sábado, 28 de diciembre de 2019

Rosalía


Se llamaba Rosalía aunque nunca la escuché cantar. Eso sí, le gustaba la música, que seguía al compás con su pie derecho metido en su zapato de niña eterna y una sonrisa incontenible de muñequita de cuerda, que le hacía temblar todo el cuerpo. Cuando la ocasión lo permitía, hacía palmas. A la altura del corazón con los dedos muy abiertos. Sin terminar de aprenderlas. Como si la Melliza, como todos la conocíamos y la llamábamos, anduviese en su cerebro repartida de una manera un poquito más visible que el resto de nosotros. Sin esconderse ni protegerse.

Se llamaba Rosalía y siempre te buscaba con la mirada generosa y te dejaba entrar muy, muy adentro en sus ojos. Para que la siguieras y la acompañaras a una casa ordenada y limpia. Nerviosa, contenta, andaba por delante, dando pequeños saltitos ilusionados. Como cuando le compraron el dormitorio nuevo. Su casa. A la casa arriba de la mía. La entrada con su mesa y sus sillas, arrimadas a la pared encalada, dejaban en mitad un espacio donde en mi memoria de niña, nunca supimos quererla lo suficiente. Eran tiempos en los que aún no habíamos aprendido a decir que nos queríamos. Con ventanas pequeñas abiertas a la luz.

No necesito cerrar los ojos para tocarle el pelo corto recogido con lañas detrás de sus orejas. Como se peinaba mi abuela. Su falda. Su camisa y su rebeca. Sus medias y sus zapatos de hebilla. No necesito cerrar los ojos para llegar hasta el patio que ya no existe en la que ella era más grande y lavaba y yo más pequeña. Abrir el grifo que había justo a la izquierda conforme entrabas. Llenar el cubo de zinc de agua. Oírla caer. Mojarnos las manos hasta los codos. Como solo podíamos hacer en su casa sin que nadie nos riñera. Coger el jabón verde. Nuestros dedos como peces.

No necesito cerrar los ojos para verla sentada en una silla de mi casa. Con sus pies pequeños apoyados en el garrotillo más bajo de la silla. Antes o después de almorzar. Para pasar la mañana o la tarde. En la mesa con la enagüillas en invierno. Con mi abuela Dolores. Escuchando callada, como yo, todas las conversaciones.

Se llamaba Rosalía aunque cuando le preguntábamos como se llamaba, nos decía Rosa: Rosa López Ortega. De nuevo sonriendo con los ojos que abrían su puerta. Cuando le preguntaba por su familia, siempre acudía primero al hermano que más tiempo quiso, su mellizo, que había muerto cuando era joven. De su padre, que le dejó su casa para asegurarse que alguien la cuidara al menos a cambio de su pago, hablaba con devoción. En silencio, con la mirada muy atrás y triste. Intentando quién sabe si tocar el tiempo de antes. Como un río en su memoria. Otro grifo, otra agua. Añorando un espacio donde estoy segura se sentía protegida. Su padre. De su madre no hablaba en mi memoria. Desconozco el posible dolor que se callaba o que yo borré.

Sus tres hermanos la tenían por meses para comer y dormir. Como muchas personas mayores que entonces eran solo viejos y mudaban de hijos. Cambiaba todos los días uno, que venían precedidos de entusiasmo o mohín según un destino impuesto, inamovible e implacable que mandaba en una vida de ella pero que no la tenía en cuenta. Yo lo sentía terriblemente injusto. En mi mente de niña, cómo podían hacerle eso si eran su familia. Por pura lealtad, todavía hoy recuerdo la casa que ella siempre prefería y la que menos le gustaba.

Se llamaba Rosalía y hubo un tiempo en que fuimos muy amigas aunque ella hubiera nacido mucho antes que yo y tuviese años de mujer y yo fuera solo esa niña. Aun así hablaba las palabras a cuartos o a medias. Aunque a mí me valía, sé que a ella le dolía no hablar como los otros adultos que a veces, solo para no hacer el esfuerzo de escucharla, le decían no entenderla. Anticipaba lo que yo aún no sabía: que crecería y me iría como antes se habían ido otros, mientras ella solo envejecería un poquito más.

