lunes, 25 de noviembre de 2013

La maleta de Marta

Cuando esta mañana he abierto los postigos de la ventana, no había nubes sobre las montañas de lejos, así que se veía la nieve blanca, recién iluminada por el amanecer. Desde esta ventana se ven los tejados y el cielo, las otras ventanas, apenas pájaros; pero no se ve pasar gente. Es una atalaya de tejas y antenas, de cuadrados de cristal. Es una atalaya de papel-cartón. No hay tierra.

Anoche grabé ‘La maleta de Marta’. Para verlo luego. Tengo que respirar muy, muy profundo, para enfrentarme a este documental. Me raja por dentro el pecho. Me hace temblar de frío. Y de miedo. Ese que conforma mi tuétano y que no consigo hacer salir. Gris. El que me lleva desnuda a las bañeras vacías de agua de los cuartos de baño. Con la puerta cerrada. Donde me cuelo para protegerme. Sonrío. Ante la posibilidad hermosa de que un día no sea así. Rojo.

Mientras le planchaba a Paula la camiseta que quería ponerse hoy, acumulada en el montón de ropa que mi resistencia-desidia proyecta ahora sobre el planchero armado en el centro del salón, escuchaba las noticias en la radio. Segundo día de luto oficial por Concha. Otra nueva crónica de una muerte anunciada, que o nadie quiso ver, o nadie quiso evitar.

Luego la noticia repetida mientras peinaba a la niña. Entrevistaban a una juez. Denuncias, orden de alejamiento, … Hicimos todo lo posible. Me salió la voz profunda de grieta. Menos salvarla.

Se me aprietan los dientes. Se me encaja la mandíbula. Se me eriza la piel. Cada poro. Uno a uno. De rabia. De miedo. De huida. De pastillas para poder vivir y poder dormir. Menos salvarla.

Tengo un libro cerrado con un coletero de pelo. Para que no se derrame. Solo para cuando me falte la voz, me decía. Lo tengo ahí pero hace tiempo que no lo puedo abrir. En teoría es solo poesía. Hicimos todo lo posible. Pero a mí me da miedo releerlo. Miedo. Miedo. Miedo. Siempre el miedo. Se llama ‘La casa de la llave’ y a través de una maestra de la voluntad, me lo regaló la autora, Mara Alderete. Su nombre es como una canción. Espacio.

Yo sé que era y es imprescindible. La poesía de la casa de las mujeres maltratadas que son encerradas con llave para protegerlas de sí mismas. Las maletas de … Ahí está. Cerrado con una cuerda y con una ramita de enredadera, enredada en el cierre, que cogí en Roma, cuando pensé que ya era hora de hablar con mi propia voz. Flores para una tumba. Sonrío mis ilusiones. Ahí está en el aparador. En el largo, largo camino. Menos salvarla.

Mi maleta empezó en mi casa y en mi madre.

Para que luego vengan y hablen del machismo como si fuera solo algo de hombres. Me sale la rabia de grieta. Con el empeño que le puso mi madre a su machismo de mujer. Para ser la mejor. La más sumisa. La más callada. La más encarcelada. La más anulada. Mi propia casa de la llave. Mi propia casa del dolor y el silencio.

Mi padre también es machista. Pero a mí el machismo que más me duele y me conforma es el de mi madre. El aprendido de mujer contra mujer. A dentelladas.

Caracol, col, col, saca los cuernos al sol.

A cuestas.

He grabado para ver ‘La maleta de Marta’. Pero la verdad es que yo no quiero verla. Porque la mía todavía me pesa y me duele demasiado.

Cuelgo ahora una canción que encontré esta mañana. Un regalo. Como una flor. Que me da alas. Porque es verde. Como el color de los pendientes que me quiero comprar. Es la canción de mujeres que cantan. Para dejar atrás las maletas y las llaves. Los silencios. La soledad.

Para gritar. Para vivir.

Voz. Quiero tener voz. Quiero ser una mujer con voz.

Soy hermosa. Muy hermosa.





lunes, 18 de noviembre de 2013

Zona libre

Mi cerebro es una madeja de hilo deshilachado. Lleno de enredos. De nudos. Con los nudos construyo balsas para navegar ríos. Con los enredos, la mayoría de las veces, me pierdo. Son los laberintos llenos de minotauros. A veces también ahondo pozos sin agua.

Cuando se me corta el hilo, se me encoge todo. Me paralizo.

Mi cerebro es una madeja de hilo sin principio ni fin. Una rueda de molino, una piedra de Sífido, un remero condenado.

Pero también, los pañuelos sin tregua de un mago o las sábanas anudadas de un escapista. El alambre de un funambulista.

