Desde que nació en una habitación de la casa que daba a la calle, con las ventanas abiertas de par en par debido
al calor asfixiante de agosto y los dolores del parto callados, la Niña-Pedro, con el llanto de recién nacida mudo, como correspondía, supo que su mundo iba
más allá del mundo de los vivos. Sin adentrarse en el silencio de quienes se
han ido para siempre, su vida y sus sentidos incluirían el ir y venir de quiénes,
aun estando muertos, siguen sin irse. Esperando. La capacidad de contar los
días de los moribundos. La capacidad de ver por dentro, por debajo de las
corazas. Atraída por una fuerza irremediable, la Niña-Pedro, medio niña, medio
animal, medio perro, con sus vestidos de flores bordadas, buscaba las puertas pintadas en la
pared. La piel. Los ojos. Apasionada. Un mundo abierto a lo callado pero en el
que ella oía y se orientaba.
‘La mano, la mano’, le pedía a su
madre con la suya extendida. A través de los barrotes de la cuna. Antes de
dormirse o cada vez que despertaba en la noche. Fue lo primero que aprendió a
decir. Dame tu mano. Cógeme de la mano. Intentando anclarse a la luz. Traerse de
vuelta, no perderse en el mundo de los sueños y la espera.
Hoy se recuerda tendida, con los
ojos muy abiertos. Buscando. Estirando el miedo hacia quienes sabe
no estarán siempre para salvarla. Por eso ahora acumula cojines en el suelo. Donde
duerme. Al lado de la cama. Para no caerse sin regreso al abismo.
Siempre escuchó que era rara. Y se
acostumbró a serlo. Al silencio. A guardar imágenes, olores, sabores, colores en
los cajones de su memoria. Dibujando con ellos a las personas. En dos
dimensiones. La de fuera y la de dentro de su cabeza. Paralelas. Necesarias para respirar. Como abrir los ojos dentro del agua.
Mucho antes de leer la historia
del coronel frente al pelotón de fusilamiento, la Niña-Pedro que se llama un olvidado Clara, quedó atrapada en la imagen de la nieve en el patio de su abuela paterna.
A un lado la nieve, al otro ella. Luego llegaría llevarse a la boca la tierra
de las macetas, morder la hierba y tocar los troncos. Para seguir viva. Como cerrar
los ojos al viento.
Su abuela materna había llorado
en el vientre de su madre. Por eso, aunque no tenía nieve, tenía sonrisa y manos. Y pies.
Esta niña es rara. No habla. Como
un perro. Invisible.
Un día, cuando apenas tenía dos
años, la encontraron entre los hombres y las familias que desenterraban cuerpos
en el cementerio viejo. Dicen que se había perdido y que su madre le pegó por
hacerlo, pero ella se recuerda estando donde quería estar. Subiendo los escalones de la entrada. A la gente
hablando. Una falda de cuadros de mujer a ras de vista. Como un asidero. La tierra removida. Los zapatos.
Esta niña es rara. Se esconde de
la gente. No quiere saludar a nadie.
Mucho antes de leer la historia de Rebeca que miraba
detrás de otra puerta y de rachear el cielo en el vuelo empicado de la milana
bonita. Para gritar.