No estuve cuando se murió. Me gustaría pensar que en algún lugar de su cerebro consiguió guardarme como yo la guardo, aunque lo más probable es que si alguna vez se acordó de mí, sintiese que era solo otra persona más que la había abandonado.

Se llamaba Rosalía y aunque yo era chica, me enseñó que no a todas las personas se las puede querer de la misma manera, que hay personas a las que hay que respetar y querer siempre un poco más. Me enseñó que las palabras duelen. Lo que decimos y cómo lo decimos. Me enseñó que crecer significa empezar a ver las diferencias en las personas, mudarnos a unos ojos más ciegos, a un corazón peor. Como cuando le decían que la llamaban para que se fuera porque no sabía irse. Como cuando ya no podía venir tanto a mi casa porque mi hermana pequeña, que siempre estaba con ella, tenía que aprender a hablar mejor. Como cuando una moto la atropelló al cruzar la calle y la dejó toda magullada y ningún vecino dijo haber visto el accidente.

Eran otros tiempos y la calle Nueva de mi pueblo, como otras muchas de otros pueblos, aún no sabía ni de los abrazos ni de cinemas paradisos. Ni yo tampoco.

Eran otros tiempos pero a mí aún me avergüenza no haberla sabido querer mejor.

Hoy en mi casa está su mesa que heredamos. Aunque pasa el año arrimada a otra pared, la ponemos en el centro del comedor en la Nochebuena para caber todos. La sacamos al huerto el día de Navidad, para comer al sol. El bombo de la Melliza en el centro de lo que somos. Un regalo de la vida. Con todas nuestras carencias y nuestros querer aprender a mirarnos y vernos más. En la calle Nueva.

No necesito cerrar los ojos para darle la mano y entrar pa’dentro por el jilo de la casa. Para que se siente otra vez en una de las sillas de mi casa. Mi abuela Dolores también viva.

Se llamaba Rosalía y aunque nunca la escuché cantar, le gustaba palmear y bailar la música. Con sus pies de mujer encerrados en zapatos de hebilla de niña.

Se llamaba Rosalía y era mi amiga y yo la quería y la sigo queriendo. Ojalá allá dónde esté pueda perdonarme la ausencia.

La Melliza, tan hermosa.

lunes, 9 de diciembre de 2019

El paseo


El espacio de adentro y el espacio de afuera.

Supongo que el espacio de adentro a veces no nos cabe y duele tanto que se vomita. Como una sombra, no se puede desprender y se lleva puesto de vestido largo. Por delante y por detrás. Enredando el pelo. Apretando el cuello.

Cuando el espacio de adentro está afuera me falta el aire para respirar y me hago cada vez más pequeña. Tanto que tengo que salirme entera y habitarme enfrente. Me llevo la mano al pecho y me tiro hacia fuera de la piel. Para romperla.

Cuando el espacio de adentro está afuera, salgo a andar mucho. Aunque las piernas y los pies me pesen como si fueran de piedra dura.

Mi espacio de adentro es gris. Como el aire contaminado de esta ciudad. A plomo.

Pienso que tengo fijación por la quietud de las estatuas de los tejados. Como Bartlebies alzados.

Hoy he hecho el recorrido de siempre. Nada más enfilar la calle abajo he leído un mensaje. Si algo existe de alma, también ésta se me ha caído a los pies. Por lo que faltaba. Ahora que lo escribo, me pregunto que tendrá eso que ver con que mis calcetines se hayan empeñado durante toda la tarde en escaparse una y otra vez de mis talones. Para enrollarse y quedarse sin remedio en la planta de los pies. Haciéndome daño. Aquí sentada mientras tecleo se mantiene intacta su presencia incómoda en el pie derecho. Como una soga. No hay poesía plausible en un calcetín enrollado en el pie que se te clava. Ni aunque el cielo atardezca en rosa en la ventana.

