lunes, 28 de octubre de 2019

Mientras dure la guerra


Cierro los ojos y vuelvo atrás en el tiempo.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Sístole, sístole, diástole, diástole. El corazón desacompasado. Sin recurso poético.

En la cámara mientras hacía la cama de mi madre jugaba a ser otra frente al espejo que había encima de su cómoda. Cogía una de las sábana y me la ponía por el cuerpo, ya de una manera, ya de otra. Me deleitaba observando una transformación y un tiempo que solo se reflejaba en mi cerebro. Date prisa, date prisa. ¿Cuándo vas a terminar? Mi madre cerraba a golpe de grito cualquier puerta.

Por la noche, no entendía el mundo. No entendía por qué nosotros vivíamos en lo más cerca donde nada era posible, donde no podíamos tener tamaño. Me tapaba la cabeza hasta casi no poder respirar y temblaba intentando entender esto de vivir y de morir, para qué era que mi madre me había nacido.

Garbancito, ¿dónde estás? Diminuta, en una pesadilla recurrente, caía desde el borde de arriba al agua del cubo de la fregona. Era mi mundo más amplio. El miedo y las ganas de hacer pis me despertaban. Otras veces lo hacía mi madre que toda la vida tuvo un ogro tragado, dedicado a asfixiar los sueños incluso antes de que se formasen.

Alicia, Alicia, sin duda es ya muy tarde.

En la escuela participaba en todo lo participable para desesperación de mi madre que siempre tenía preparada una lista enorme con las cosas que yo tenía que hacer. Qué poco le pareces a tu hermano, que no se apunta a nada. Para mi hermano, mi madre no tenía una lista. Ponle el vaso de leche a tu hermano. Ni gritos por perra ni por pájaros en la cabeza.

Siempre me han gustado los animales.

Leía a escondidas todo lo que encontraba, fuese o no apropiado para mi edad, levantando las historias en escenarios imaginados en los que yo tenía siempre un papel. Ponía el despertador muy temprano para estudiar y escribir en la cama, antes de que fuera la hora de las cosas que tenía que hacer antes de ir a la escuela. Era el tiempo que le dedicaba a escribir la poesía y el teatro que luego recitaríamos o representaríamos en clase. El teatro estaba lleno de diálogos, algo maravilloso que consistía en hablar de frente o entre personas. Qué poco le pareces a tu hermano, que no necesita levantarse temprano para estudiar. Para mi madre mi hermano era el más listo de los dos.

Sístole, sístole, diástole, diástole. El corazón desacompasado.

Una vez quise apuntarme a clases de guitarra, pero mi madre dijo que no podíamos permitírnoslo y no hubo manera de convencerla de lo contrario. Qué poco le pareces a tu hermano. Me gustaba, me gusta tanto la música. Un cuadro que se pinta en el aire. 

Frente al espejo de encima de la cómoda de mi madre podía ser una directora de orquesta. Date prisa, date prisa. ¿Cuándo vas a terminar? Hasta que descubrí lo que realmente más me gustaba. No quedarme en los brazos sino bailar con todo el cuerpo, teatralizando por completo cada una de las notas. Con la cara y el cuerpo pintados. Con vestidos casi de aire. Un cuadro en blanco y en movimiento. Eso era lo que más me gustaba. Pero el reflejo del espejo en la habitación de mi madre se empeñaba en no mostrarme mi fuerza.

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? La más guapa nunca era yo, así que un día dejé de mirarme en el espejo mientras hacía las camas para bailar solo por detrás de los ojos. Aun así mi madre seguía gritando siempre que me diese prisa. Esta niña no sirve para nada.

Libros. Teatro. Cine. Música. Danza. Escondidos.

Que va, no creas, soy más fea de lo que parezco. 

Con listas interminables de lo que hay que hacer.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Estudié una ingeniería, que era lo apropiado porque servía para algo, de manera que aquí sigo, casi sin haberme movido de mi sitio asignado: temblando sin entender para qué vivo, leyendo todo lo que puedo y siempre que puedo en una continua lucha por descubrir, como si tuviese un hambre y sed insaciables, como si me jugase la vida en cada libro; levantando espejismos en los que yo soy la directora de cada obra; bailando músicas dentro de cuerpos que nunca son el mío; visitando museos; condenada a comparaciones forzadas en las que siempre pierdo. La belleza siempre cayendo hacia el otro lado. Qué poco le pareces a tu hermano. Queriendo encontrar confianza para sacarme los órganos de dentro. Para limpiarlos y que no se me pudran. Tenderlos al sol. Para poder crear algo. Como una necesidad imperiosa de respirar. Respirar y amar.

