lunes, 28 de octubre de 2013

María Agua baila Dirty Boulevard

Anónimo me escribe en este blog de la frontera. Escribió un día de las alas no usadas de un escarabajo llamado Gregorio Samsa. Otro día escribió para que me levantase y andase, para que me sacudiese el polvo de arpa olvidada en el rincón del ángulo oscuro donde me instalo sin pretenderlo. Otra forma de protegerse dentro de un caparazón. Otra forma de grito. A mi ego y a mí nos gusta anónimo. Porque nos hace visibles. Porque llega con la corriente sin más. Como el ahogado más hermoso del mundo. Un regalo. Se llamará Esteban. Se llamará Juana. Suplicando que nos quieran. Con el pelo lleno, trenzado de algas verdes. 

También escribió mi hermano para recordarme que me quería. Y yo salí a comprar una maceta con flores.

Es lunes. Escucho una y otra vez la misma canción de Lou Reed. Mi preferida si es posible. Para mí todos los discos y toda la buena música estará por siempre en el equipo de tu casa en la calle Ancha. Y en mi amigo Franci, de mi calle, donde todo llegaba después, y que también ya se fue.

Es lunes e intento no sentirme avergonzada. Como en la canción:  "A la cuenta de tres", dice, "Espero que pueda desaparecer"/ Y volar volar, de este bulevar sucio. Y que le voy a hacer, María Nada se cae por alcantarillas sin países de las maravillas, donde le es imposible sostenerse al suelo. María Nada no encuentra lenguajes para comunicarse y descolgarse del hilo del pecho. Porque María no tiene memoria. La memoria era blanca, muy blanca. La perdió. La dejó olvidada en algún sitio. Junto con el tapón de los lagos de dentro. Antojadizos. Ingobernables. Por eso a veces se descubre remando en mares secos.

Pero María Agua, ... María Agua no ve las calles sucias. Conoce el secreto para agrandarse cuando se está haciendo casi invisible, a punto de desaparecer. ¿Qué haces, María Agua? Entonces María Agua levanta la cabeza y sonríe y sabe que ya otra vez se ha perdido. Pero no pasa nada. Se arremanga la falda y se pone a hacer lo que también sabe hacer: confíar. Volar. Porque María Agua tiene amigos. Tiene casa. Tiene huerto. Tiene hija.

María Agua tiene amigas que la ven como ella no es capaz de verse. Que le regalan reflejos en los cristales. ‘Mírate, qué hermosa eres. Esa de ahí eres tú. Porque yo te conozco y sé quién eres aunque tú no te recuerdes’. María Agua tiene amigas que la peinan con peines finos. Que le regalan pendientes. Que bailan. Que encienden hogueras. Que nacen fuentes. Que le preparan caldos de ensueño. María Agua tiene amigos que regalan lámparas de luz y tienen gatos. María Agua tiene amigos que pintan con luces y sacan mesas a las terrazas.

María Agua tiene una casa al lado del mar. Y en la casa una cama de cuatro esquinas, paredes de colores y un descansadero de libros. María Agua tiene una casa con patio y toldo. Y una hamaca donde se tiende y ve la luna.

María Agua tiene un huerto con higueras y una goma larga de riego, donde mi madre y yo nos tomamos el café muy temprano, hablando con las vecinas que vienen a liarse el pelo. Donde juegan los niños. Los de antes y los de ahora.

María Agua tiene una hija que esta mañana le ha dicho: ‘Mamá, te quiero mucho. Dame un besito’. Y luego, ‘Mamá, péiname, por favor.’

And fly fly away, from this dirty boulevard.

María se encoge de hombros, cansada. Nació así. Desde pequeña siempre pidiendo manos. Amarres. Yendo y viniendo. Caótica. Pero no pasa nada. Así está bien. Así son los ríos que van donde quieren. Como los ahogados. Como Lou Reed. Aunque al menos hoy, por favor, déjame un ratito tranquila, que quiero solo bailar girando. Anda sal a la calle a ver librerías. Siéntate en una plaza. Ve al cine. Mientras yo danzo y danzo.



jueves, 24 de octubre de 2013

María La Mala I

Podías haber elegido cuidarme y sin embargo decidiste no hacerlo. Podías haber elegido que no me doliese tanto pero no hiciste nada para evitarme el dolor y el abismo en el que me sitúo. Porque me es inmediato. Porque tú lo cultivas.

