando. Canta el pájaro sus tres trinos. El ruido me agota. Ay, tendré que echarme una buena siesta. Abandonarme al sueño. A la música. A la risa. A las habitaciones frías.

Se le nota en la voz por dentro es de colores …



lunes, 16 de diciembre de 2013

Todo lo que tengo lo llevo conmigo

De repente me siento muy cansada. Un cansancio que no se corresponde con mi cuerpo de hoy pero que se quedó instalado en alguna parte de mí. De repente siento frío en los pies. De repente siento vergüenza. Pienso en las mitocondrias de mis células. Me gusta la palabra mitocondria. Como enormes lavanderías-almacén donde se lava la ropa y se almacena planchada. El jersey de lana zurcido, los zapatos con suelas rotas y bolsas de plástico por dentro, el vestido azul de la vergüenza de llevar ese vestido azul.

Hoy  me senté en la alfombrilla del suelo de la cocina mientras tomaba las tostadas, incapaz de mantenerme de pie. La cocina no tiene sillas porque es muy pequeña. Yo a veces cuelo una del salón para almorzar en la encimera, con el sol en la cara. Desde el suelo la casa a través de la puerta se ve de otra manera. Distinta. Desconocida. Se cuela la luz de la ventana entre las patas del buró. Entre las de la banqueta roja. Entre las de la jardinera. Se ve el suelo a ras del suelo.

La primera vez que vine a esta casa me senté en el suelo, pero ya no me acuerdo cómo veían mis ojos entonces.

A veces me pasa cuando me ducho. Estoy tan cansada que solo quiero sentarme. Y me ducho sentada. En esta casa no tenemos bañera. Ayer lo pensaba. Ojalá tuviéramos una bañera para dormirme en el agua.

Me siento en la alfombrilla de la cocina y mientras sorbo el café y escucho la radio, veo manos que recogen cartones. Cuento los cartones que caben en una mano de hombre. Los que caben en una mano de mujer. Los que caben en una mano de niña de 14 y 13 años. Toco las manos ásperas y sucias de hombre, de mujer, de niña. Me pesan los zapatos. Cuento los pasos de un día. Pienso en la profunda soledad de una niña de 13 años, los mismos que tiene mi hija, y que lucha sola por su vida. Pienso en la niña de 14 años muerta de una familia que vivía de recoger cartones. Trato de imaginar cómo vestían, cómo se peinaban, cómo eran sus estudios, cuál era su canción favorita, qué amor soñaban, qué regalo deseaban por encima de cualquier otro.

Me gusta el pan tostado con mucho aceite y una jícara de chocolate que sigo mordisqueando poco a poco, alargándola. Pienso en el éxodo de Las uvas de la ira, en la miseria que se transporta en un camioncillo o un carro, en las manos arañadas en cortes finos por las plantas de algodón y de las que no habla el libro. En el peso de las sacas amarradas a la cintura. Me detengo en el principio, en los pies destrozados dentro de las botas nuevas con las que el joven vuelve, quiere volver a su casa. Me suspendo en los brazos de la mujer sin hijo que amamanta en hilos al padre moribundo. Siempre vigente. La miseria transportada en una tartana de camión, lleno de colchones. O de cartones.

Me acuerdo de las habas del huerto que no me gustaban. De la temporada de las habas. Habas con todo, todos los días. Termino el pan. No sé cómo se produjo el milagro pero ahora me gustan las habas. Claro que ahora que escribo tomo conciencia de que nunca las como. Porque nunca las compro. Porque me gritan.

Pienso otra vez en el compañero de clase que, también con sus 13 años, lloraba el día que la maestra le pidió leer la redacción sobre la profesión de su padre. Lloraba porque su padre era el basurero del pueblo. Era un hombre en los huesos, con botas de goma, que recogía con las manos nuestras bolsas de basura y arrastraba su cara de hambre, esa que también se lava y plancha y se queda en las mitocondrias. Llevaba un carro tirado por una mula. A veces ellos, los hijos mayores, le ayudaban. Lloraba tapándose la cara con las dos manos. Su vergüenza, sin consuelo posible. Desde entonces, yo me propuse admirar mucho a su padre. Y a su madre le buscaba, siempre que me la cruzaba en la calle, la belleza.

Un día nos enteramos que nuestro amigo Joselín comía una vez a la semana salchichas frankfurt con tomate frito. ¡Guau! Eso sonaba a manjar. Fuimos corriendo a decírselo a mi madre. Nosotros también queríamos salchichas con tomate. Al menos una noche a la semana.

A veces intento recordar qué cenábamos y no me acuerdo.

Desde el suelo, la casa se ve de otra manera. Veo al fondo el árbol puesto. Con todos los muñecos y los bastones de caramelo. Con la pala del corazón de Herta Müller, puesta muy arriba. Roja. Justo debajo de la estrella. Con su Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Con su ¿tienes un pañuelo?


