sábado, 23 de abril de 2022

El lenguaje de los pájaros

He abierto la ventana que da a la ciudad de los tejados. Después de la lluvia, se cuela el trino de sus pájaros, que en mi cabeza cuando cantan, se presentan quietos, con las alas plegadas, sin vuelo. Se extienden los alfeizares y los equilibrios al borde. El vuelo de los pájaros de esta ciudad es por algún motivo silencioso en mi mente. En color quizá, pero callado. Si lo pienso, debería percibir el canto y el vuelo unidos, en una doble pirueta, pero por algún motivo, y sin haberme dado cuenta antes, en mí, la voz y las alas de estos pájaros están disociadas.

Tener voz. Saber volar. Iba en teoría junto.

Vacío. En un largo descenso. Sin voz.

Pero qué hacen estos pájaros aquí. Por qué eligen estar aquí. De alguna manera conformé una especie de imagen de pájaros urbanos suicidas. Sin consciencia de haberlo hecho. O al menos de alas rotas, de vuelo corto o no bien aprendido.

La estatua y la golondrina. El soldadito de plomo y la bailarina.

Para abrazar hay que despegar los brazos del cuerpo. Cuando me quedo sin voz, no puedo hacerlo.

No tengo árbol en esta ciudad.

Hoy es el día del libro. Y mi librería estaba llena de gente. Cualquier sábado está casi vacía, pero hoy llena. Qué extraña relación. Gallinas picoteando. Podía escuchar el cacareo. A golpe de fechas. Bien por los libreros. He saludado y me he ido para otro día.

En la primera parte de 2666, había un libro tendido. Se aireaba las hojas al viento. Los libros se dibujan con frecuencia como pájaros. También silenciosos. ¿Urbanos?

En mi casa los libros cuando llegan pasan un tiempo en el descansadero, para poder encontrar su sitio, para poder ser leídos. El descansadero es un lugar de suelo.

En esta ciudad tengo un poyete y un muro alto en el que da el sol. Y ahora mismo no sé si me hace sentir más viva, o más sola. Seguramente lo último. Imposible abstraerse de los humillados que pasaban por aquí de camino a la hoguera.

Mientras escribo me estoy quedando dormida. Me mezo. Sin plumas.

Con frecuencia no me quiero. Y hoy aún menos que no dejo de comer.

Compré una maceta de cilantro y otra de hierbabuena que se me secó en estos días que bajé al sur.

Estoy leyendo un libro que no me interesa aunque tengo que leerlo, y tengo empezado otro que sí, aplazado. Cada vez me resulta más difícil leer novela, y tengo más necesidad de otro tipo de lecturas.

Cada vez me resulta más difícil leer sin más, porque cada vez veo menos. En el libro electrónico, consigo agrandar la letra y eso me gusta. Aunque no tenga hojas.

Los libros físicos también pueden ser medallas.

No tengo amigos en esta ciudad.

El trabajo que me quedé a hacer aquí, no me ha salido bien. He resultado inepta. Como yo soy al parecer no sirve como madre.

Como yo soy al parecer no sirve para mucho. Pero bien mirado, tampoco importa demasiado, nos vamos a morir igual. Nuestro tiempo es un punto, que es un círculo mirado con lupa. No es una línea con sus renglones rectos o torcidos. Es un bucle, un nudo, un enredo. Una cagada de mosca. Lo demás es soberbia.

Cuando yo era chica y las cabras pasaban por la calle, la dejaban llena de cagarrutas. El otro día encontré esa palabra tan fea en un libro. Fue desconcertante. Seguramente es un buen libro para la celebración de hoy. De Edem Awumey, Explicación de la noche. Una enumeración de libros que conforman huesos, mientras se van rompiendo a golpes, piedras sobre las que apoyarse para atravesar un charco, una vida. Un hombre Giacometti caminando. A un Giacometti no le caben medallas. Salvo en los testículos.

Hoy me levanté muy temprano, si a las dos y media se puede decir temprano. A las cuatro y media ya había visto un documental y por supuesto había tomado un primer desayuno. La generación silenciosa. Me emocionó. Llovía.

En el patio, el libro tendido de Bolaños se habría mojado. La golondrina y su príncipe feliz se habrían mojado.

Los pájaros se callan con la lluvia.

El violín es un pájaro.

Como yo soy es muy fácil acostumbrarse a hacerme daño. Porque desmigo la memoria, pita, pita, pita, pita, … y me quedo.

Pero a veces ocurre algo, ese mínimo e insignificante hecho, ese chasquido de dedos, que me despierta. Y me acuerdo. Y levanto una choza. Y no me mojo. Una choza no es una jaula. Y le pongo una puerta. Por si quiero mantenerla abierta o cerrarla. 

Pocas veces, la lucidez, la voz. Al grito de arriba las ramas. Pero no es ningún milagro.

En el cielo del campo, los pájaros pueden hacer lo que quieran. Correr en círculos como los perros.

Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas.

A la salida de mi casa tengo puesto un espejo en el que me veo la cara.



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