viernes, 10 de abril de 2020

Historias de una ventana


Un día


Al otro lado de la calle, los vecinos que hasta hace unos días no conocía, salen a los balcones. No sé nada de ellos, pero ya los espero. Y ellos también me esperan. En un saludo de manos, cuasi banderas. A la hora en punto e incluso un poco antes. De pie sobre la cama, me asomo al tejado por su ventana. Sin zapatitos de cristal. A la izquierda aparece mi hija desde la suya. La miro contenta como si no la hubiera visto en todo el día y me sorprendiera encontrarla: ¡Hola, hija! Extendiendo una distancia que necesito. A la derecha llega urgente el vecino que ha sido padre nuevo estos días. Pregunto por la mamá y la niña Alma que ya tan chiquita sabe contar historias. Arriba, los vecinos del ático. Ella trabaja en un hospital. Por eso sus hijas y la perra Alta están en el pueblo con los abuelos. Las hallan en falta. Después de aplaudir, nos preguntamos por el día. Encima justo de donde nació Gloria Fuertes. Con el tiempo que haga en la cara. 'Con cien cañones por banda, ...'. 'Viento en popa, a toda vela, ...'. Cierro los ojos y respiro.  ¡Hasta mañana, familia! Justo antes de cerrar de nuevo la ventana.

Me bajo de la cama. ‘En la lona gime el viento, ...'.

Otro día


En Navidad, cuando aún no sospechaba que pasaría esta Semana Santa en Madrid, lejos del Sur que me habita y que tanto necesito para no sucumbir a la anaerobia, un gran amigo con el que comparto el deambular voluntario de los pasos, me regaló un retrato en forma de Breve elogio de la errancia: la ausencia, el desarraigo y distanciamiento activo, lo que me ancla a mi identidad.

Me miro desde fuera estos días y lo releo mentalmente. Descubro la inercia a seguir confinada, el chirrío interno, la protesta, cada vez que imagino que vuelvo a salir. Tendrá que ser progresivo, dicen. Y tanto. Mientras escalo el cristal del salón en el que se instala el sol con mis patas crecidas de salamanquesa. Se llamaba Gregorio Samsa. Buscando mosquitos. Dicotomía.


Hoy


Hoy tengo el almuerzo hecho y como no trabajo quizá pueda ponerme a escribir un rato. En el muro encalado del pecho, sacudo el polvo al viejo letrero de lo imposible. Lo encuadro en su altar. Sé que entre los días marcados he pensado y he escrito en la cabeza, pero debió perderse como siempre por los desagües. Es mi canción del cobarde. ‘Es de ver cómo vira y se previene a todo trapo a escapar’. Quizá en alguna cloaca haya crecido un jardín.

Mientras esta mañana me vestía, pensé en el hilo que mantengo y me une a Aura Estrada, la mujer mexicana de Francisco Goldman que se ahogó en las olas. Siempre quise casarme en un campo cerca del mar. Para ponerme unas sandalias.

El Viernes Santo huele a magdalenas. Antes de escribir esta frase he puesto en el horno mi primer bizcocho de yogurt. Me he saltado un poco las medidas. Unas por defecto. Solo puse tres huevos aunque mi madre me dijo cuatro. ¿Es qué acaso ya no se acuerda que no podíamos permitirnos gastar tres huevos en un dulce? Y encima quería cuatro. Otras por exceso. Para compensar creo que me he pasado con la levadura. Quizá la masa se agrie. Pero el molde que estaba sin estrenar tiene forma de flor. Eso debería ser suficiente para compensar mis desmedidas.

En el pueblo para Semana Santa se iba al horno a hacer magdalenas. También roscos de vino y galletas. Pero esa es otra historia. Como la del primer bizcocho de limón que probé a los tres años. Incomparable. En el cortijo donde me escondí para darme el primer beso con lengua que desbarató una abeja revoltosa. Donde había un castillo si empujabas alto el columpio y nos asustamos de un toro cojo. Donde aún giro en mi primera ahogadilla dentro de un pilón de agua. Con los ojos abiertos. Donde un chico llamado Leoncio iba de más grande. Esta sería definitivamente también una historia para otro día.

Empieza a oler a bizcocho. Vaya, tendría que haberle puesto el azúcar por encima que también me dijo mi madre. Quizá demasiado tarde. ‘¿Mi ley? La fuerza y el viento’.