Tú siempre te equivocas. Sin tiempo.

Hace unos días vi una obra de teatro hermosa, Lo nunca visto. Las actrices en su interpretación conseguían crecerla y crecerla, dejando las frases sostenidas en lo oscuro de la sala. 

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? Garbancito, ¿dónde estás? 

Cuando la obra terminó y todos aplaudieron y salieron de la sala con sus felicitaciones, con un corazón desacompasado en una doble diástole, yo me quedé otra vez quieta y atrapada frente al espejo de la cómoda.

¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡No se puede!, decían las actrices formando círculos.

Sí se puede cambiar la realidad. No se puede cambiar la realidad. Qué poco le pareces a tu hermano.

Yo quería escribir novelas y tocar la música. Quería ser directora de orquesta. Pintarme las manos y hacer cuadros, la cara y hacer teatro. Danzar con un cuerpo portentoso.

¿Os ha gustado? Esto es lo que hacemos.

¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!

Yo quería. Sin tiempo. Alicia, Alicia, sin duda es ya muy tarde. De mis bolsillos se escapan todas las listas de lo que hay que hacer. Nunca llegarás a nada en la vida. Todo está oscuro. Me he perdido. Soy la más fea.

Aunque yo lo grite, en la cámara vieja ya no duerme nadie. ¡Sí se puede! ¡No se puede! ¡Sí se puede! ¡No se puede! Me duele el corazón. Sin poesía.

Cuando yo era pequeña pensaba que todos teníamos la misma capacidad de sentir el dolor y la emoción, aunque yo saltase y me cayese más que mi hermano. ¡Sí se puede! ¡No se puede! Las listas, todas por el suelo. Sin un beso. Con todos los gritos. Esta niña no sirve para nada.

Eso no es amor.

Ayer fui al cine y vi Mientras dure la guerra. En la fila 2, de lado y con la rebeca por encima como parapeto para evitar las embestidas de la pantalla. Sola en la sala para el último crédito. Salí emocionada. Me pareció excepcional. Amenábar siempre me cura. Sobrevolar el mar, matarme antes de que me maten, darme las claves para perdonarme. Necesito tanto perdonarme.

¡Sí se puede! ¡No se puede! Vas a llegar tarde. ¿Qué es lo que hay que hacer ahora?

Perdonarme por ser yo. Qué poco le pareces a tu hermano. Por no haber sido más valiente para vivir la vida que me había soñado. Sin gritos. Con los besos. Con los dedos gastados y todos los versos. 

Hasta ahora.

Perdonarme y quererme un poco más. Cuidarme. Qué no me duela tanto el corazón.

Sístole, sístole, diástole. Acompasado.


lunes, 14 de octubre de 2019

Apuntes de una sala de espera


Leer En la orilla no ha sido un buen preámbulo para esta sala de espera. Los cuerpos hinchados y flotando en el marjal. Como grandes medusas llenas de tierra.

El marjal es un laberinto en el que el tiempo no es ninguna dimensión. No pasa. Los hombres perseguidos y matados como alimañas. Los rostros ahogados. Sin presente.

Marjal. Alimañas. El hombre es una bestia. Los cañones de los revólveres, las escopetas de caza. Estos muertos incómodos.

Marjal. Matar. Caza.

Sí, leer este libro ahora. Por aquello de lo inexorable. Abiertos. Sin aire. 

En el marjal se oyen los trinos de los pájaros y los saltos de los sapos al entrar en el agua. Algunos sapos deberían escribirse con z. Porque son enormes cuando se tragan.

En el cartel, ‘silencio, por favor’.

Empezar Zoco chico apoyada en el quicio de un vagón de metro, con un perro moribundo al que no dejan de dar patadas, no ha sido tampoco una buena idea. Los hilos en la boca. El charco de sangre con forma de cabeza.

Otra z.

En la pintura que compartimos ayer antes de despedirnos, un Guernica de inmigrantes se hunde en una patera mientras, en el horizonte, un barco de vacaciones pasa. El mar es azul pero no me acuerdo de buscar la flor.

Salgo del hospital. Me agarro fuerte al borde. Invento una tierra al fondo. Salto al vacío de la noche.

En el marjal hay una tierra con un mar adentro.


En el marjal el agua es verde. Es la misma red, pero con menos gritos.

En el marjal hay hoy un muerto solo, vuelto hacia sí mismo, pero en algún momento, como ahora en el mar, el muerto de este enredado de cañas, también fue colectivo.

El ruido seco de las cañas.

Escribo ovillada en la silla de plástico del fondo de la sala. Vadeando el vértigo de perdernos. En un cortejo de solos. Con tiempo.