Así con el alma en los zapatos y el espacio de adentro por fuera, he vuelto a acordarme de aquel amigo mío. A veces uno deja atrás a un amigo como quien se corta un brazo y no pasa nada. Como si no doliera. Como si nunca hubiera existido una mano izquierda. A-brazos.

Una muleta. Unas alas postizas en un boca a boca urgente. Un dolor que duele un poco menos.

En el puente del viaducto han colgado una guirnalda de luces de Navidad. Una silueta de ángel se suspende en el aire sobre el establo donde está el Niño. Paso por debajo y pienso como siempre en sus suicidas. Sonrío el desatino o el atino del ángel, que nunca se sabe.

Cruzo las calles esperando que los semáforos se pongan en verde. Qué pena es a veces no creer en un dios.

En el parque todo sigue igual. Las personas pasean a los perros olvidándose de ellos mientras miran el móvil. Los perros ladran a la pelota devuelta a sus pies. Los padres pasean a los niños bien abrigados, olvidándose de ellos mientras miran el móvil. Los niños agitan sus manitas delante de sus ojos por si acaso los vieran. Las aves anticapitalistas se bañan en el hilo del río. Agua con sed de agua. Entre las cañas. Tan tiesas. Casi lanzas.

Cruzo el puente con todas mis necesidades colgando. Siempre que empiezo a llegar, se despliega una nueva arena.

El mendigo del mercado una vez fue un hombre libre, pero en el desierto, el Sol le quemó los ojos. Adivina por el sonido el valor de las monedas que caen en el platillo. En el palacio, Sherezade no quiere seguir contando historias para seguir viviendo.

Doy la vuelta al lago y enfilo la vuelta.

Una joven con el pelo corto camina sobre una cuerda elástica agarrada a dos árboles. Entre los pasos ensaya algunas piruetas. Un joven con rastas le da la mano izquierda ayudándole en el equilibrio. En la otra lleva un pájaro. Como en El paseo de Chagall, sonríen.

La pirueta es un libro de Halfón. A mí no se me olvida su apellido porque si le cambio la f es un halcón. Pienso que para ser equilibrista el pelo corto es imprescindible. Este pelo mío largo, sobra. Pasa al contrario que con la cola de los gatos.

El otro día en la playa un gato gris que tomaba el sol no tenía cola. Sentí vértigo en el estómago al imaginarlo saltar entre ventanas. Como cuando a Mr. Vértigo le faltó un dedo y dejó de levitar y volar.

Siempre he querido ser trapecista. Mrs. Vértigo. Con pelo corto. Para no caerme.

Subo la cuesta. Me pesan las piernas. Traspaso otra vez el puente. Después de mirar hacia los cristales para la disuasión. El ángel aún no se iluminó.

En el banco donde antes de instalarnos en Madrid, intentaba adivinar los ruidos que se nos colarían en la casa, como una medida de las probabilidades de felicidad futura, me miro las manos y me pienso los trozos, lo que va quedando. Las tripas como un colador. Otra soga.

Las tripas solo están en el espacio de adentro. Aunque se vacíe por fuera.

Ya en la casa como pipas. Me tranquiliza lo que se repite. Me meto los dedos. La ropa está tendida.

Aquí todo me resulta más difícil. Hasta amar.

El espacio de afuera en el que me hago más grande, se ha quedado en la otra casa. Allí tengo un balcón y un espejo largo. Un patio con macetas y una amiga. 

Con ella cerca siempre es más fácil, todo parece casi posible. Desprenderme de mis necesidades. Vestirme violeta. Sin exilios.



lunes, 28 de octubre de 2019

Mientras dure la guerra


Cierro los ojos y vuelvo atrás en el tiempo.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Sístole, sístole, diástole, diástole. El corazón desacompasado. Sin recurso poético.

En la cámara mientras hacía la cama de mi madre jugaba a ser otra frente al espejo que había encima de su cómoda. Cogía una de las sábana y me la ponía por el cuerpo, ya de una manera, ya de otra. Me deleitaba observando una transformación y un tiempo que solo se reflejaba en mi cerebro. Date prisa, date prisa. ¿Cuándo vas a terminar? Mi madre cerraba a golpe de grito cualquier puerta.

