miércoles, 31 de diciembre de 2014

Ilona llega con la lluvia

Ilona estaba en mitad de la plaza. Con su gabardina y su sombrero. Sus medias de cristal y sus tacones bajos. Como el personaje de una obra de teatro. Haciendo charcos de agua en las baldosas. Debajo de un paraguas rojo. Así le había dicho que la encontraría. Podría haber esperado debajo de los soportales pero prefería la certeza de la lluvia que llegaba verde desde el monte y el bramido del viento que se escapaba del mar de al lado. A la vuelta de la esquina. Llevándose la memoria. Aunque no lloviesen peces.

Si hubiera sido verano, lo hubiera esperado descalza. Pero también habría llovido.

Llevaba una maleta pequeña. Un equipaje ligero. Sin cámara de fotos. Como siempre. A Ilona le gusta mirar con los ojos.

A ratos se pregunta cómo será eso de viajar con un desconocido. Ser a su vez desconocida. Luego lo aparta y no lo piensa. Y los nombres quedan sueltos, suspendidos como aves.

Para que pueda reconocerlo, él llevará también una bufanda roja al cuello. Y una cámara. Como siempre. Es fotógrafo y le gusta mirar a través de los espejos.

Ella le había escrito que estaba segura de que si lo acompañaba se enamoraría de él. Él le había contestado que también estaba seguro de que así sería. Ilona rió. Fuera de todo manual.

Habían quedado en la plaza. Él la recogería. Primero irían a visitar la playa que Ilona imaginaba desierta, sin poesía ni plumas caídas. Se sentarían en la arena, mojarían las manos en el agua. Se dibujarían el rostro con lentitud. Como quien lava los pies a otro. Para salvarse de sí mismos. Luego irían a visitar las tumbas de los inmigrantes anónimos del cementerio: inmigrante de Marruecos, inmigrante de Costa de Márfil,… Sin vida y sin nombre. Dos entierros. Siempre la sal de los sueños.

Pasarían la noche en un hostal modesto. Antes de cruzar el Estrecho. Ella esperaría leyendo hasta que él se durmiera. Se metería silenciosa en la cama e invocaría al fantasma de las noches previas a las partidas. El que duerme los días en los barcos amarrados a los puertos.

Al otro lado les esperará Tánger y los lugares malditos de Chukri. Sus calles, sus zapatos, su tumba y el color azul que no sé lo que significa para ti. La harira. La otra plaza. Él fotografiará todo. Los rostros. Ella buscará las puertas para dibujarlas. Cada uno su propio mapa de emociones. ¿De qué color?

Pasarán cuatro noches juntos.

La primera, después de cruzar el Estrecho, Ilona esperará leyendo hasta que él se duerma. Se colará entre las sábanas e invocará al fantasma de las noches de las llegadas. El que duerme los días a las puertas del desierto.

Amanece. Les espera el desayuno en el patio. Fuera la ciudad se despereza. Por primera vez se miran a los ojos. Se sonríen. Él sigue llevando su pañuelo rojo. Ella se ha pintado apenas los labios.

Afuera el bullicio, las otras esquinas, las tiendas abiertas. Él sigue fotografiando sombras. Ella sigue buscando nidos de cigüeñas.

La tercera noche están cansados. El cielo se ha nublado y no deja ver las estrellas ni los barcos. Ella no esperará despierta. Se acuesta al tiempo. Vuelve a llover. Esta noche no llegarán los fantasmas.

Amanece. Ilona ríe mientras toma el té. Los ojos llenos de mariposas. Los nombres anudados al pelo. Su paraguas rojo apoyado en el quicio más cercano del escenario. Afuera los pasos. Las ventanas angostas. Coge un trozo de pan solo y se lo lleva a la boca. Le gusta. A secas.



lunes, 1 de diciembre de 2014

La Nieve del Almirante

La Nieve del Almirante es el nombre de una fonda de mal designio al final de un camino. La mía. Donde un viento constante de afuera agita el cartel con el nombre pelado. En una ruta de eriales y cabras. Como una isla de Ítaca sin mar. Huraña.

Sin frío. Aquí los párpados están secos.

Paso una y otra vez el paño por la madera de la barra. Me desabrocho un botón de la blusa. Siento que mi cuerpo se me sale por un rato otra vez. A correr el cárabo de Azarías. Me sube un calor vertical. Irrespirable. Se me agarra a la tráquea, al esternón, a los huesos de la cara y los oídos. Una selva sin pájaros. Sin hamacas. Sin barco. Desnuda. Solo un calor espeso que escapa de las masas de árboles y agua, de la tierra en la que los muertos, cuando los hay, ahoyan sus propias tumbas. Como desaparecidos.

Sin frío. Sin mosquitos.

Barro el piso. Aquí los muertos cuando mueren tienen piedras.

Paso la fregona por las baldosas. Arrastro mis enjundias.

Otra vez. Me paso la mano por el cuello y me detengo en la necesidad de Maqroll el Gaviero, que es la mía, de sentir otro cuerpo de piel. Trago saliva. Más que un deseo de placer en sí mismo, es un hambre de piel contra piel. Para engañar a esta desolación enraizada en la casa y que no se va. Ay, Eréndira, siempre tan puta.

Sin frío. Abro la ventana. Me siento al rayo de sol a tomar un café de olla. Y luego otro.

Sorbo los posos de las mujeres-espera. Recorro el corredor de las begonias donde Amaranta cose. Los ojos de Rebeca pintados en la puerta. Los nudos de los delantales puestos, amarrados a la cintura.

Sin frío. Vuelvo a limpiar el polvo. Con un dolor arrastrado más grande que yo. Puntada a puntada. En el pecho. En el vientre de hembra.

Seco y coloco los vasos fregados en las estanterías, los cubiertos añejos. Me miro en el espejo apulgarado. Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja. Estoy más vieja.

Son muchos los que me dicen que despache la venta o que eche la llave en la puerta y me vaya de aquí. Muchos de los pocos que paran al final de la curva. Que me olvide de este tiempo. Que empiece en otro sitio. Que cambie mi destino.

Sin frío, pienso en la soberbia del hombre que se cree capaz de cambiar el orden del mundo. Que se cree inmortal. ¿Cambiar mi destino? ¿Y si un día vuelves? Como si uno pudiera desprenderse de la carga con la que nace. De las aristas. De la soledad apelmazada, hecha pastel en la cocina. Todas las mañanas. Como si yo no hubiera nacido de una mujer-espera, ya un poco muerta. Todos los días. Como si fuera posible.

Sin frío. Me siento en el porche de la casa. En la mecedora de la abuela. Ahora no hay clientes. Solo un camionero pasó la noche y salió muy temprano. El Almirante se está quedando sin letras. Queda la Nieve. Tal como me contaste que siempre ocurre a la vuelta de uno de tus viajes. Encima del monte Fuji de los cuadros y los versos. Donde yo no he estado.

¿Cómo es Japón? Sorprende lo estrecho que es desde el cielo.


                                                              (Foto: Noel S. Oszvalz)