Estas fotos están tomadas del periódico digital El Faro, cargado siempre de personas y al que sigo con muchísimo interés. Pertenecen a una selección de fotos. Fueron tomadas en El Salvador durante el 2013 pero pudieron y podrían ser tomadas en cualquier otro sitio y en cualquier otro año. Aquí mismo. Para mí representan en imágenes exactamente lo mismo que cuento. Podrían recoger cartones o algodón, pero recogen café. Son niñas, niños, mujeres, hombres. Con nombre. Solo hay que mirar desde otro sitio. Copio sus textos.


Una niña llora después de tropezar y botar parte de su cargamento de café recien cortado. Su hermana le ayuda a recogerlo mientras le dice palabras de consuelo. Volcán de San Salvador, Santa Tecla.

Al mediodía, Miguel lleva en una bolsa el almuerzo para su padre y su hermana quienes preparan la tierra para la siembra de maíz en un ladera en los cerros del municipio de Panchimalco, San Salvador.


Uno de los momentos más tensos del día laboral de un cortador es el del pesaje del producto cortado durante el día. El encargado de pesar los sacos es el mandador de la finca. El mandador es el representante del patrón y bajo su cargo están los caporales y el escribiente. El escribiente anota en un cuaderno el peso que recolectó cada cortador identificado con un número. Cortadores declaran que algunos mandadores, adrede hacen una lectura más baja que la cifra de la báscula para favorecer al patrón. Por otro lado, se dan casos que los cortadores colocan piedras dentro de los sacos para ganar peso y volumen. Para evitar conflictos y a la vez dejar todos los sacos con el mismo peso, se realiza el "sexiado" que consiste en pasar cada saco por una segunda báscula para dejarlos con el peso de 6 arrobas cada uno (150 libras). En ese momento el cortador confirma si el peso que calculo el mandador fue el correcto. El cortador no recibe su salario de inmediato. La paga se realiza al final de la quincena.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El paraíso en la otra esquina

Había leído y leo a Marcela Lagarde, había seguido videos suyos, pero nunca hasta ayer que participé en uno de sus talleres, la había visto y escuchado de cerca. Creo que se me va a quedar pa’siempre. Por dentro y por fuera. La había estado esperando. Es alta y hermosa. Como una montaña de voz tierra y raíces. Llena de aire. Llena de memoria. Llena de pelo rizado. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.

Una de las mujeres que también asistía, le regaló el libro de El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa, con la historia de lucha por los derechos de las mujeres y de los obreros de Flora Tristán, con su juego infantil del paraíso esquivo, metáfora de la vida. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

No conozco a nadie y me siento insegura. Creo que todas, que parecen conocerse, se dan cuenta de que no hablo con nadie. Me agarro al hilo-balsa del libro. Es mi preferido de este escritor. De los pocos libros que simplemente terminan. Y con las palabras habladas, recogidas en el pañuelo, me siento y me traslado a mi paraíso propio.

La casa se despierta. Se despereza la cocina con sus cuatro esquinas. Llegan arrastrando los pies las mujeres de la casa. Ponen la primera cafetera. Se abren las puertas. La cocina es una era donde se arremolinan mujeres. Mi abuela, mi madre, mis hermanas, mi tita, mis primas y las vecinas. Estoy sentada en una silla de enea. Sorbo el café. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Con los delantales puestos, las mujeres de mi cocina son unas veces mujeres y otras, hombres, que espolean sus defectos y sus virtudes. Se desnudan los ojos y se los enlutan. Son mujeres que se lamen la sangre de las manos cortadas, que arremeten con fuerza defendiendo sus ideas, aunque a veces estremece el olor a agrio de su leche cortada, de su resignación, de su fingida fuerza. Rezuma. Me remuevo en la silla.

Entra mi abuela del huerto. En los bolsillos trae habas y alcauciles. Abrimos un hoyo de pan de aceite y nos las comemos. Nos reímos a carcajadas en busca del paraíso. La cocina se ensancha. No caben las reglas de los machos ni las mujeres concebidas como opuestos. Ni la discriminación, ni la pobreza, ni la miseria, ni la ignorancia, ni las cabezas gachas. Caben las manos, el olor a jabón y a tierra. Los claveles del patio. Lo importante es lo que hay que decir, no quién lo dice. Alcanzamos lo inalcanzable. Nos desprendemos de los fracasos. Somos lo que nos da la gana de ser. Somos guapas. Mi madre pone otro café. Maya husmea en la olla. Nana ronronea en las piernas. Tu hermana está embarazada. ¿Qué será? ¿Qué va a ser? Una niña.

Pasan los tiempos en la cocina. Más rápido de lo que nosotras cambiamos.

Se va la mañana. Tenemos que hacer. Vamos saliendo. Se chocan los vasos del café en el fregadero. Mujeres que arrastran lluvia. Mujeres de luna nueva. Mujeres invisibles. Mujeres viento. Mujeres emponzoñadas. Mujeres que cosen consuelo. Podíamos ser hombres, pero somos mujeres. Salen las manos. Los pies dentro de los zapatos se van formando mapas.