Por la noche, no entendía el mundo. No entendía por qué nosotros vivíamos en lo más cerca donde nada era posible, donde no podíamos tener tamaño. Me tapaba la cabeza hasta casi no poder respirar y temblaba intentando entender esto de vivir y de morir, para qué era que mi madre me había nacido.

Garbancito, ¿dónde estás? Diminuta, en una pesadilla recurrente, caía desde el borde de arriba al agua del cubo de la fregona. Era mi mundo más amplio. El miedo y las ganas de hacer pis me despertaban. Otras veces lo hacía mi madre que toda la vida tuvo un ogro tragado, dedicado a asfixiar los sueños incluso antes de que se formasen.

Alicia, Alicia, sin duda es ya muy tarde.

En la escuela participaba en todo lo participable para desesperación de mi madre que siempre tenía preparada una lista enorme con las cosas que yo tenía que hacer. Qué poco le pareces a tu hermano, que no se apunta a nada. Para mi hermano, mi madre no tenía una lista. Ponle el vaso de leche a tu hermano. Ni gritos por perra ni por pájaros en la cabeza.

Siempre me han gustado los animales.

Leía a escondidas todo lo que encontraba, fuese o no apropiado para mi edad, levantando las historias en escenarios imaginados en los que yo tenía siempre un papel. Ponía el despertador muy temprano para estudiar y escribir en la cama, antes de que fuera la hora de las cosas que tenía que hacer antes de ir a la escuela. Era el tiempo que le dedicaba a escribir la poesía y el teatro que luego recitaríamos o representaríamos en clase. El teatro estaba lleno de diálogos, algo maravilloso que consistía en hablar de frente o entre personas. Qué poco le pareces a tu hermano, que no necesita levantarse temprano para estudiar. Para mi madre mi hermano era el más listo de los dos.

Sístole, sístole, diástole, diástole. El corazón desacompasado.

Una vez quise apuntarme a clases de guitarra, pero mi madre dijo que no podíamos permitírnoslo y no hubo manera de convencerla de lo contrario. Qué poco le pareces a tu hermano. Me gustaba, me gusta tanto la música. Un cuadro que se pinta en el aire. 

Frente al espejo de encima de la cómoda de mi madre podía ser una directora de orquesta. Date prisa, date prisa. ¿Cuándo vas a terminar? Hasta que descubrí lo que realmente más me gustaba. No quedarme en los brazos sino bailar con todo el cuerpo, teatralizando por completo cada una de las notas. Con la cara y el cuerpo pintados. Con vestidos casi de aire. Un cuadro en blanco y en movimiento. Eso era lo que más me gustaba. Pero el reflejo del espejo en la habitación de mi madre se empeñaba en no mostrarme mi fuerza.

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? La más guapa nunca era yo, así que un día dejé de mirarme en el espejo mientras hacía las camas para bailar solo por detrás de los ojos. Aun así mi madre seguía gritando siempre que me diese prisa. Esta niña no sirve para nada.

Libros. Teatro. Cine. Música. Danza. Escondidos.

Que va, no creas, soy más fea de lo que parezco. 

Con listas interminables de lo que hay que hacer.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Estudié una ingeniería, que era lo apropiado porque servía para algo, de manera que aquí sigo, casi sin haberme movido de mi sitio asignado: temblando sin entender para qué vivo, leyendo todo lo que puedo y siempre que puedo en una continua lucha por descubrir, como si tuviese un hambre y sed insaciables, como si me jugase la vida en cada libro; levantando espejismos en los que yo soy la directora de cada obra; bailando músicas dentro de cuerpos que nunca son el mío; visitando museos; condenada a comparaciones forzadas en las que siempre pierdo. La belleza siempre cayendo hacia el otro lado. Qué poco le pareces a tu hermano. Queriendo encontrar confianza para sacarme los órganos de dentro. Para limpiarlos y que no se me pudran. Tenderlos al sol. Para poder crear algo. Como una necesidad imperiosa de respirar. Respirar y amar.

Tú siempre te equivocas. Sin tiempo.