En el cartel, ‘silencio, por favor’.


No había flor.


"Guernica 2015", versión europea. Por Javcho Savov

domingo, 13 de octubre de 2019

Nada crece a la luz de la luna





Es fácil olvidar que la luna no tiene luz propia. Que la suya no es más que un reflejo de la del sol.

También es fácil olvidar, que al contrario, no podemos ser a través de los demás, sino de nosotros mismos.

He tomado la fotografía del libro de Nendreaas en otra ventana. Con el separalibros que elegí antes de empezarlo superpuesto. Entonces no me di cuenta de que otra mujer de espaldas también miraba. Desde dentro. La luz tan fuerte del sol hace que parezca de noche en la calle de afuera. 

Es lo que tienen los días. Unos amanecen y otros no.

Pienso en los baños de atardecer en mi mar. De sol en tonos rojos hacia el oeste. De luna, en azul, si te giras para buscar el este. La arena, las olas. Otra línea invisible pero tangible, dentro de una misma.

Hace tiempo me regalaron un cuaderno en blanco. Pensé en escribir todos los títulos de los libros que a partir de entonces fuera leyendo. Pero nunca lo hice. 

Una vez para mi cumpleaños, me regalaron una larga tira de papel que bajaba las escaleras hasta la hamaca del patio, donde a temporadas me curo de la locura. Con los comienzos de muchos de los libros que me gustan. Muchos años después, frente al pelotón defusilamiento, …’  Aún hoy a veces la recorro. Con el dolor de quien imagina tocar las letras de nombres amputados. Con la incertidumbre de quien en el mar, se da la vuelta, esperando que al otro lado no haya desaparecido el mundo y sigan volando los pájaros sobre las olas.

Es fácil olvidar que delante de una casa cerrada que no es la tuya, no es posible crecer árboles. Si acaso cuerdas que se enredan en el estómago, en el corazón, en el cuello. Que te asfixian. Nada nuevo. Las mujeres siempre tuvimos todos nuestros órganos y todas nuestras partes, aunque mirásemos de espaldas. 

Delante de una casa cerrada, con las ventanas iluminadas o no, con llave o sin ella, lo más que se puede crecer es la nieve en los pies.

El libro de Nendreaas es la falta de esperanza. Es la aguja que se te clava y te aborta a ti misma una y otra vez. Es el no encontrar la manera de dar con un aire que poder respirar. Un sumidero que te traga y que te tragas. Siempre en la oscuridad. Muriéndote. Aunque sea de día.

Cuando era niña y la luna no era más que un pequeño cacho, tenía forma de tajada de melón. Pero eso era solo porque en mi pueblo se cultivan melones. Parece absurdo. Nadie piensa en un trozo de melón cuando mira a la luna.

El otro día la luna era un hilo. Solo un hilo. Lo peor de los hilos es cuando los descubres. Enterarte de que estaban ahí sin que lo supieras.

Delante de una casa cerrada, solo puedes enredarte y asfixiarte con los hilos. O cortarte en trozos.

A veces me he imaginado como sería estar además de deshecha, borracha. Muy borracha. Solo consigo intuirme vomitando sin límites y muy vieja. Con la boca muy abierta. Probé a prostituirme. Entonces solo era nada, ni bueno ni malo. Luego fue enorme y aún pesa mucho.

Después de terminar el libro y de tomar la foto, no la que se ve, sino otra mental, en la que salgo yo en esta otra ventana, me he sentado en el sofá. Mirando hacia ella. Me he tocado las piernas, deslizando las manos hacia los pies, volviéndolas hasta las rodillas. Esta parte de mí que anda. Me he sentido como la mujer en el ‘Sol de la mañana’ de Hopper, y por primera vez, he encontrado el verdadero sentido de sus cuadros en mí. Como un imán.

No era la desolación. No es la desolación. De meterme sola en el mar. De ser yo. Era la determinación. Es la determinación. Es mi determinación. 

Me acaricio desde los tobillos a las rodillas, desde las rodillas a los tobillos. Los dedos de los pies. Esa parte de mí que anda. Es la determinación permanente de mirar hacia fuera y tomar la decisión de seguir. No soy la mujer paralizada, la que se niega, la que se clava agujas. Soy la mujer que agarra los pomos y abre las puertas de salir. La que deja atrás las puertas cerradas de no entrar. Aunque me duela el paso.

En el libro de Nendreaas se puede, así, si lo escarbas un poco, respirar. Plantar flores.

Me pinto el cuerpo. Bajo la escalera.La niebla cubría la tierra’.

Dicen que nada crece a la luz de la luna. Ni falta que hace.