domingo, 31 de julio de 2022

El mapeador de ausencias

'Lo que más pesa es la espera de lo que sabemos que no va a suceder'.

A mi teléfono se le enciende una luz blanca intermitente cuando he recibido un mensaje.

Mi teléfono cuando está sin luz es un templo entero cayéndoseme encima.

Un laberinto de ventanas con forma de precipicio.

La dignidad es una mierda cuando a este lado del teléfono me duele y no consigo cambiarlo.

Mi cerebro no encuentra salida. Acaso el cuerpo pueda. Atravesar y escapar de esta forma de estar. El cuerpo como una llave. 

Voy a ducharme. Necesito quitarme de dentro este calor malo.

Hoy vi Margalida y leí tanto que ya no puedo llorar. Aunque ella viva al lado del mar y yo tenga todas las ganas.

Mientras recogía la ropa tendida, me he acordado del médico de cabecera, que una vez de niña me recetó no leer durante una semana. Mi madre me había llevado. No recuerdo qué me encontraba. Supongo estaba solo como soy, pero a ella nunca le ha gustado eso. Recuerdo la consulta perfectamente, el sentimiento de vergüenza que sentía, allí sentada, expuesta ante aquella desconocida que para mí era mi madre. Cuando salimos, cogí aquel, ‘la niña que no lea en una semana’, y me lo colgué del brazo. Como un bolso de plástico y de asa corta.

Mi madre prefiere que si salgo a la calle me deje puestas las gafas de sol. Para que la gente no me vea tanto la cara.

También me he preguntado si debería cambiarme el nombre. No es que haya lavado tanto, pero pienso mucho. 'Los nombres son anclas', pero este a mí, no sé si por defecto o por exceso de peso, no me sirve. Con este siempre estoy extraviada. O perdida o estancada. No remonto. No navego. 

El mar como una isla inaccesible. A la distancia de un coche que nunca quiero coger. Si me bañara en el mar, quizá el cerebro dejaría de arderme y podría peinarme.

Yo antes tenía un proxeneta, sin que ninguno de los dos lo supiéramos. Porque me sentía encadenada a su voluntad y hacía todo lo que él quería y con quién él quería. Margalida también se acostó con muchos hombres cuando mataron a Salvador. Porque no sabía qué hacer para seguir viviendo. Así tuvo a su hija-balsa. A veces las balsas cuando son hijas, aunque no sean auténticos barcos, pueden salvarte. A mí en cambio, aquello me sirvió para perder todas las fuerzas y quedarme sin brazos.

Mi teléfono es una mina antipersona que me estalla a diario en el pecho y me hace añicos. Tengo una colección de prótesis de madera ametralladas. De dentro y de fuera.

Me duele la cabeza. Mi cerebro es un amasijo de tripas con agujas. No sé si sabías que cuando se hace un tac de un cerebro que duele, salen los puntos blancos del dolor reflejados. Como un cielo de estrellas centelleantes, aunque sin azul. En blanco y negro.

Si pudiera hacerme tatuajes, me pintaría todo el cuerpo, la cara. Si pudiera hacérmelos y no doliesen.

Ayer dormí una siesta con sueño. Soñé que mi chulo volvía y me traía a otro cliente y que yo volvía a hacer sin remedio lo que él quería. Me dejaba encular. Pensé, mientras me dejaba hacer, que era raro, porque ya no me dolía. De repente pasamos de estar en una habitación donde él dirigía y miraba, a estar en mitad de una rotonda donde un camión de reparto de refrescos estuvo a punto de atropellarnos. En mitad de la calle, el desconocido se salió de mí y yo ya tuve la certeza definitiva de que soñaba porque tampoco olía. Así que hice lo que pude, como ocurre siempre cuando se sueña, y dejé al chulo esfumándose en una de las esquinas. Al otro le pedí la mano. 