Hace unos días vi una obra de teatro hermosa, Lo nunca visto. Las actrices en su interpretación conseguían crecerla y crecerla, dejando las frases sostenidas en lo oscuro de la sala. 

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? Garbancito, ¿dónde estás? 

Cuando la obra terminó y todos aplaudieron y salieron de la sala con sus felicitaciones, con un corazón desacompasado en una doble diástole, yo me quedé otra vez quieta y atrapada frente al espejo de la cómoda.

¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡No se puede!, decían las actrices formando círculos.

Sí se puede cambiar la realidad. No se puede cambiar la realidad. Qué poco le pareces a tu hermano.

Yo quería escribir novelas y tocar la música. Quería ser directora de orquesta. Pintarme las manos y hacer cuadros, la cara y hacer teatro. Danzar con un cuerpo portentoso.

¿Os ha gustado? Esto es lo que hacemos.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Yo quería. Sin tiempo. Alicia, Alicia, sin duda es ya muy tarde. De mis bolsillos se escapan todas las listas de lo que hay que hacer. Nunca llegarás a nada en la vida. Todo está oscuro. Me he perdido. Soy la más fea.

Aunque yo lo grite, en la cámara vieja ya no duerme nadie. ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! Me duele el corazón. Sin poesía.

Cuando yo era pequeña pensaba que todos teníamos la misma capacidad de sentir el dolor y la emoción, aunque yo saltase y me cayese más que mi hermano. ¡Sí se puede! ¡No se puede! Las listas, todas por el suelo. Sin un beso. Con todos los gritos. Esta niña no sirve para nada.

Eso no es amor.

Ayer fui al cine y vi Mientras dure la guerra. En la fila 2, de lado y con la rebeca por encima como parapeto para evitar las embestidas de la pantalla. Sola en la sala para el último crédito. Salí emocionada. Me pareció excepcional. Amenábar siempre me cura. Sobrevolar el mar, matarme antes de que me maten, darme las claves para perdonarme. Necesito tanto perdonarme.

¡Sí se puede! ¡No se puede! Vas a llegar tarde. ¿Qué es lo que hay que hacer ahora?

Perdonarme por ser yo. Qué poco le pareces a tu hermano. Por no haber sido más valiente para vivir la vida que me había soñado. Sin gritos. Con los besos. Con los dedos gastados y todos los versos. 

Hasta ahora.

Perdonarme y quererme un poco más. Cuidarme. Qué no me duela tanto el corazón.

Sístole, sístole, diástole. Acompasado.


lunes, 14 de octubre de 2019

Apuntes de una sala de espera


Leer En la orilla no ha sido un buen preámbulo para esta sala de espera. Los cuerpos hinchados y flotando en el marjal. Como grandes medusas llenas de tierra.

El marjal es un laberinto en el que el tiempo no es ninguna dimensión. No pasa. Los hombres perseguidos y matados como alimañas. Los rostros ahogados. Sin presente.

Marjal. Alimañas. El hombre es una bestia. Los cañones de los revólveres, las escopetas de caza. Estos muertos incómodos.

Marjal. Matar. Caza.

Sí, leer este libro ahora. Por aquello de lo inexorable. Abiertos. Sin aire. 

En el marjal se oyen los trinos de los pájaros y los saltos de los sapos al entrar en el agua. Algunos sapos deberían escribirse con z. Porque son enormes cuando se tragan.

En el cartel, ‘silencio, por favor’.

Empezar Zoco chico apoyada en el quicio de un vagón de metro, con un perro moribundo al que no dejan de dar patadas, no ha sido tampoco una buena idea. Los hilos en la boca. El charco de sangre con forma de cabeza.

Otra z.

En la pintura que compartimos ayer antes de despedirnos, un Guernica de inmigrantes se hunde en una patera mientras, en el horizonte, un barco de vacaciones pasa. El mar es azul pero no me acuerdo de buscar la flor.

Salgo del hospital. Me agarro fuerte al borde. Invento una tierra al fondo. Salto al vacío de la noche.

En el marjal hay una tierra con un mar adentro.


