domingo, 18 de septiembre de 2016

Historia de una escalera

Hoy volví a desayunar a la cafetería de los ojos, donde me siento a disfrutar de lo conocido, de lo cotidiano. La ventana del fondo abierta a la plaza. Saludos de buen día y preguntas de cómo están. Café con leche desnatada templada y tostada de pan de cereales. Con dos de aceite. Al tiempo que con dos dedos remarco lo importante que son para mí esos dos de aceite. Dos. Mis manos hablan. A veces tienen más voz que yo. Otras no. Mis yemas de los dedos escuchan. Mis ojos escuchan. Cuando no inventan.

La mesa redonda al lado del banco corrido sujeto a la pared está libre. Le paso la mano por encima. Como si estuviera viva. Acaso me reconoce como yo a ella. Estoy de vuelta. Siento la presencia de los ojos de Rebeca pintados en la pared del edificio semiderruido de la plaza. Su compañía. El sonido de su falda larga en la oscuridad del umbral. Entra su mirada por la ventana. Pero nunca se sienta. Sonrío a Rebeca. Por si acaso ella también me ve.

En la mesa de la izquierda, hay un chico en blanco y negro con un cuaderno de notas abierto. Las notas están ahí sin más cometido que las de estar. No suben, no bajan. Solo están. ¿Desde cuándo? Él no levanta la cabeza del móvil.

Enfrente hay un chico con un flequillo cuasi imposible. Lleva puesta una camiseta muy blanca. Parece de cartón. También mira el móvil.

A la derecha hay otro chico con dos perros. Uno está por dentro casi a mis pies y ha movido algo parecido a un rabo cuando me he sentado. El otro está fuera. Uno dentro, otro fuera. Son bulldogs británicos. Extraño triángulo. Creo que tomó café y tostadas. Ahora mira también el móvil y no sé si existe.

Rebeca bosteza su soledad.

Han entrado dos chicas. Una lleva un vestido realmente feo pero que a mí me gusta. Por la rodilla, con mangas como abullonadas. Cortado a la cintura pero sin ceñirse. El pelo muy corto. Rebeca se pone a su altura e imagina su delgadez dentro del vestido negro y con flores lilas. Su pelo mal recogido. Se toca el cuello. Creo te quedaría bien. Me gusta. ¿Te has fijado en sus zapatos? Pero a mí me gustan. Con calcetines también lilas. Todo está previsto en su dejadez, Rebeca. Me gustan las mujeres que se visten de hombre. Como si fueran atemporales. Suelen resultarme femeninas. Y si yo pudiera vestirme también así. Sería más visible. Ven, siéntate, un rato conmigo. Nadie se llevará tu trozo de pared, la casa desvencijada. A veces es preciso cambiar el sitio desde el que se mira quién entra y quién sale. Pero Rebeca ya no me oye. Ha vuelto a traspasar el cristal.

Me gusta el pan con aceite.

Entra una señora de unos sesenta años. Es hermosa y viste con cuidado su desenfado cromático. Me gustan sus sandalias. Es actriz. Saluda, me mira y me invita a reconocerla. Pero solo sé qué es actriz. No me esfuerzo en buscarla, da igual. Ella solo busca ser visible y yo la miro. Se sienta en la mesa de enfrente que ha dejado el joven de la camiseta blanca que ya se fue. Sé que eres actriz.

También se va el hombre de los dos perros. Coge en brazos al que está por fuera para colarlo dentro. Parece pesado. Supongo que antes debió hacer un esfuerzo igual para subirlo. Qué lío. Qué raro. Como no puede ser de otra manera se enredan los tres y la mujer actriz que los mira por si acaso ellos pueden reconocerla, sigue sin nombre.

Uno de los perros es macho. Porque tiene testículos. El otro es una hembra. Si hay parentesco entre ellos me niego a imaginármelo. Los dejo ir. Salen.

Sorbo el último café y apuro la espuma con la cucharilla. Es la parte más azucarada y la que más me gusta. Cierro los ojos. Me gusta sentarme aquí. Reconocerme, encontrarme en lo cotidiano. Dejar de ser acaso una espectadora de mí.

Recojo el plato y la taza. Limpio la mesa en un ritual. Sonrío. Como si anduviese descalza. Paso la mano por encima. Los ojos de Rebeca vivos en la pared. Ella detrás. La falda larga. Me toco el cuello.

Hasta otro día. Gracias.