Me gustó que me la diera. Ver el ángulo que formaban nuestros brazos al unirse. No lo conocía. Le pregunté su fecha de nacimiento. Era del sesenta y nueve. Esa fecha me servía. Sin ninguna connotación. Era solo un poco mayor que yo. Ni muy mayor, ni muy joven. Yo lo conducía por las calles de la mano. Me contó cómo fue que había llegado a mí. No era guapo. Llegamos a un bloque de pisos. Yo conocía a la dueña del bajo. Parecía que nunca hubiese dejado de ser una prostituta. Nos pusimos a hacerlo, esta vez porque yo quería, aunque fuese feo. Solo por la esperanza de que tocándome me resucitase y me crecieran los huesos y la carne. De repente, una de las paredes se volvió de cristal, y al otro lado, se hizo una plaza con gente mirándonos desde los balcones. Gritaban. Se reían señalando hacia nosotros. Entró una niña pequeña en la habitación. La cogí en brazos para cubrirme la cicatriz del vientre. Con ella encima, tendida hacia atrás intentaba que tampoco se me viera la cara. Que no pudieran reconocerme. Tapada con una niña-escudo de dos o tres años que ya no podía ser mía, aunque yo había tenido una.

Me desperté sudando. Hacía calor. 

El hombre del sueño me dijo que confiara, que no había nada de lo que preocuparse que, aunque estuvieran al otro lado, ni siquiera podían vernos. Me aseguró que, en cualquier caso, aunque aquello hubiera sido un escaparate, a nadie le importaba lo que hacíamos.

Y aun así me desperté sudando porque hacía calor.

Y eso que me hubiera seguido seguir soñando, hablando con ese hombre que era feo pero que tenía manos-agarre y había nacido en un año bueno.

Quién sabe si hasta me habría besado.

Leo El mapeador de ausencias.






miércoles, 22 de junio de 2022

Porque no quedaban entradas para ver a Patti Smith

Hoy soñé que P se mudaba a un campo lleno de luz y de árboles a las afueras de Madrid. Aún estaban montando su casa, y amontonaban sus cajas en un almacén al final de su parcela de campo. Donde se pondría el sol de Klara y el sol, el que podría hacer que se cumplan tus deseos si esto no fuese el mundo y su vida. Así que efectivamente se han mudado, porque cuando lo sueño así es porque ya ha ocurrido. Aquí al lado en mis sueños porque están cerca, muy cerca de mí. P siempre me ha regalado la LUZ con mayúsculas: ‘gracias por la luz’. Es mi padrino de luz. Me salvó la vida. Me sacó de mi abismo de mar dibujado con ceras en una cartulina. Mi madre sin saberlo le da todos los días las gracias. Sobre todo en los días que no quiero hablar, que no cojo el teléfono pero que al menos escribo para decir un no te preocupes, solo es que no tengo ganas. Aprendí frente a la oscuridad, mantener sino una red, un hilo de amor. Porque P me enseñó a darme permiso para de vez en cuando no estar bien.

Yo le doy las gracias. Emocionada mientras escucho a Patti Smith en el ‘A hard rains’s a-gonna fall’ en la entrega del Nobel de Literatura. Una y otra vez, ‘And it’s a hard’. Circular. Es mi forma de estar. Un remero. El chamán mexicano solo pudo decirme que yo en otra vida había sido un remero. Todo poesía. Un remero que no necesitaba cadenas para seguir remando. Ni siquiera una mujer. Un hombre. Por eso, cuando tarareo contenta por las calles de esta ciudad este ‘and it’s a hard’, me imagino muy hermosa con el pelo largo a la cara, como Patti Smith, vestida un poco de hombre en esta ceremonia. Siempre que me veo hermosa lo hago con una camisa blanca de cuello. Andrógina.




Fui un remero anclada a galeras y quiero ser más libre. Quiero ser explotadora, aventurera, subir y bajar las montañas, tener una piragua y remar por los pantanos. Como el arpa ‘del salón en el ángulo oscuro’. ‘Levántate y anda’.

