miércoles, 31 de agosto de 2016

Apuntes de un viaje


Un día.

Esquina. Café. Ventana. Pasa la gente, los coches, el tranvía.

Suena música. Voz. ‘Es una cover’, dice la hija refiriéndose a la canción. Ella no sabe qué es una ‘cover’.

El cristal crea un escenario palpable del mundo. Ajeno. Música. Necesita un café.

Llega el café. La espuma forma una hoja. Todo el tiempo ha pensado en lo mismo pero no quiere plasmarlo. Para que no pese. Para que no exista más en su garganta. Para no sentir que acosa.

Ventana. Calle. Ruido. Lejano. Los edificios cercanos al cementerio judío nuevo estaban llenos de agujeros de metralla. Armas de liberación. Disparos. Fachadas. Ventanas. Crecen las orquídeas. Las cortinas son de encaje blanco. Visillos detenidos en el tiempo. Enmarcados.

La vida enmarcada. Escenarios. Se enfría el café. Música.

‘La ventana parece un marco’, dice la hija.

Música. Solo piensa en desnudarse. El café se enfría. Bailar desnuda. Invocar las manos. Como si esculpiesen la piel. Cuello. Música.

La cucharilla del café tiene forma de pala del corazón. Deshace la espuma. 'Todo lo que tengo lo llevo conmigo'. La hija canturrea la música. El marco. La piel. Las manos. El cuello. El cerebro insistente.

Mira hacia la ventana. El paraíso en la otra esquina. El paraíso en un abrazo. En la cama de un domingo temprano. Descuenta los pasos. Sonríe. Música. Ritmo. Calor. Deseo.

El café está agrio. Le cuesta poner azúcar blanco. Los granos de azúcar blanco como disparos. Cierra los ojos. La hija dormita apoyada en el bolso sobre la mesa.

Mira hacia la ventana. Aire de ciudad plastificado.

Su vida gira alrededor del pulso marcado por el hueco del vientre. La pala del corazón. Incansable. Rendida. Mecánica. Dispuesta. Exhausta.

La pala del corazón escarbando palabras. El agujero. Los ojos para adentro. El hueco conecta con los ojos de dentro.

Se toma el café.


Otro día

Sentada en los escalones de una plaza. Su hija lee al lado. Los dedos de los pies fríos. En sandalias. Escribe en azul sin nada que contar. El paso de la gente. La imposibilidad de ser extranjera. El extranjero de Camus. Una chica rubia tira una colilla al suelo limpio. En el suelo regado se han formado charcos.

Le lloran los huesos de la cara. Le tiemblan los pómulos. Hace tiempo que no llora de ojos. La imposibilidad de llorar por fuera en uno mismo.

Le asalta de nuevo Tombuctú. La presión en el pecho que le provocan sus idas y venidas por la autopista. El estallido sordo de una paloma atropellada por el coche que no frenó. Demasiadas palomas.

Repasa las paredes estucadas en marrón oscuro, las velas encendidas. La mesa. La silla. Alguien escribió un ‘esperando a Godot’.

Con frecuencia no consigue respirar. Se asfixia. Piensa si quizá termine muriéndose de una enfermedad pulmonar comandada por su cerebro.

Perro come perro. La gente pasa. No pasa nada. Todo alrededor resulta agresivo.

Siente de nuevo la presión en el esternón. Ese fiel amigo. Piensa en el miedo y no lo encuentra. Su miedo es minúsculo en un mundo de miedos y sufrimientos grandes que viajan en barcos.

Sus nalgas empiezan a enfriarse en la piedra.

Quizá este viaje sirvió para eso. Para medir el tamaño de su miedo.

Llama a Tombuctú que se acerca. Lo amarra. ‘Deja de jugar a ser un perro sin sitio’.

Piensa si acaso no sería mejor dedicarse un rato a llorar con ojos y luego a reírse de buena gana. Su agua conoce los surcos.

Pasa el flautista de Hamelin. Música. Pasa y ella no se va detrás. Es alta. El pelo largo. Otra vez crecido.