En el marjal el agua es verde. Es la misma red, pero con menos gritos.

En el marjal hay hoy un muerto solo, vuelto hacia sí mismo, pero en algún momento, como ahora en el mar, el muerto de este enredado de cañas, también fue colectivo.

El ruido seco de las cañas.

Escribo ovillada en la silla de plástico del fondo de la sala. Vadeando el vértigo de perdernos. En un cortejo de solos. Con tiempo.

En el cartel, ‘silencio, por favor’.


No había flor.


"Guernica 2015", versión europea. Por Javcho Savov

domingo, 13 de octubre de 2019

Nada crece a la luz de la luna





Es fácil olvidar que la luna no tiene luz propia. Que la suya no es más que un reflejo de la del sol.

También es fácil olvidar, que al contrario, no podemos ser a través de los demás, sino de nosotros mismos.

He tomado la fotografía del libro de Nendreaas en otra ventana. Con el separalibros que elegí antes de empezarlo superpuesto. Entonces no me di cuenta de que otra mujer de espaldas también miraba. Desde dentro. La luz tan fuerte del sol hace que parezca de noche en la calle de afuera. 

Es lo que tienen los días. Unos amanecen y otros no.

Pienso en los baños de atardecer en mi mar. De sol en tonos rojos hacia el oeste. De luna, en azul, si te giras para buscar el este. La arena, las olas. Otra línea invisible pero tangible, dentro de una misma.

Hace tiempo me regalaron un cuaderno en blanco. Pensé en escribir todos los títulos de los libros que a partir de entonces fuera leyendo. Pero nunca lo hice. 

Una vez para mi cumpleaños, me regalaron una larga tira de papel que bajaba las escaleras hasta la hamaca del patio, donde a temporadas me curo de la locura. Con los comienzos de muchos de los libros que me gustan. Muchos años después, frente al pelotón defusilamiento, …’  Aún hoy a veces la recorro. Con el dolor de quien imagina tocar las letras de nombres amputados. Con la incertidumbre de quien en el mar, se da la vuelta, esperando que al otro lado no haya desaparecido el mundo y sigan volando los pájaros sobre las olas.

Es fácil olvidar que delante de una casa cerrada que no es la tuya, no es posible crecer árboles. Si acaso cuerdas que se enredan en el estómago, en el corazón, en el cuello. Que te asfixian. Nada nuevo. Las mujeres siempre tuvimos todos nuestros órganos y todas nuestras partes, aunque mirásemos de espaldas. 

Delante de una casa cerrada, con las ventanas iluminadas o no, con llave o sin ella, lo más que se puede crecer es la nieve en los pies.

El libro de Nendreaas es la falta de esperanza. Es la aguja que se te clava y te aborta a ti misma una y otra vez. Es el no encontrar la manera de dar con un aire que poder respirar. Un sumidero que te traga y que te tragas. Siempre en la oscuridad. Muriéndote. Aunque sea de día.

Cuando era niña y la luna no era más que un pequeño cacho, tenía forma de tajada de melón. Pero eso era solo porque en mi pueblo se cultivan melones. Parece absurdo. Nadie piensa en un trozo de melón cuando mira a la luna.

El otro día la luna era un hilo. Solo un hilo. Lo peor de los hilos es cuando los descubres. Enterarte de que estaban ahí sin que lo supieras.

Delante de una casa cerrada, solo puedes enredarte y asfixiarte con los hilos. O cortarte en trozos.

A veces me he imaginado como sería estar además de deshecha, borracha. Muy borracha. Solo consigo intuirme vomitando sin límites y muy vieja. Con la boca muy abierta. Probé a prostituirme. Entonces solo era nada, ni bueno ni malo. Luego fue enorme y aún pesa mucho.

Después de terminar el libro y de tomar la foto, no la que se ve, sino otra mental, en la que salgo yo en esta otra ventana, me he sentado en el sofá. Mirando hacia ella. Me he tocado las piernas, deslizando las manos hacia los pies, volviéndolas hasta las rodillas. Esta parte de mí que anda. Me he sentido como la mujer en el ‘Sol de la mañana’ de Hopper, y por primera vez, he encontrado el verdadero sentido de sus cuadros en mí. Como un imán.

