jueves, 20 de noviembre de 2014

La pajarera de flores

María salió una mañana temprano. Con su sombrero de hongo y su pañuelo al cuello, se subió al tren que debía llevarla hasta El Dorado. Lo siento, su deseo aún no está listo. Vuelva usted en dos meses.

María deshizo el camino y en su vuelta, sin quitarse el sombrero, tomó la decisión de no esperar más. Metió en una maleta una muda fina y una blusa limpia. En los pañuelos de seda, enrolló la foto de la amargura de Estambul y las piedras de playa. Las cenizas de su perra que siempre iban con ella, como parte de su sombra, y una pequeña estatuilla incomprensible de Giordano Bruno en una plaza de Roma. Todo para no perderse en los sueños.

Antes de salir miró el cielo a través del techo y pensó si acaso ella no había caminado siempre sobre cristales rotos. Como un faquir. Llamando a puertas.

Y las dejó todas atrás.

Se encaminó hacia el puerto, siguiendo las calles de Ricardo Reis en Lisboa. Se sentó por un momento sobre los periódicos usados de un banco, mirando al río y a los barcos. Saludó al fantasma de Pessoa puesto al sol.

Cuando subió al barco, ya era una mujer desnuda con bombín.

Desembarcó en otro mundo y después de buscar su sitio en pueblos de cal, siguió el rastro de la selva hasta encontrar una pequeña ciudad con casas de colores y calles empinadas. Se instaló en una amarilla de puerta azul y una gran terraza llena de geranios, desde la que se podían abrazar los árboles de la calle. Al final del patio encontró una habitación llena de jaulas vacías para hacer pescaditos dorados. José Arcadio que estaba a la sombra del castaño, le dijo que Aureliano Buendía aún no había regresado de sus guerras. Puso un cartel en la puerta y como Dolores se sentó en la terraza dispuesta a esperarlo, repartiendo entre sus vecinos cuentos y sexo por compasión. Pasaron los días y las noches y al atardecer, las colas fueron creciendo. Todas las noches excepto cuando la luna era solo un hilo decreciente, que María guardaba para Florentino Ariza y para sí misma. Con uno de los pañuelos de seda al cuello. Tocando las cuerdas de un violonchelo invisible.

Por la mañanas María limpia las jaulas y va al mercado de las frutas donde habla con los tenderos. Por la tarde vaga por el campo, durmiendo bajo los árboles. Escuchando a los pájaros que le regalan olas de viento. Nunca se acerca al mar, pero todos los días, antes de que amanezca, en un barreño de zinc lleno de agua fría, se frota el cuerpo con sal.

Le preguntó a José Arcadio: aún no llega. Y pensó en que las jaulas también necesitaban aire. Se colocó una jaula con una maceta sobre el sombrero y se hizo pajarera de plantas. Para cuando el pelo le llegó a la cintura, todas las mujeres de la ciudad la imitaban y lucían hermosos tocados. Hechos de cualquier material. Con lo que sobraba o con lo que faltaba. Como crestas: candelabros dorados, llaves antiguas, saltos de agua, bodegones de fruta, altares de santos e incluso de penes negros.

Aún no llega. Y el patio se fue llenando de gatos y de tinajas llenas de agua de lluvia. En los arriates crecieron otros cristales rotos. Para pisarlos en aquella casa sin zapatos.

A veces en los barcos llegaban las cajas con encargos de libros. Los sacos de sal. Sin cartas para el coronel mientras José Arcadio se orinaba en los pantalones y repetía su aún no llega.

Y María con su sombrero de hongo y su jaula con flor en la cabeza, se dibuja pájaros y árboles verdes en el cuerpo. Mientras regala historias.

No las escribe para no mirarse al espejo.

Otra luna y aún no llega.