No detallaré lo que me ha pasado. El horno, la manopla, la rejilla y el molde en combate. He puesto un poco de azúcar por encima. Definitivamente, una tormenta de resultados inciertos.

Hoy es Viernes Santo. Y este, como para casi todos, no era el que tocaba este año.

Mi hija nació un Miércoles Santo por la noche. Ese viernes, porque había menos personal disponible por festivo, en el hospital no se acordaron de venir a limpiarme los puntos. Y yo no dije nada aunque lo necesitaba. Me visitaron algunos familiares. Mi abuela Dolores quería venir, pero no quedaba sitio. A las dos semanas, nos fuimos al pueblo y yo no quería que ella la cogiese de pie en brazos. Porque creía que como era viejita se le caería. Apenas dejaba que lo hiciera sentada. Murió solo dos semanas después. No hay consuelo para mi terrible ignorancia.

Cuando fui a conocer a la niña Emma y la tomé de la cuna, sus padres alargaron los brazos aterrados. No se me va a caer, les dije asombrada. Era yo entonces apenas el cascarón de hueso de un barco fantasma. Reinventándome en los espejos. Suspiro. Esta también es una historia para otro día.

Ya he sacado el bizcocho. Huele muy bien. El azúcar que añadí a destiempo ha quedado blanco y suelto. La masa ya no lo quiso. Bueno, no pasa nada, lo sacudiré un poco. Aún así tiene buen aspecto. Lo he dejado enfriándose. Nos hemos mirado como perfectos desconocidos.

Estos días he leído Fortunata y Jacinta, en homenaje a Pérez Galdós y a los toros mariposa. Aún no puedo hablar del libro. Temo que Fortunata se me escape de dentro si lo hago. He subido y bajado todas las calles del barrio que ahora no transito: la Concepción Jerónima, la Ave María, la Mira del Río, la calle Toledo; la Cava Alta y la Baja, los escalones del Arco de Cuchilleros. He retorcido en la mano pañuelos blancos y negros.

Tengo el pelo largo hasta la cintura. De perfil parezco un Jesús Nazareno.

A mi tronco le ha salido una flor violeta. Parecida a un cardo, pero sin pinchos. Con los pétalos divididos en peldaños. Para entrar y salir. Ay, si se me va y ya no me vuelve.

Mi tronco tiene desde ayer una gota de agua escapada y sostenida en la flor. ‘Qué raro, si ni siquiera hay nubes’ en el techo. Quizá una lágrima. A la espera. Me acordé al verla de la estatua y la golondrina.

A la espera. Porque esta Semana Santa no era la que nos tocaba este año. La íbamos a pasar juntos en el Sur. Nos íbamos a amar yendo y viniendo calles. A emocionar, a callarnos y a reírnos. Cogeríamos azahar en la Alameda para tu madre. Tomaríamos amontillado con un papelón de pescaíto frito. De anochecida, nos pondríamos debajo de tu ventana de antes que da a la catedral y veríamos pasar los pasos. Nos recogeríamos arrullados en tu cama de madrugada. Después con el sol alto recorreríamos el barrio de Las Viñas. Para terminar sentándonos en el escalón de la casa de la calle del Madroño, que hemos elegido. Con su puerta abierta al patio y la buganvilla. ‘¿Qué es mi barco? Mi tesoro’.

El Madroño. Parece que no dejáramos Madrid.

Te he llamado: he hecho mi primer bizcocho. Y tú has hecho tu primer puchero y te has tomado hasta un poco de Tío Diego. Dices que me quieres. Mi tronco, al que le ha salido un primer hijo, enreda sus hojas en el tuyo y que te cuido. Se aclara un poco la tarde. La ventana enmarca un tímido azul del cielo con nubes. Los pájaros que ahora hacen lo que quieren, dan saltos.

El azúcar me ha entonado un poco el estómago y la tristeza, que no la distancia. Me pongo un café y sigo leyendo. Tengo el pelo demasiado largo. Me lo recojo. Será que consiga que Fortunata no se me escurra.

En un rato, los aplausos en el tejado y los vecinos. ¿Cómo están Victoria y la niña? ¿Y Almudena? Al final hice el bizcocho. Apenas cuatro frases en carne y hueso que me amarran al día. Para no perderme como Aura en las olas.