Cuando te moviste ya el daño estaba hecho. Me estalla la cabeza. Mi cerebro se escurre laminado en lonchas finas. Me sale por los orificios de las orejas, por la nariz, por la boca. Me lo comeré como fiambre en la cena. No me sale por los ojos que hospedan al cristalito de hielo. Es un buen cliente. Soy una posada a cuestas en cualquier camino. El cristalito me deja aterida de frío. Me meto en la cama vestida. Me pongo tres mantas encima pero no son suficientes para calmar el aliento de la estepa que avanza campo a través por mis pulmones, por mi estómago. He puesto las tripas a buen recaudo. Escondidas.

Me duelen todavía los dedos dibujados de Picasso. De las manos. De los pies. Hinchados. Retorcidos. Estoy exhausta. No lloro. No sé si tengo corazón.

Hace tiempo que sé que no me quieres y también hace tiempo que sé que yo voy a dejar de quererte. Pronto. Muy pronto.

Hace tiempo que sé que apenas me queda agua dentro y que necesito beber: el sentimiento, las emociones, las pieles.

He pensado porque me duele tanto pensar que me engañas con otra. A pesar de este banquete de bodas desierto que tu hilas sin descanso y que me das de comer y que yo como. Para que no falte la desolación. Y solo encuentro la historia de María La Mala. Así me llamaban el hombre pequeño y su familia. Así me lo contó la otra, María La Buena. Debió ser fácil. El mismo nombre. Los tres trabajábamos juntos. Yo nunca sospeché nada.

Debió ser fácil engañarme. Yo era una persona confiada. No sabía de la necesidad de mentirme porque nunca había pensado que alguien tuviese que quedarse a quererme si no me quería. Yo me sentía tan libre para amar y ser amada. Cuando todo entre nosotros terminó, él no me dejaba ir. Me asediaba mientras a mis espaldas no solo seguía con la otra chica sino que inventaba que yo lo acosaba. Él era un hombre respetable. María estaba triste. La tristeza no gusta. Fue muy fácil hacerme un traje de María La Mala.

Y yo no podía entender el por qué. ¿Por qué me había engañado incluso después de irme? ¿Por qué tanta maldad conmigo? Cuando el marido de la otra chica los descubrió, iban a marcharse juntos a la misma casa donde a mí también me había propuesto acompañarlo, él no negó nada. Con sangre fría en serie se despojó de su ropa. Pero era tanta la mentira que había construido, era tanta mi debilidad, que todos me echaron encima sus fardos de peste. María La Mala. Y esa herida cayó sobre las otras heridas. Y me volvió el frío. Mucho frío. Y el dolor en los dedos. Aunque haya pasado el tiempo.

Tú que conoces mi historia porque te abrí las puertas de par en par para que pasaras con todas tus cargas, podías haber elegido cuidarme. Pasar de vez en cuando tu mano por mi lomo. Besarme las costuras.

Pero qué absurda soy. Qué estúpida. Te vi tal cual eres cuando te bañé con jabón de almendras y se agrió el agua. Y aun así te abrí las puertas y te dejé pasar. Yo soy la única responsable de tanta telaraña. Más de lo mismo.

