viernes, 21 de febrero de 2014

La bala de adentro

Bartolo estaba así porque lo hirieron en la guerra. Tenía alojada una bala en la cabeza.

Yo no sé cómo era Bartolo antes de que la bala se le colase. Tampoco sé si fue así desde el principio, o fue poco a poco que la bala se le coló más y más adentro. Haciéndolo temblar sin parar, en la frontera entre los huesos y el cerebro. Entre lo vivo y lo muerto.

A Bartolo lo sentaban en una silla en el zaguán, detrás de la hoja cerrada de la puerta de la calle. Desde allí, veía pasar el tiempo de los otros.

Algunos niños le tenían miedo. Otros le gritaban mientras huían corriendo. Eran gritos de boca muy abierta, capaces de suspenderse en el aire para luego caer a plomo en la acera. Más plomo. Yo quería atraparlos, hacerlos desaparecer antes de que traspasasen el umbral de Bartolo. Pero no podía. Era solo otra niña.

Los adultos sí lo saludaban. Antes de seguir su camino de frases hechas. ¿Qué pasa, Bartolo? Ahí voy a ... Viéndolo quizás como yo no sabía verlo.

Yo salía de mi casa corriendo. Comprobaba que no viniese ningún coche y cruzaba la calle. Contenta si la puerta ya estaba entreabierta. Me asomaba un poco. Ya estoy aquí. Y me sentaba en el rebate, apoyada en el quicio. Con las manos en el regazo. Cogidas a sí mismas. Mirándolo. Ya estoy aquí. Silencio. Porque Bartolo no podía hablar.

Me sentaba en el rebate de la calle y pensábamos juntos. En nuestras cosas.

Me entretenía imaginándomelo antes de la guerra. Intentaba adivinar su edad. No era nada fácil: la bala lo había dejado también sin pelo. Menos en la barba que a veces pinchaba. Como alfileres de hombre.

Los ojos. La boca en un hilo. La ropa limpia.

Todos los días en el rebate me arriesgaba a operarlo y vivía cómo sería si se salvaba o si moría. Seguía con el dedo la bala y me paraba en cada una de las puertas.

Ya estoy aquí.

Me gustaba pensar que él también se alegraba de verme. Pero no lo sé. Si lo pienso hoy, me entran ganas de llorar. Yo era tan pequeña. Tan amarilla. Tan flaca. Quizás estaba cansado de mí y yo no me daba cuenta.

Bartolo tenía un bastón fiel.

A veces era yo quien lo esperaba. Hasta que lo traían despacio, muy despacio. Temblando de arriba abajo, de lado a lado. Arrastrando las zapatillas de casa que siempre le quedaban anchas. Salto al verlo. Me cuelo un poco en la casa. Busco el bastón. Sujeto la silla.

A Bartolo le daban siempre un pañuelo blanco, bien doblado y planchado. A veces se lo llevaba a la boca en un viaje infinito. Otras, se le caía al suelo. Entonces gemía. Y yo lo recogía rápida y volvía a dárselo. Cuando gemía por otras cosas que yo no conseguía entender, buscaba a su mujer. Bartolo, quiere algo.

Los ojos. La boca en un hilo. La ropa limpia.

Si hacía mucho frío no salía al zaguán y pasaba el día en la cocina. Entraba a verlo, pero no era lo mismo. Yo prefería nuestro espacio propio en el rebate. Me sentaba a su lado, a la mesa donde estaba la estufa. Le daban de comer. Yo me quedaba callada. Siguiendo cada una de las cucharadas lentas, de sus esfuerzos. Algunas veces me dejaban hacerlo a mí. Con una servilleta anudada al cuello para no mancharse. Mira, Bartolo, a mí también me tiembla la mano.

El día que tuvo fiebre y no estuvo ni detrás de la puerta ni en la cocina, me dijeron que podía pasar a la habitación a verlo. Desde la entrada lo vi tendido en una cama grande. Me impresionó la cama. Como la de los padres que andan y hablan. Pero él estaba tan quieto. No le dije nada. Inventé que estaba dormido.

Pero abuela, cómo es que no pueden sacarle la bala.

Y luego el frío ocupó todas las estaciones. Y se vació el detrás de la puerta. Y el rebate. Y la silla perdió sus patas y el bastón se olvidó de sí mismo. Y los pañuelos se gastaron. Y la bala y Bartolo se fueron cada vez más y más adentro. Más y más adentro. A un lugar del que mis dedos pequeños no podían ya traerlos.

Me emocionan tus ojos. Sentarme contigo. Rozarte la piel. Tocarte la barba rala el día que no te han afeitado. Cogerte el pañuelo. Espera, Bartolo, yo te limpio.

