lunes, 29 de septiembre de 2014

La niña perro I

Desde que nació en una habitación de la casa que daba a la calle, con las ventanas abiertas de par en par debido al calor asfixiante de agosto y los dolores del parto callados, la Niña-Pedro, con el llanto de recién nacida mudo, como correspondía, supo que su mundo iba más allá del mundo de los vivos. Sin adentrarse en el silencio de quienes se han ido para siempre, su vida y sus sentidos incluirían el ir y venir de quiénes, aun estando muertos, siguen sin irse. Esperando. La capacidad de contar los días de los moribundos. La capacidad de ver por dentro, por debajo de las corazas. Atraída por una fuerza irremediable, la Niña-Pedro, medio niña, medio animal, medio perro, con sus vestidos de flores bordadas, buscaba las puertas pintadas en la pared. La piel. Los ojos. Apasionada. Un mundo abierto a lo callado pero en el que ella oía y se orientaba.

‘La mano, la mano’, le pedía a su madre con la suya extendida. A través de los barrotes de la cuna. Antes de dormirse o cada vez que despertaba en la noche. Fue lo primero que aprendió a decir. Dame tu mano. Cógeme de la mano. Intentando anclarse a la luz. Traerse de vuelta, no perderse en el mundo de los sueños y la espera.

Hoy se recuerda tendida, con los ojos muy abiertos. Buscando. Estirando el miedo hacia quienes sabe no estarán siempre para salvarla. Por eso ahora acumula cojines en el suelo. Donde duerme. Al lado de la cama. Para no caerse sin regreso al abismo.

Siempre escuchó que era rara. Y se acostumbró a serlo. Al silencio. A guardar imágenes, olores, sabores, colores en los cajones de su memoria. Dibujando con ellos a las personas. En dos dimensiones. La de fuera y la de dentro de su cabeza. Paralelas. Necesarias para respirar. Como abrir los ojos dentro del agua.

Mucho antes de leer la historia del coronel frente al pelotón de fusilamiento, la Niña-Pedro que se llama un olvidado Clara, quedó atrapada en la imagen de la nieve en el patio de su abuela paterna. A un lado la nieve, al otro ella. Luego llegaría llevarse a la boca la tierra de las macetas, morder la hierba y tocar los troncos. Para seguir viva. Como cerrar los ojos al viento.

Su abuela materna había llorado en el vientre de su madre. Por eso, aunque no tenía nieve, tenía sonrisa y manos. Y pies.

Esta niña es rara. No habla. Como un perro. Invisible.

Un día, cuando apenas tenía dos años, la encontraron entre los hombres y las familias que desenterraban cuerpos en el cementerio viejo. Dicen que se había perdido y que su madre le pegó por hacerlo, pero ella se recuerda estando donde quería estar. Subiendo los escalones de la entrada. A la gente hablando. Una falda de cuadros de mujer a ras de vista. Como un asidero. La tierra removida. Los zapatos. 

Esta niña es rara. Se esconde de la gente. No quiere saludar a nadie.

Mucho antes de leer la historia de Rebeca que miraba detrás de otra puerta y de rachear el cielo en el vuelo empicado de la milana bonita. Para gritar.


martes, 16 de septiembre de 2014

Los tejados de gato

En la plaza, una mujer llora sentada en la fuente. Con el agua mojándole los pies descalzos. Me hubiera gustado sentarme con ella. En silencio. Solo para que estuviéramos cerca la una de la otra. Celebrando un mundo donde con las manos se hacen vasijas con lo que pasa por dentro. De barro. Donde podemos abandonarnos al abrazo. Donde los adoquines no asfaltan la piel.

Necesito ponerme en agua con el esqueleto de madera nuevo. Para volver a hincharnos y ocuparnos. Para volvernos a nuestro tamaño. Como mi padre hacía con la azada del campo. De usarla. De no usarla.

Desde las ventanas de la casa, veo los tendederos de ropa y la escalera del edificio con todas sus historias de tiempo en los rellanos.

Desde mi cama, he lanzado una cuerda para unir nuestras ventanas. Vuelvo a no dormir. Las nubes pasan y pesan. La luna no se ríe. Duele.

Necesito cortar la cuerda de tripas. Para que en la casa vuelva a entrar el aire y podamos ver el color por encima de los tobillos. Por encima de donde se mueven los pies y habita Nana. Ay, la niña chica.

Tripas.

Hoy en la casa de enfrente he visto un gato. ¡Gato! ¡Gato! ¡Gato!, le he gritado. No sé por qué lo he hecho. Quizás porque no puedo dejar de asomarme a los tejados, imaginando que los salto hasta alcanzarte. ¡Gato! Gato! ¡Gato! Como una funambulista sin rabo, ni pelo, sin ojos redondos.

Vuelvo a estar cansada. Pero no puedo permitirme desaparecerme otra vez. Ahora que tengo el esqueleto de madera nuevo. Ahora que por fin puedo flotar en el mar y que me aventuro a gritar al aire como una mujer loba. Ahora que bailé al escuchar la música. ¡Gato! Gato! ¡Gato! Busco las frases que me apuntalan. Me repito lo que no quiero sentir que soy. Una ladrona de luz. De energía. Una cárcel. Una mala. Una fea. Una sobra.

Miro las nubes en el cielo. Desato las cuerdas invisibles y me meto bajo las sábanas. Escucho la ciudad a gritos mudos en los oídos. Cierro los ojos. No quiero volver a sentir el miedo. Tengo esqueleto para andar. Me crecieron las manos y los pies amputados. Me creció la voz. No quiero volver a sentir el miedo. ¡Gato! Gato! ¡Gato!

He puesto los cuadros y las piedras, las caracolas de mar. La playa de las tortugas. Los palos y las ramas secas en los floreros. Las velas y el árbol de los deseos. La llave de la vida. La niña que baila. La mujer que se toca el cuello. Ya anda el elefante de Saramago en su viaje y las niñas siguen asomándose a través del cristal de un coche.

He puesto el cojín-padre sobre la cama.

He puesto el mandala azul en la pared.

Limpié la casa y he puesto todo lo que soy.

Estamos nosotras: la hija y la madre.

No quiero volver a tener miedo de lo que soy.

¡Gato! Gato! ¡Gato!

Quiero quererte tanto.

Quiero sentarme en la fuente de la plaza. Y llorar y mojarme los pies si es de lo que tengo ganas. De pena o de risa. Con el esqueleto nuevo. Flamante. De madera de barco.