Pero ya está bien por hoy. Que estoy cansada de ese vestido viejo. Que hoy me desperté cantando en sueños y me gustó. Me sentí feliz. Alada. Y estuve toda la mañana capaz, tarareando. La canción de las vidas cruzadas.



lunes, 21 de octubre de 2013

Llueve en Brooklyn

En la cubierta del barco que pasa frente a la isla, unos marineros ocupan su tiempo jugando a una rayuela de sal. Con una piedra que cabe en la mano con sus propias líneas del mundo. En el bolsillo del sueño y en el del miedo. Saltando de casilla en casilla a la pata coja. De palo en palo. Buscando más allá de lo palpable. Como en la vida misma. Con riesgo a caerse en cada salto. Hasta que el barco se aleja y ya solo se oye el viento y el pelo en la cara. El rumor del oleajeNo quedan faros en pie en los embarcaderos de piedra. No quedan cuerdas. Solo las sombras herrumbrosas. El salitre y la sed en los labios.

Verano del 2013. Llueve en Brooklyn. Veo los postes de madera alineados en el agua. Sé que la madera sumergida, ahogada en agua, ya se ha hecho piedra negra. Pienso que me gustaría saltar sobre los palos sin parar. Para ir y volver. Son un tablero pintado en el agua. Una rayuela de muchas casillas. Conecto con la imagen que me viene siempre con esa palabra. La de unos marineros desvencijados que la jugaban en la cubierta de un barco que pasaba en el libro de Mishima, El rumor del oleaje, y que representaban sin embargo, para el joven protagonista del libro, la posibilidad de un futuro mejor. De un futuro lejos de lo cotidiano. Veo al chico mirándolos desde arriba, desde el acantilado donde está el faro viejo. Lo recuerdo con los puños apretados de rabia. Encerrado en su destino. Aún no se había enamorado de la joven que se sumergía una y otra vez, aguantando la respiración más allá de lo que lo hacían las otras mujeres, pero solo en estas aguas, hasta lo más hondo, recolectando ostras. Recuerdo las escaleras empinadas, de piedras en muchos casos sueltas, que te hacen tropezar, que bajan desde el faro al pueblo. 

Me siento en uno de los bancos rescatados del mar. Saco una foto. Observo el espejismo en mi vida de la ciudad de enfrente. Llena de luces. A mi alrededor hay familias de judíos ortodoxos con mujeres y niñas de medias gruesas, de mangas largas, a pesar del calor. Hay familias de latinos que apuran sus barbacoas.

Ahora en casa después de unas semanas de posos, en mi cabeza se ha conformado una foto nueva en la que aparezco yo. Sentada en Brooklyn, que para mí tiene un significado íntimo profundo, contemplando la rayuela de la vida y rodeada de lo mejor que me ocurrió en el viaje: una mujer rubia casi invisible que pasa corriendo y se escapa a la playa, como un barco; y un hombre que siempre lo imagino mirándome desde lo alto de las escaleras del faro, cargando la caja de un plato nuevo de vinilos que realmente compró. Para recuperar todos los sonidos de la música. Otra isla. Para recuperarse a sí mismo.

Me levanto del banco y me enfrento a los días inciertos. Cierro los ojos. Respiro. No quiero dejar de jugar a este juego de la vida. Y recupero la frase de Martha Gelhorm que me hace fuerte: al menos yo tiro piedras. Al menos yo me esfuerzo por vivir.




lunes, 14 de octubre de 2013

Se llamaba Gregorio Samsa

Se llamaba Gregorio Samsa pero yo no me acordaba. A los 18 años, en una tarde calurosa de verano, leyendo febril, apostada tras una puerta sin tranca, como un preso sin tiempo, lo más extraordinario era que te salieran patas. Poder subir paredes. Colgarse en el techo y dejarse estar ahí por un momento de silencio. Con los ojos cerrados. Lo más extraordinario era que te criara una armadura de bicho para vestir en las batallas. Brillante. Que te ciñera las caderas.

Por aquel entonces, en esa habitación, tampoco había cama para cuidar a la Rebeca de Cien años de soledad que te ha devuelto, y que tras la puerta, hoy me mira con la fortaleza de una dignidad que me era imposible comprender. Con los ojos desorbitados, con los pelos deshilachados y la espalda recta de las decisiones firmes. Por aquel entonces, se me coló la Amaranta que ocupaba todas las sillas bajas de la costura, que cosía y descosía su mortaja. Y no me di cuenta que con cada una de sus puntadas, me iba secando y secando en hilos finos. Y que no volvería a correrme la sangre entre las piernas, apoyada en un quicio, urgente, mientras mi abuela me llama por mi nombre.