Soy un remero que corre los 25.000 pasos de carrera submarina de un domingo por la mañana, anaeróbica, sin pulmones postcovid, a golpe de voluntad. Soy un remero que quiere seguir viviendo. Aunque este lunes no pudiera ver a Patti Smith cantando en Madrid porque se habían agotado las entradas. Aunque yo tararee por sus calles los sábados por la mañana con su pelo largo, no quedaba ni una sola entrada para mí. María no. Los sábados se sueña en el desayuno y se tararea en la calle, los domingos se ponen los cimientos para seguir viviendo el resto de la semana. Se esculpen los pies de barro de este Sísifo-remero que sube una y otra vez la piedra. De lunes a viernes. Y vuelta a empezar. ‘Esperando la mano de nieve’. ‘And it’s a hard’.

Así que hoy me levanté enfurruñada porque este lunes no había visto a Patti Smith. Porque no quedaban entradas y porque no subo y bajo las laderas de doce montañas. Porque muchas veces me quedo a la espera.

Estoy terminando De vidas ajenas. Lo alargo, tanto como se pueden alargar las letras de una palabra sin que se rompa. Poco. Pongo guiones. T-e-q-u-i-e-r-o. Como quien da puntadas. Amaranta. C-o-m-e-t-a. Siento que me quedaré un poco huérfana de libros que siempre llegan cuando tienen que llegar, cuando termine este. Ahora que para colmo no he visto a Patti Smith cantando este lunes en Madrid. Una cadena: La ridícula idea de no volver a verte- Klara y el sol- Hamnet- Neighbours y ahora este De vidas ajenas. Cuando tienen que llegar. And it’s a hard.

Ayer soñé que tenía que hacer una maleta urgente para ir a Nueva York y que no encontraba libros que llevar. No sabía lo que quería seguir leyendo. Un auténtico diluvio.

Inundarse.

Desayuno sobre la cama hecha. Quitada del medio porque a mi hija le molesta verme por la mañana. No desayunar viéndome la cara. En la caja de zapatos, me retiro a mi rincón para no abroncarme más y dejar pasar esta tormenta rutinaria. Me sorprende descubrirme lágrimas corriendo, un poco de dolor de corazón. A pesar de lo cotidiano. Miro la foto pegada en la puerta del armario. Tomada desde el interior del coche del que nos bajamos para despedirnos. Sonrío y le toco la cara a A. Con un libro de Almudena Grandes bajo el brazo. Otra vida ajena en este libro que no quiero terminar. Es una de las fotos más bonitas de mi vida. La pienso mientras escribo aquí, mientras escucho una y otra vez ‘and it’s a hard’ y sonrío extendiendo una manta entre los árboles de la casa soñada de P. Almuerzo en la hierba. Mis arrugas de cara también son picassianas.

Va a diluviar, pero mientras tanto, soy feliz tendida en el suelo rodeada de árboles. Con mis piernas entre las tuyas. Va a diluviar, pero me he lavado el pelo esta mañana y aunque este lunes no he visto a Patti Smith en directo en Madrid, me parezco un poco a ella. Aunque no sea sábado. ‘And it’s a hard’. Soy una remera. Un arpa muchas veces olvidada, que anda. Golpe a golpe. Verso a verso. Estas son cuatro verdades incuestionables.

sábado, 23 de abril de 2022

El lenguaje de los pájaros

He abierto la ventana que da a la ciudad de los tejados. Después de la lluvia, se cuela el trino de sus pájaros, que en mi cabeza cuando cantan, se presentan quietos, con las alas plegadas, sin vuelo. Se extienden los alfeizares y los equilibrios al borde. El vuelo de los pájaros de esta ciudad es por algún motivo silencioso en mi mente. En color quizá, pero callado. Si lo pienso, debería percibir el canto y el vuelo unidos, en una doble pirueta, pero por algún motivo, y sin haberme dado cuenta antes, en mí, la voz y las alas de estos pájaros están disociadas.

Tener voz. Saber volar. Iba en teoría junto.

Vacío. En un largo descenso. Sin voz.

Pero qué hacen estos pájaros aquí. Por qué eligen estar aquí. De alguna manera conformé una especie de imagen de pájaros urbanos suicidas. Sin consciencia de haberlo hecho. O al menos de alas rotas, de vuelo corto o no bien aprendido.