Bartolo murió muchos años después, la tarde del día de mi boda. Cuando volví a casa con mi vestido blanco, ya se había muerto. Me senté en una de las sillas del portal. Con las manos cogidas a sí mismas.  En un recuerdo que tú y yo solo sabíamos.

Y luego murió su mujer. Y ya no está la casa. Solo memoria.

Gracias, gracias, gracias, gracias.


viernes, 14 de febrero de 2014

El lugar más lejos del mundo

Cuando me metía en la cama de pequeña, solía taparme la cabeza con las sábanas, para esconderme y quedarme a oscuras. Nunca me ha dado miedo la oscuridad debajo de las sábanas, dentro de la caverna, a salvo de todo lo de fuera. Donde soy invisible. Si no puedo ver, no pueden verme.

De mayor descubrí que también puedo estar a salvo dentro de una bañera. Si me desnudo y me quedo muy quieta, me hago invulnerable, me desaparezco. Aunque sea invierno, no siento frío. Nadie puede hacerme daño.

Debajo de las sábanas, mi mente flotaba, ocupando cada espacio, cada pliegue. Intentando imaginar lo no conocido, lo que la mayoría de las veces era inabarcable: la existencia, la muerte, la dimensión del tiempo, el tamaño del mundo. A veces sentía mucho miedo y temblaba, tiritando los dientes.

Hoy, el sonido de mis dientes chocando entre sí, me orienta. Son un faro. Un aviso de que me acerco a la costa que soy. Un aviso de que me estaba perdiendo.

El cerebro es una madeja de hilo, un juego de la oca que no empieza ni acaba. Donde cualquier pequeño detalle te devuelve a la casilla de inicio. A la de puente a puente. A la de dado a dado.

A veces vuelvo a la cama de aluminio de colcha amarilla. Las incertidumbres de entonces siguen siendo las mismas de hoy. Escondidas debajo del estómago. Como si no hubiese crecido.

A veces vuelvo a las habitaciones de la cámara de dentro. A los escenarios y mundos que construía mi hermano y que yo creía y vivía ciertos. Mi propia Terabithia. Cerrar los ojos, cruzar el río y entrar en la fantasía. Mi hermano inventaba y yo cosía su imaginación a mi realidad. Sin saber que él no lo hacía.

‘Qué vienen los indios’. Corríamos a taparnos debajo de una sábana que se convertía en roca. Eran tiempos de películas del oeste. Los indios, con su pelo largo y sus plumas, eran los distintos, los malos que cortaban las cabelleras. Ser distinto era malo. Aunque yo siempre los prefería. Conteníamos el aliento. ‘Han desaparecido. No puede ser, estaban aquí ahora mismo’. Aunque su voz salía por mi hermano que también estaba escondido, los indios respiraban fuera de la cueva. En mi cabeza.

A veces vuelvo a la incertidumbre de no poder contener el mundo debajo de las sábanas.

‘Yo vivo en lo más cerca. Lo peor es vivir en lo más cerca’. Una de las fronteras del mundo estaba en mi pueblo. De esquina a esquina, era lo más cerca, el lugar donde todo era conocido. Mi tía vivía en Alemania y cuando venían de visita con coche y maletas, parecían ¡tan importantes! ‘Los que viven en Alemania, viven más lejos’. Vivir más lejos era lo mejor. ‘Lo más lejos del mundo es Filipinas’. Podía haber elegido cualquier otro país, pero no, era en Filipinas, con todas sus islas infinitas, donde se iba desapareciendo la otra frontera del mundo.

Hace unos días leí ‘El lugar más feliz del mundo’ del periodista David Jiménez. Un buen libro. Recoge algunos de sus reportajes en Asia. Con títulos hermosísimos y realidades terribles, dibuja a personas que viven en esa parte del mundo que para mí era y es lo más lejos.

He leído los capítulos en un orden distinto al del índice, terminando en lo que estaba casi al principio. Siguiendo otro camino que sin embargo llevaba casi al mismo sitio. Indonesia, tan cerca de mi Filipinas de cinco años. Capítulo V y último: ‘Y alrededor, la nada’. El autor lo termina diciendo que el suyo es ‘el único oficio por el que puedes ser felicitado con entusiasmo cuando ha consistido en contar la miseria, la crueldad o la pérdida’.

Buen final.

Silencio.

Tiro del hilo. El lugar más feliz del mundo y apenas consigo recordar más allá de la primera historia leída: ‘El último de Fukushima’. El hombre que no supo irse. Recupero mi incapacidad de abarcar el tamaño del mundo.