Se llamaba Gregorio Samsa pero yo ni siquiera me acordaba del final de su historia. De que apenas comía, del rechazo, del abandono de su familia, de la manzana podrida que le hería la espalda. De la imposibilidad de andar hacia atrás. Si al menos hubiera sido un Bartleby con entierro.

Cierro el libro y me aprieto con la mano el pecho que a veces no respira. Me siento terriblemente triste. Enfadada.

Es octubre. Empiezo a sentir frío. Se han vuelto a levantar los laberintos. Los minotauros han vuelto a su trabajo y ya no mastican hierba verde. Todo está lleno de moscas. De hoy no pasa que quite la persiana de la ventana de la habitación, Gregorio. Para que nos entre más el sol mientras los demás creen que estamos mudos.

Es curioso, Gregorio. Hoy he quedado con el hombre del quicio. A veces siento que he aprendido cosas y me gustaría vivir a las personas otra vez. Pero no puedo. Solo puedo releer los libros y estarme aquí un ratito contigo. Escuchando músicas de otros tiempos.


martes, 8 de octubre de 2013

Esperando a los bárbaros.

Me acerco a la ventana. Acaricio el cristal con la mano. Hoy la ventana no es de entrar y salir aunque tiene un hueco abierto y siguen las escaleras puestas. Aunque tengo la certeza de que al lado del río del este donde sale el sol te has parado a pensarme. Hoy la ventana es de mirar desde dentro. De pararse a descansar. De tomar el sol. De llorar si es preciso.

En la habitación, Martha Wainwright canta una y otra vez su elegía ‘Proserpina’. Ven a casa con tu madre. Pero el niño de la portada de ‘Esperando a los bárbaros’ sigue corriendo en la nube de polvo que levanta el desierto en su juego de viejo. Con los pies descalzos y la cabeza rapada es un niño del tiempo. Una cometa dentro de mi aparador de libros esenciales. Mirando de frente, asomado al cristal de mi piel. Yo también tengo el pelo malo. Junto al giralunas de plata. Junto a la harina de las manos tristes que arrastran el carro del pan. Junto a las paredes encaladas de la casa de la estirpe condenada. Junto al paso lento del elefante en su viaje. Junto a los poemas de Cavafis.

Proserpina. Ven a casa con tu madre ahora. Mientras amaina la tormenta. Hasta que podamos abrir estas ventanas de par en par.

Pero el niño sigue corriendo.

A veces pienso que huye para protegerse. En un lugar en la frontera que yo también habito. Otras pienso que solo vuelve. De explorar, de vivir este maravilloso desierto donde habitamos los bárbaros. Los nómadas. Los navegantes de agua pero también de las arenas. Los habitantes de Babel.

Frente a la ventana siento los pies y sus pasos. Estoy viva. Y se arranca a venir la lluvia para que nos lavemos la cara y el cuello a dos manos. Niño, te digo, soy la nueva Blimunda, la que ve todas las corazas. Las nuestras y las de quienes nos llaman bárbaros. Las de quienes creen solo su verdad y nos quieren arrancar la lengua y coser los párpados.

Y el niño que aún no sabe del mundo, más allá de su cuartilla de papel, se acerca y me da un abrazo hermoso. Confiado. Y yo que ya bebí de la sed muchas veces, sé que tras esta lluvia vendrá de nuevo el polvo y el hambre. Un nuevo naufragio de hombres. Proserpina. Ven a casa con tu madre.

Proserpina. Sin remedio. Siempre corriendo. Siempre viviendo en la frontera de los dos mundos. Donde levantas tu colección de ventanas. Donde plantas olivos. Donde enciendes faroles para mirar lo que ocurre en los graneros de Lampedusa. Donde atraviesas puentes. Donde comercias con los bárbaros.