La estatua y la golondrina. El soldadito de plomo y la bailarina.

Para abrazar hay que despegar los brazos del cuerpo. Cuando me quedo sin voz, no puedo hacerlo.

No tengo árbol en esta ciudad.

Hoy es el día del libro. Y mi librería estaba llena de gente. Cualquier sábado está casi vacía, pero hoy llena. Qué extraña relación. Gallinas picoteando. Podía escuchar el cacareo. A golpe de fechas. Bien por los libreros. He saludado y me he ido para otro día.

En la primera parte de 2666, había un libro tendido. Se aireaba las hojas al viento. Los libros se dibujan con frecuencia como pájaros. También silenciosos. ¿Urbanos?

En mi casa los libros cuando llegan pasan un tiempo en el descansadero, para poder encontrar su sitio, para poder ser leídos. El descansadero es un lugar de suelo.

En esta ciudad tengo un poyete y un muro alto en el que da el sol. Y ahora mismo no sé si me hace sentir más viva, o más sola. Seguramente lo último. Imposible abstraerse de los humillados que pasaban por aquí de camino a la hoguera.

Mientras escribo me estoy quedando dormida. Me mezo. Sin plumas.

Con frecuencia no me quiero. Y hoy aún menos que no dejo de comer.

Compré una maceta de cilantro y otra de hierbabuena que se me secó en estos días que bajé al sur.

Estoy leyendo un libro que no me interesa aunque tengo que leerlo, y tengo empezado otro que sí, aplazado. Cada vez me resulta más difícil leer novela, y tengo más necesidad de otro tipo de lecturas.

Cada vez me resulta más difícil leer sin más, porque cada vez veo menos. En el libro electrónico, consigo agrandar la letra y eso me gusta. Aunque no tenga hojas.

Los libros físicos también pueden ser medallas.

No tengo amigos en esta ciudad.

El trabajo que me quedé a hacer aquí, no me ha salido bien. He resultado inepta. Como yo soy al parecer no sirve como madre.

Como yo soy al parecer no sirve para mucho. Pero bien mirado, tampoco importa demasiado, nos vamos a morir igual. Nuestro tiempo es un punto, que es un círculo mirado con lupa. No es una línea con sus renglones rectos o torcidos. Es un bucle, un nudo, un enredo. Una cagada de mosca. Lo demás es soberbia.

Cuando yo era chica y las cabras pasaban por la calle, la dejaban llena de cagarrutas. El otro día encontré esa palabra tan fea en un libro. Fue desconcertante. Seguramente es un buen libro para la celebración de hoy. De Edem Awumey, Explicación de la noche. Una enumeración de libros que conforman huesos, mientras se van rompiendo a golpes, piedras sobre las que apoyarse para atravesar un charco, una vida. Un hombre Giacometti caminando. A un Giacometti no le caben medallas. Salvo en los testículos.

Hoy me levanté muy temprano, si a las dos y media se puede decir temprano. A las cuatro y media ya había visto un documental y por supuesto había tomado un primer desayuno. La generación silenciosa. Me emocionó. Llovía.

En el patio, el libro tendido de Bolaños se habría mojado. La golondrina y su príncipe feliz se habrían mojado.

Los pájaros se callan con la lluvia.

El violín es un pájaro.

Como yo soy es muy fácil acostumbrarse a hacerme daño. Porque desmigo la memoria, pita, pita, pita, pita, … y me quedo.

Pero a veces ocurre algo, ese mínimo e insignificante hecho, ese chasquido de dedos, que me despierta. Y me acuerdo. Y levanto una choza. Y no me mojo. Una choza no es una jaula. Y le pongo una puerta. Por si quiero mantenerla abierta o cerrarla. 

Pocas veces, la lucidez, la voz. Al grito de arriba las ramas. Pero no es ningún milagro.

En el cielo del campo, los pájaros pueden hacer lo que quieran. Correr en círculos como los perros.

Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas.

A la salida de mi casa tengo puesto un espejo en el que me veo la cara.