No era la desolación. No es la desolación. De meterme sola en el mar. De ser yo. Era la determinación. Es la determinación. Es mi determinación. 

Me acaricio desde los tobillos a las rodillas, desde las rodillas a los tobillos. Los dedos de los pies. Esa parte de mí que anda. Es la determinación permanente de mirar hacia fuera y tomar la decisión de seguir. No soy la mujer paralizada, la que se niega, la que se clava agujas. Soy la mujer que agarra los pomos y abre las puertas de salir. La que deja atrás las puertas cerradas de no entrar. Aunque me duela el paso.

En el libro de Nendreaas se puede, así, si lo escarbas un poco, respirar. Plantar flores.

Me pinto el cuerpo. Bajo la escalera.La niebla cubría la tierra’.

Dicen que nada crece a la luz de la luna. Ni falta que hace.

domingo, 28 de julio de 2019

Un espacio llamado Limbo


Paso a través de la puerta del Limbo, esa parte del Infierno de Dante que los vivos pisamos todos los días. Me miro los pies y pienso si acaso los charcos profundos no serán su antesala. Nos recibe un barman con camisa de arlequín. Es un fabuloso acróbata con sonrisa de Cheshire y un único pendiente. Dos Alhambras especiales, por favor. Tras la puerta de entrada que se cierra, dejamos atrás el calor que escapa del asfalto de la ciudad.

Las puertas de adentro están abiertas de par en par. Seguimos el dibujo de las losas en el suelo hacia el patio. Si sigo un poco más, sé que podría volver a Roma.

Hemos llegado pronto. Están dispuestos el escenario y las mesas, encendidas las velas, pero aún no despertaron a la noche los virtuosos.

El Limbo es una casa andaluza con patio. O un patio andaluz con casa. Debajo del toldo descorrido, se ve un cacho del cielo del Paraíso. Alrededor, hay arriates con plantas y platos de cerámica semienterrados. Provenientes de nuestras ruinas. Un gato negro duerme atento en un cuadro de la pared. Atento a un perro de cal blanco que no deja de correr la casa. Me acerco y le toco el pelo casi erizado. Es tan hermoso. Siento su pulso. Sin tambores.

Doy un sorbo a la cerveza mientras extasiada por la belleza de los prados, me pierdo en las emociones del tiempo. Me enredo en los recuerdos y navego por la música que nos llega a los tobillos. Como el agua. Suena 'Step' de Vampire Weekend. Siento la verdadera embriaguez y me deslizo en un vestido de seda. Bailo como si fuese los ojos de Rebeca pintados en una fachada de piedra en una plaza. Se abren los libros y pasan sus hojas manos invisibles. Tendemos 2666 versos en las cuerdas que cuelgan del techo de nuestro mundo.

A mi vestido le ha nacido un árbol y a mi pelo rizos. Invoco a los otros ojos que una vez me quisieron y me vieron hermosa. Invoco a sus manos y a los sabios antiguos. A las estatuas de sal. Invoco a mis pies descalzos. A las mariposas que escapan de las escafandras. A los minotauros que derriban los muros de los laberintos en septiembre.

En coma. Sin conseguir entender. Sin encontrar la salida.

Invoco a la poesía de Lorca en Nueva York, al muro de Bartleby y a la piel arponada de Moby Dick. A un funambulista llamado Varsovia capaz de atravesar las líneas enemigas. Invoco a las ventanas que se abren al mar en mis sueños. Invoco al amigo que sigue sentado frente a mí. Qué se enfada conmigo. ¿Tú quieres seguir siendo testigo de cómo se mata poco a poco todos los días? ¿Es eso lo que quieres?

No, no es lo que quiero. Trago. Transparente. Incapaz de ocultar nada en este espacio cuadrado. Me revuelvo buscando el antídoto. Amaranta, cosiendo y descosiendo su mortaja. Porque no sé si seré capaz de sostenerme firme.