Mi cerebro está lleno de personajes vivos que me acompañan en una especie de país de las maravillas. De sombras de distintos colores. Que se encienden y se apagan. Mi cerebro es un escenario continuo de ensayos. De luces. De vestuario.

La mayoría de los personajes están sacados de libros. Otros, son cuadros o fotos que luego colecciono en las paredes. También los hay personas de antes, con su vida propia.

Aparecen y desaparecen a su antojo.

El otro día me volvió Tombuctú. Qué maravilloso encontrarlo. A la salida de una librería.

En una de las salas donde se hablaba de un libro, alguien se había estremecido con la imagen de un animal desollado. Lo primero que pensé era que quizás ese hombre no se hubiera estremecido ante la imagen de un hombre desollado. Porque creo que la mayoría nos hemos acostumbrado a vivir sin piel. A vernos sin piel. Incluso la rechazamos como debilidad.

Quizás sea algo bueno, que el hombre sin piel que no se percibe mutilado a sí mismo, se estremezca ante el animal sin piel. Quizás no esté todo perdido.

Y en ese pensamiento de hilo me quedé colgada. En la piel. Yo que a veces la siento como unas medias flojas que se me caen hasta los zapatos. Dada de sí. Como un trapo. Que la lavo y la tiendo a secar para que encoja. Para podérmela poner de nuevo.

Ahí me quedé. Para dentro. Para descansarla de mí. La piel.

Y me puse a rebuscar las imágenes de otros tendederos de ropa. Recurrentes. Que siempre me acompañan en la rueda. La del libro que tendiera Bolaño en su 2066. Para airearse. La del esqueleto de huesos extendidos cada noche de Mia Couto en El último vuelo del flamenco. Para no dolerse durante el día.

Así bajé las escaleras de la librería. Estirada por dentro con alfileres. Así hasta que te encontré, Tombuctú. Como no podía ser de otra manera en este continuo hilar mío: el Tombuctú que escribiera Paul Auster, me esperaba en la puerta. Esa parte viva de mí. Sin la que estoy coja. Ay, amigo, cómo te he extrañado. El olor.

Nos abrazamos al paso, preparados para cruzar al tiempo cualquier autopista, para sortear coches en nuestro juego suicida preferido.

Y a través de Tombuctú, me vino la portada del libro y con la portada el perro de Goya. Asomando el hocico. Perro semihundido. Su propia muerte, compañera fiel. Y a través del perro y de nuestros pasos en la calle, me volvió el toro mariposa, que para mí es el hombre que a pesar de su torpeza, sueña. Quizás el hombre sin piel que todavía sueña.

Qué extraña semana ésta, Tombuctú. Yo que apenas consigo salir de la casa, que releí El Malentendido y El Extranjero de Camus, historias entrelazadas que vienen a ser un bodegón más del mismo hombre sin piel, otros perros semihundidos y otros toros mariposa, yo que ando buscándome a manos en los tendederos, termino encontrándote justo aquí al lado. En una librería sin océano mar.

Donde otras veces como tarta de zanahoria en platos redondos de latón. Pero esa es otra historia.

Anoche leí Seda de Baricco. Aunque tú ya lo sabes, Tombuctú. Para vestirme. Para atravesar la calle contigo. Tarareando. Cacareando a la luna llena. Mientras por mi puerta pasa un tren que tú también oyes.

Para soñarte. El olor.




lunes, 11 de noviembre de 2013

Los gallinazos sin plumas

Paseo por la ciudad sin mar. Entre hojas de otoño, basura-resistencia y gente. Las calles escenifican lo que somos: la podredumbre en la que unos hombres se alimentan de otros. Me sube un regusto agridulce a la boca. Echo mano del cuento siempre vigente de Los gallinazos sin plumas: las aves acechan a los niños descalzos y harapientos. Apenas pueden sostenerse en pie. Están hambrientos. Muy hambrientos. Ni siquiera pueden comer los restos de comida que encuentran en el vertedero y que disputan a los gallinazos. Esa basura es para el cerdo que el abuelo tirano cría en una corraleta. Sí, corraleta: donde se ceba a los cerdos. Hasta que el abuelo cae al suelo y es comido por la bestia de sí mismo.

A mí esta basura no me huele mal. Incluso borra el olor a borrachos meados. Ese olor sí que me molesta. Como el olor del abuelo desalmado. Como el olor de la soberbia del poder. Solo lo siento por las personas que duermen en la calle todas las noches. En el suelo. En el frío. En los cartones que otros desechan.

Por las mañanas temprano, muchos los esquivamos recelosos. Como si tuvieran una enfermedad contagiosa. Como si portasen espejos donde pudiéramos vernos. Estoy segura de que ellos ven las huellas de nuestros zapatos en el suelo duro.