Me he puesto un vestido. Entre idas y venidas, irrumpe mi hija buscando en la cocina. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Empieza la charla. Hace frío en la sala y me he cubierto las piernas con el chaquetón a modo de manta. Marcela lleva una blusa de colores rojos y anaranjados, pendientes y pelo suelto. La escucho. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.



lunes, 2 de diciembre de 2013

Estación Esperanza

Hoy me levanté comiendo tierra. Renové la demanda de empleo por internet. Escribí un post temprano de los lunes al sol, para poder seguir rompiendo farolas, pero me salió demasiado gris. Voy al lavabo y me lavo la cara. No está bien visto andar por ahí marcando hígado. Pa’dentro. Me lavo la cara y me recompongo para ponerme a hacer. Cada ojo en su sitio. Echo en falta el metro y los libros del subsuelo, la estación Esperanza y a su vigilante, el café La Muralla y a Paco. Echo en falta la piel de agua y el perro que duerme a la sombra y al sol. Tengo hormigas en los labios. De los días cuelgan cuerdas largas: columpios, escaleras; anzuelos, sogas. Las que sirven para volar se agarran a dos manos; las otras, no pasan del cuello.

Yo esta mañana elijo los columpios. Sentarme en la mecedora de tela de mi abuela, apoyar los brazos en la madera ya un poco carcomida y mecerme. Cerrar los ojos solo un rato, dejándome un poco estar. Cuidarme y recorrer tranquila un viaje sin billete con historias del metro que ya escribí:

- Cuando la ermitaña salió de la cueva, tomó conciencia de que el mundo allá afuera había girado más deprisa. Sus gentes ya estaban en otra estación. Sintió vértigo en la boca del estómago. Le corrió frío por la espalda. Se despojó de la piel entre los cartones. En la fuente de la plaza se lavó los huesos, se mojó los pies. Y se echó a andar, dispuesta a buscar los pasos perdidos.

- Empecé a leer Claraboya’, un buen nombre para los que habitamos debajo de tierra. Por primera vez perdí el paso de las estaciones entre los personajes del edificio lisboeta. Próxima estación, Esperanza. Y di un brinco. No puede ser. Paré la máquina de coser del segundo y salí corriendo con el café en la boca de la cocina de la mujer del zapatero en la planta baja. Ya fuera del vagón me desvestí el luto de Justina, la del primero. A mi abuelo. Así he salido hoy a la luz, abrazando árboles.

- Hoy por fin volvió el guardia de seguridad de Esperanza, un latinoamericano medio y grueso que reparte buenosdías y sonrisas al lado de la frontera de acero. Como un caballero andante entre molinos y llevándose la mano abierta al pecho, me ha regalado un 'tenga usted un buen día, hermosa'. He sentido cosquillas debajo de los ojos de cartón con sueño y en mis pies han aparecido como por arte de emoción, unos maravillosos zapatos de tacón rojo. Un hermoso sendero de baldosas amarillas se ha abierto paso entre las escaleras desfiladas del metro.

- En el viaje de ida por el subsuelo, esta mañana terminé ‘Nápoles 1944’. Una nostalgia cualquiera se me ha agarrado a la garganta. Sonreí al caballero de la mano en el pecho. Y así he salido al sol. Sin gafas. Para poder cerrar los ojos mientras ando.

- Esta mañana el vagón se tambaleaba durmiendo de pie. Las puertas acogían a más y más viajeros, pero en las estaciones de siempre no se bajaba nadie. En Esperanza, donde normalmente apenas nos bajamos cuatro gatos y sube con suerte uno, callejero y con la cola cortada, el metro empezó a escupirnos a todos. A la salida, varias personas inexistentes hasta hoy, copiaron mi rutina de entrar en La Muralla para el suministro diario de café, lo que definitivamente me desconcertó: quizás hoy esté impostándome a mí misma. A la salida, la calle hasta ahora sin nombre, había tomado uno, escrito ya incluso en los contenedores de la basura: calle de Ulises.

- En la estación de Goya, encaro el cruce hacia la línea 4. Hay un tráfico intenso de gente apresurada por costumbre. Elijo a una persona y me lanzo en picado para cruzar antes que ella. No puedo evitarlo. Me sale solo, sin conciencia.

- El libro del subsuelo me devolvió a Butch Cassidy y Sunsance Kid: 'Iremos a Australia' dicen instantes antes de morir, suspensos e inmortales en el aire.

- Hoy reconocí un libro en el vagón del metro, 'El pez dorado' de Le Clézio. Recién terminaba 'Palabras' de Andric. Impactada. Detrás de él iba el mismo chico del día anterior. Sonrío. Empiezo a orientarme en esta ciudad: a reconocer a los dueños de los perros y a los lectores de palabras anaeróbicas.

Hace frío. Hoy me levanté comiendo tierra pero luego me puse las tostadas con aceite y chocolate. El segundo café. Como todos los días, la gata-perro persigue en la pared los círculos de sol de la hoja de luz. Pongo habichuelas para el almuerzo. Me arranco con el ordenador en salto triple mortal y medio adelante. Con tirabuzón. Carpado. Tarareo a Nina Simone vestida de amarillo bravo. Levanto con los brazos esto que llaman reinventarse. Aporreo el piano imaginario. I’ve got my hair. Necesito tener sueños con cuentos y farolas.