Tiro del hilo. Yo que soñaba con viajar a lo más lejos, con salvarme, tampoco sé irme. Solo alimento la primera historia. Mientras las otras se adentran en lo más lejos, conformando el archipiélago de las islas desconocidas.






jueves, 6 de febrero de 2014

El amante pasajero

En algún lugar de esta ciudad, hay una ventana de Almodóvar con vistas al viaducto, donde una vez una psicóloga del Samur salvó al suicida de hoy con el viejo truco del beso. Un beso, un beso, un beso.

Es la ventana de Los amantes pasajeros, abierta de par en par. Es una ventana en color. Inicio de cualquier historia. De entrar y salir a cualquier parte del mundo. De ir y volver. De elegir qué quiero ser. De reírme. De estirarme de aquí y de allá y convertirme en un cuadro de Picasso. Mujer con sombrero. Merienda en la hierba. De pintarme los labios.

Yo soy una chica Almodóvar incombustible: por los tacones encendidos y la lágrima que cae sobre el tomate mientras hago un gazpacho; por la lengua larga y la falda corta; por la boca muere el pez de deseo; por el Vamos, riégueme y no se corte. Riégueme'.

Yo soy una chica Almodóvar que no ha salido del armario, como dice mi amiga. Siempre vestida con muros de contención y prudencia, habitando los pueblos de casas yermas y sin ventanas. Limpiando suelos.

Pero soy una chica Almodóvar y eso es algo irreductible. Cualquier día me sale para fuera. Se me revientan los goznes de las puertas cerradas, de tanto estirados, y empiezo a respirar mejor en la ciudad de la calle melancolía y los ahora es demasiado tarde, princesa. Y rompo todos los espejos, espejitos mágicos.

Dijese lo que dijese la crítica, a mí la película me gustó muchísimo. Me lo pasé genial viéndola. Es un disparate brillante. A la intemperie. Insolente. Que muestra lo que somos aunque no nos guste. Con sabor a menta y azúcar. A piel. A piel. A piel.

‘Tú, lo que necesitas es un amante’, me dijeron mis amigas puestas en pie, alrededor del ruido de la batidora.’ ¿Yo? Que va …’ Y sonreí levantando todas las posibles armaduras al desenfreno y a las caídas. A cal y canto. ‘Tú, necesitas un amante’, me volvió a repetir uno de los antiguos compañeros de velas. ‘Vaya, eso me han dicho’. Mientras doy un paso atrás. Mientras conecto con el mensaje que recibí hace solo unos días de otro amigo antiguo: ‘Tengo hambre de ti’. Se me tambalearon todos los andamios de rodillas para abajo. ¿Hambre de mí? ¿Puede tener alguien hambre de mí? Y me surgió un cuerpo por debajo de la cabeza con un lunar en el cuello. Para mi amante, el amante pasajero.

Creo que si pudiera tatuarme la piel, me pintaría tallos con hojas creciendo. Desde las manos. Desde los pies.

Cuando subí al avión de las vacaciones, en la contraportada del periódico que siempre es lo primero que leo, un relato veraniego fresco me denunciaba así: ‘Necesitas un amante’. Lo arranqué de inmediato y lo escondí en un libro, y luego en el fondo de la maleta. Esto no puede ser. ¿Será posible? Temiendo que si alguien lo desdoblaba, pudiera materializarse en realidad. Te concedo tres deseos. Siempre me han dado pánico los genios de las lámparas maravillosas.

A la vuelta, tal cómo se estaba poniendo la cosa, para evitar tentaciones, he intentado no mirar ni siquiera al panadero que todas las mañanas carga las barras de pan enfrente de la casa. Con ese pelo, esa barba, ese cuerpo de estatua. Qué bien transporta las cajas, el panadero de todos los días. Y yo con estas pintas, tan temprano.

Una vez fumé un puro habano como si fuera lo único que había hecho durante toda mi vida. Lo hice por imitación de cine, pero también supongo, por vicio propio.

Escribo de estas cosas y me siento aturdida, emborrachada.

Entre todos los pasajeros del avión de la película, elegí al más canalla. Previsible. Al asesino moreno y con bigote y con acento. Al que más olía a encargo. A mí los acentos es que me gustan mucho.

Ayer cuando volvía a casa, el panadero que ya estaba entrando en la panadería, al intuir que alguien venía por la calle desierta de las mañanas temprano, volvió la cabeza y se paró a mirarme. Como si me esperase. A ver si es que él también me ve a mí todas las mañanas.

Esto es ya un no parar de comer chocolate.

En fin que ahí ando, con el amante que me hace falta y la ventana, rondándome la cabeza en círculos. Masticando. De la garganta al estómago, y del estómago a la garganta. En ascensor. Con los goznes de chica Almodóvar que no ha salido del armario, crujiendo. Lola. Con pendientes y zapatos rojos.