Yo, desde que se inició la huelga de limpieza, salgo a la calle contenta. Chapoteo en los charcos. Me revuelco en el suelo. Paseo por la ciudad e imagino que en lugar de estos pasos grises-‘meconformo’, o las flores a vírgenes, vomitamos de una vez por todas, nuestra inmundicia de siglos. Hasta quedarnos limpios, exhaustos. En un festival extraordinario de basura visible. Lo mismo así no terminamos muriendo de hambre y de vergüenza. Mientras seguimos alimentando a los mismos. Mientras escuchamos al abuelo del cuento: esto es lo que hay, acéptalo, baja la cabeza, esto es lo que hay. Si no alimentas al cerdo, te morirás de hambre. Descalzos y hambrientos. Mientras espantamos a los gallinazos que nos acechan como despojo.

Estoy contenta porque en una de las cimas de las montañas de basura, he pensado proponer que se instale una playa mullida con sol.

Estoy contenta porque lo mismo así, un día de estos, entre tanta mierda, aprendemos por fin el significado colectivo de la palabra libertad. Uno mi determinación a la tuya. El miedo no me paraliza. La voz del que me insulta ‘soñadora’ de peladuras de papas y de huesos, no me roba la esperanza.

Ay, voces ‘estoesloquehay’ atronadoras, que roen. Me muerdo los labios con rabia. El vertedero, el hambre, los gallinazos que quieren sacarnos los ojos, el fuera hace mucho frío.

Paseo por la ciudad sin mar cogida de tu brazo. Hablamos de lo que vemos. Para seguir viviendo. Entre hojas de otoño, basura-silencio y gentes vestidas de invierno.






lunes, 4 de noviembre de 2013

El canto de los pájaros



Escucho El canto de los Pájaros de Pau Casals. Lo escucho porque fue la música que sonaba en el cementerio de Aranda el pasado sábado, mientras las urnas rescatadas de las fosas comunes, pasaban de manos en manos. Qué poco pesa la vida, pensé. Qué poco pesan los pájaros. Llenos de aire.

Se formó una cadena humana para llevarlas hasta su nuevo destino. Desde el suelo donde habían sido descargadas, dispuestas con sus nombres nuevos por fuera. La Legua F3. Milagros Fosa 2B Individuo 1. A la espera de que alguien les devuelva los suyos. Largo camino el de estos nombres barajados. El de estas historias de vida. Otro desierto de sed. Quizás no termine nunca. Y nunca lleguen los nombres a tocar sus propios huesos.

Sabemos quiénes son pero no quién es cada uno.

Se hizo un silencio lento. De hombres y mujeres. Y los familiares abrazaban cada una de las urnas por si acaso esa fuera la suya. Y yo lloraba callada y sonreía porque pensaba que ellos, desde dentro, sí se conocían a sí mismos.

Van pasando mientras la música del violonchelo nos desnuda las pieles superpuestas. La costra del cuerpo. Y nos deja los huesos al aire pero sin frío. Envueltos en una manta de alas y de hojas. Y de mucho tiempo. Tengo 83 años, el cuerpo encogido, el pelo blanco y uno de esos es mi hermano. Y no tengo frío. No tengo frío.

Escucho El canto de los pájaros y soy un ir y venir de fotografías de vida. Como si cobrase conciencia de que hoy también me estoy muriendo. El murmullo de las ramas de las higueras del huerto. El tacto de los troncos. Las raíces alimentadas en el hueco escavado y escondido por siempre en la tierra. Nuestro propio silencio. Las historias de mi abuela Dolores. Que como ella decía había aprendido a callar. Viva en mi vientre. Siempre vestida de negro. Las historias de mi chacha María, que se rebelaba sin descanso contra su destino de mujer muerta. Con su propio huerto de higueras. Su pelo de peluquería. Sus vestidos negros. Pero de tela fina. Negro, pero con algo siempre de blanco. Puntos. Hojas. Plumas. Sus visos de nylon. Alrededor del brasero en invierno. En el ‘jilo’ de la casa en verano. Los sillones tiesos. La mecedora.

Escucho El canto de los pájaros y soy incapaz de escribir de algo que no sea esto. Soy una plaza. Un trajín de pasos y puestos de verduras. De cacerolas y utensilios de cocina. De telas. De zapatos. De mercaderes.

Miro a mi alrededor. Algunas de las plantas amarillean las hojas. El otoño se ha colado en la casa. La gatita duerme en la ventana. Mi madre me dijo que este año ‘para los santos’ los claveles eran muy bonitos. Los dos ramos iguales. Cada una en un sillón. Cuñadas. Morados con filos blancos. De mujeres libres, pienso. Sí, que son bonitos.

Escucho El canto de los pájaros. Agradecida. Muy agradecida. Y no tengo frío.