El uso de la razón ordena la jerarquía de las penas. Entre los traidores a nadie se le ocurrió incluir a los que se traicionan a sí mismos. Sin sitio en las Malasbolsas.

I feel it in my bones. I feel it in my bones.

En coma. Subida a un tren subterráneo llamada Moebius.

I feel it in my bones. I feel it in my bones.

Invoco al aire que hará desaparecer las esquinas en las que silenciosas y cubiertas de polvo se quedan las arpas.

El viernes estrené el vestido. Seguro que estabas guapísima.

Cómo duele vivir.

Gracias. Me gustó muchísimo el espacio, la música. 

Alicia había visto un gato sin sonrisa pero nunca una sonrisa sin gato.

Salimos. Vuelvo a traspasar la puerta de ese bar con escenario, velas, mesas en el patio, paredes encaladas y losas antiguas, llamado Limbo. Al que entramos para escapar del calor subsahariano de esta ciudad nuestra que ya es más tuya que mía. Donde decidimos quedarnos hablando, apuntalando a la verticalidad nuestra propia realidad. En el fondo esa peli del cine de verano que íbamos a ver no era tan buena.

Donde habita Averroes. Esa parte del Infierno de Dante que está más cerca de la luz.





sábado, 6 de abril de 2019

No puedes tocarme


‘No puedes tocarme’.

Perfopoesía. Afropea. Aprender. Aprehender. El hibisco que era púrpura. Los libros.

‘No puedes tocarme’.

Está nublado y la colcha roja del sofá está tendida. Tendida. Recogida. Vuelta a tender. Me invento un desafío con la lluvia. Hubo un tiempo que me gustaba correrla. La carretera. Como quien corre el cárabo. Sudo. Miro las gotas que resbalan mis brazos. Las recorro. Alabama Monroe. Tatuajes.

‘No puedes tocarme’.

A veces la lluvia me sorprende en la playa. Llueve sobre el mar. Sigo leyendo bajo la sombrilla. Con la cara apoyada en la toalla y la toalla excavada en la arena. Trinchera. A ras de horizonte. Agua sobre agua. Archivo una fotografía mental. Monocolor. Detrás de los ojos.

‘No puedes tocarme’.

Me ayudas a recorrer el camino que lleva de la oscuridad hacia la luz. Me ayudas a desnudarme. Para volver a vestirme. Me enseñas que se puede encender y apagar la noche. Con el mismo interruptor con el que se puede encender y apagar una lámpara. Encender las estrellas, las ranas y los grillos. Para no tener miedo.

‘No puedes tocarme’.

En el vientre se me ha alojado un poliedro intramural. Un cubo casi perfecto. En la frontera de dentro. Con excepción de a la hija, hasta ahora solo había crecido cosas por fuera y de pájaro. Las plumas en la espalda para convertirme en otra, la máscara en la cara para mirar desde atrás. Me pregunto cómo será que se vuele con un poliedro enredado. Como un segundo cerebro. Chillida Leku. Desenredar el viento.

‘No puedes tocarme’.

Lo toco desde todos sus lados. Sube y baja las escaleras. Gritando. Reconozco sus urgencias pero no quiero escucharlo.

‘No puedes tocarme’.

Hace tiempo que no sueño con la niña no nacida. Que no pinto puertas en el laberinto. Que no quiero andar los pasos ni aprender las lenguas. Que me escondo.

‘No puedes tocarme’.

Me asomo al acantilado. Me ha crecido un grito cuadrado en el vientre al que le amputo una y otra vez la voz. De un tajo. Como si fuera un brazo que cae al suelo y escondo. Ni una gota. Ni un grano de sal. Sin memoria.

Pido una mano. La mano, la mano, la mano. ‘No puedo tocarme’.

La colcha tendida. Las nubes. El poliedro enroscado en el eco de la poesía. Al rescate. Su mano. Sin saberlo. El vuelo torpe. Simulacro. Mujer. De viento o humo. Encender y cruzar el día. Escuchar la música. Llorando y riendo.


"Yves Bonnefoy: Une Hélène de vent ou de fumée II"
Grabado al Aguafuerte
Eduardo Chillida