Me cuesta encontrar un título para mis entradas de blog. Pasen
y lean. Todos los titulares suelen ser engañosos. Y las puertas también.
Alguna vez he utilizado el título de un libro que justo he
leído. Así me es más fácil empezar. Quizá así alguien quiera saber qué hay
detrás. Necesito un gran título, me digo. Una palabra llave. Un ábrete sésamo.
En el patio de atrás tengo un montón de títulos apilados que parecen
zapatos viejos y desparejados. Inservibles en apariencia. Pero yo sé que no lo
son. Solo necesito un poco de paciencia. Dejar atrás la urgencia, el miedo a no
ser capaz.
Encontrar la belleza. Cada zapato es una escultura completa de sus pasos. Un mapa
a dos caras.
Me gusta meter los pies en los zapatos grandes e intentar
andarlos. Me devuelve a lo posible. Me sigo los pies en círculos arrastrados hasta que aparece un espejo en el que puedo
levantar la vista y mirarme de frente. Te miro a ti que me miras sonreír. Pasen
y vean. Transito ferias antiguas donde nos sentamos sobre alpacas de paja y queda
espacio para todo el asombro de Melquiades.
Probarme zapatos grandes me hace feliz.
Me obsesionan
los zapatos. Que estén limpios. Que no estén rotos.
Todas las tardes cuando mi padre viene de trabajar, le llevo
a la salida del baño la ropa limpia. La pongo en una silla. Luego me siento en
el rebate del patio e intento limpiarle los zapatos. Pero siempre tardo
demasiado en sacarles brillo. Aunque me empeñe y me empeñe no tengo magia ni en
la cara ni en las manos y mi madre me riñe porque nunca les saco el suficiente.
Todas las tardes. Estos zapatos no tienen brillo. No sé hacer nada bien. Date prisa.
¿Le has puesto el vaso de leche a tu padre? Si no me doy más prisa mi padre se
irá sin tomárselo y mi madre volverá a reñirme. En una carrera. Sin avituallamiento.
Me gustan los zapatos limpios. Cuando al cabo de los años exhumaron el cuerpo de
Allende, tenía los zapatos llenos de polvo. Como si le hubieran cortado las manos.
Yo me acuerdo de esas cosas. Una obsesión como cualquier otra. De niña no sabía limpiar
bien los zapatos y por mi culpa a mi padre se le escapaba la luz en las
tabernas. Sin brillo. Y después se le escapaba a mi madre. Y luego a nosotros,
pero sobre todo a mí, que no sabía hacer casi nada y que iba a ser toda la vida
una tonta.
R tiene una caja de lata con betunes, cepillos y trapos. Los trapos los puse yo. Como quien tiene un tesoro.
Demasiado calor. Los títulos. Amontonados. Como si fueran arena.
También he pensado utilizar el título de alguna película o
el de un cuadro. Luna en Brasil que vi hoy. Habitación en Nueva York. Pero entonces
tendría que hacer poesía.
Hace mucho calor de tarde en el piso. La lavadora se ha
parado. Estuvo a punto de despegar hace un rato. Mientras yo andaba enredada. Centrífuga. Centrípeta.
Los títulos. Si no sabes la letra, tararea, es el título de
un libro que ni siquiera he leído. Será por libros y justo me quedo enganchada a este. Tararea. Tararea. Tararea. Tararea.
Hablamos de ese libro, que casi salió ahora, en la pasada
sesión del club de lectura. ¿Puedo cantar? No. ¿Y tararear? Bueno, venga, … le
dijo el ogro al burro en la película infantil. Vuelvo a mirarme desde el espejo
sonriendo. El conejo blanco con chistera corriendo. El tic-tac del verano.
Mi madre odiaba que yo tarareara. Y también me reñía por eso.
Hoy le he preguntado por teléfono por qué era que no le
gustaba que tararease. Traspasar. A lo mejor te parece una tontería, pero había pensado
escribir utilizando el título de un libro que habla de tararear y me gustaría
saberlo. No lo sé, me ha dicho. No lo recuerdo. Solo sé que te decía: si sabes
la letra, canta; si no te la sabes, cállate y deja de hacer ruido. Supongo me ponías
nerviosa. Hacías un ruido muy corto. De no llegar a ninguna parte, he pensado. No lo sé. Yo
prefería que cantaras, aunque cantaras mal. Pero yo canto bien, he vuelto a pensar. Porque, ¿tú te sabías las letras? Sí,
si me las sabía, le he dicho. Y nos hemos quedado cada una en lo suyo.
Dicen que a mi madre le gustaba mucho cantar cuando era
joven, usar pantalones y llevar el pelo corto. Recuerdo solo una vez de muy
chica que la oí cantar mientras lavaba la ropa en la pila. Porque mi madre no cantaba.
Ni yo tampoco. Ni tararear. Porque a mi madre no le gustaba que yo tarareara y siempre
me reñía si lo hacía. Y yo tarareaba porque no me atrevía a cantar y se me
olvidaba que a ella no le gustaba porque no sabía hacer nada bien. Aunque me supiese la letra.
Mi padre a veces cantaba en la ducha cuando venía de
trabajar del campo. Antes de ponerse la ropa y los zapatos limpios que
habíamos dejado en la silla de la salida de la cocina, a la puerta del baño. Antes de beberse la
leche e irse a la taberna, que luego se llamaba bar.
Dice Nuria Varela en su libro Cansadas (Ediciones B, 2017) que hemos sido hormigas, que ya es hora de que nos toque ser cigarras. Quizá era eso lo que a su manera quería decirme mi madre: canta pero no tararees.
Porque yo me sabía la letra. Todas las letras. Como todos los cuentos.
Porque yo me sabía la letra. Todas las letras. Como todos los cuentos.
Los títulos.