sábado, 28 de diciembre de 2019

Rosalía


Se llamaba Rosalía aunque nunca la escuché cantar. Eso sí, le gustaba la música, que seguía al compás con su pie derecho metido en su zapato de niña eterna y una sonrisa incontenible de muñequita de cuerda, que le hacía temblar todo el cuerpo. Cuando la ocasión lo permitía, hacía palmas. A la altura del corazón con los dedos muy abiertos. Sin terminar de aprenderlas. Como si la Melliza, como todos la conocíamos y la llamábamos, anduviese en su cerebro repartida de una manera un poquito más visible que el resto de nosotros. Sin esconderse ni protegerse.

Se llamaba Rosalía y siempre te buscaba con la mirada generosa y te dejaba entrar muy, muy adentro en sus ojos. Para que la siguieras y la acompañaras a una casa ordenada y limpia. Nerviosa, contenta, andaba por delante, dando pequeños saltitos ilusionados. Como cuando le compraron el dormitorio nuevo. Su casa. A la casa arriba de la mía. La entrada con su mesa y sus sillas, arrimadas a la pared encalada, dejaban en mitad un espacio donde en mi memoria de niña, nunca supimos quererla lo suficiente. Eran tiempos en los que aún no habíamos aprendido a decir que nos queríamos. Con ventanas pequeñas abiertas a la luz.

No necesito cerrar los ojos para tocarle el pelo corto recogido con lañas detrás de sus orejas. Como se peinaba mi abuela. Su falda. Su camisa y su rebeca. Sus medias y sus zapatos de hebilla. No necesito cerrar los ojos para llegar hasta el patio que ya no existe en la que ella era más grande y lavaba y yo más pequeña. Abrir el grifo que había justo a la izquierda conforme entrabas. Llenar el cubo de zinc de agua. Oírla caer. Mojarnos las manos hasta los codos. Como solo podíamos hacer en su casa sin que nadie nos riñera. Coger el jabón verde. Nuestros dedos como peces.

No necesito cerrar los ojos para verla sentada en una silla de mi casa. Con sus pies pequeños apoyados en el garrotillo más bajo de la silla. Antes o después de almorzar. Para pasar la mañana o la tarde. En la mesa con la enagüillas en invierno. Con mi abuela Dolores. Escuchando callada, como yo, todas las conversaciones.

Se llamaba Rosalía aunque cuando le preguntábamos como se llamaba, nos decía Rosa: Rosa López Ortega. De nuevo sonriendo con los ojos que abrían su puerta. Cuando le preguntaba por su familia, siempre acudía primero al hermano que más tiempo quiso, su mellizo, que había muerto cuando era joven. De su padre, que le dejó su casa para asegurarse que alguien la cuidara al menos a cambio de su pago, hablaba con devoción. En silencio, con la mirada muy atrás y triste. Intentando quién sabe si tocar el tiempo de antes. Como un río en su memoria. Otro grifo, otra agua. Añorando un espacio donde estoy segura se sentía protegida. Su padre. De su madre no hablaba en mi memoria. Desconozco el posible dolor que se callaba o que yo borré.

Sus tres hermanos la tenían por meses para comer y dormir. Como muchas personas mayores que entonces eran solo viejos y mudaban de hijos. Cambiaba todos los días uno, que venían precedidos de entusiasmo o mohín según un destino impuesto, inamovible e implacable que mandaba en una vida de ella pero que no la tenía en cuenta. Yo lo sentía terriblemente injusto. En mi mente de niña, cómo podían hacerle eso si eran su familia. Por pura lealtad, todavía hoy recuerdo la casa que ella siempre prefería y la que menos le gustaba.

Se llamaba Rosalía y hubo un tiempo en que fuimos muy amigas aunque ella hubiera nacido mucho antes que yo y tuviese años de mujer y yo fuera solo esa niña. Aun así hablaba las palabras a cuartos o a medias. Aunque a mí me valía, sé que a ella le dolía no hablar como los otros adultos que a veces, solo para no hacer el esfuerzo de escucharla, le decían no entenderla. Anticipaba lo que yo aún no sabía: que crecería y me iría como antes se habían ido otros, mientras ella solo envejecería un poquito más.

No estuve cuando se murió. Me gustaría pensar que en algún lugar de su cerebro consiguió guardarme como yo la guardo, aunque lo más probable es que si alguna vez se acordó de mí, sintiese que era solo otra persona más que la había abandonado.

Se llamaba Rosalía y aunque yo era chica, me enseñó que no a todas las personas se las puede querer de la misma manera, que hay personas a las que hay que respetar y querer siempre un poco más. Me enseñó que las palabras duelen. Lo que decimos y cómo lo decimos. Me enseñó que crecer significa empezar a ver las diferencias en las personas, mudarnos a unos ojos más ciegos, a un corazón peor. Como cuando le decían que la llamaban para que se fuera porque no sabía irse. Como cuando ya no podía venir tanto a mi casa porque mi hermana pequeña, que siempre estaba con ella, tenía que aprender a hablar mejor. Como cuando una moto la atropelló al cruzar la calle y la dejó toda magullada y ningún vecino dijo haber visto el accidente.

Eran otros tiempos y la calle Nueva de mi pueblo, como otras muchas de otros pueblos, aún no sabía ni de los abrazos ni de cinemas paradisos. Ni yo tampoco.

Eran otros tiempos pero a mí aún me avergüenza no haberla sabido querer mejor.

Hoy en mi casa está su mesa que heredamos. Aunque pasa el año arrimada a otra pared, la ponemos en el centro del comedor en la Nochebuena para caber todos. La sacamos al huerto el día de Navidad, para comer al sol. El bombo de la Melliza en el centro de lo que somos. Un regalo de la vida. Con todas nuestras carencias y nuestros querer aprender a mirarnos y vernos más. En la calle Nueva.

No necesito cerrar los ojos para darle la mano y entrar pa’dentro por el jilo de la casa. Para que se siente otra vez en una de las sillas de mi casa. Mi abuela Dolores también viva.

Se llamaba Rosalía y aunque nunca la escuché cantar, le gustaba palmear y bailar la música. Con sus pies de mujer encerrados en zapatos de hebilla de niña.

Se llamaba Rosalía y era mi amiga y yo la quería y la sigo queriendo. Ojalá allá dónde esté pueda perdonarme la ausencia.

La Melliza, tan hermosa.

lunes, 9 de diciembre de 2019

El paseo


El espacio de adentro y el espacio de afuera.

Supongo que el espacio de adentro a veces no nos cabe y duele tanto que se vomita. Como una sombra, no se puede desprender y se lleva puesto de vestido largo. Por delante y por detrás. Enredando el pelo. Apretando el cuello.

Cuando el espacio de adentro está afuera me falta el aire para respirar y me hago cada vez más pequeña. Tanto que tengo que salirme entera y habitarme enfrente. Me llevo la mano al pecho y me tiro hacia fuera de la piel. Para romperla.

Cuando el espacio de adentro está afuera, salgo a andar mucho. Aunque las piernas y los pies me pesen como si fueran de piedra dura.

Mi espacio de adentro es gris. Como el aire contaminado de esta ciudad. A plomo.

Pienso que tengo fijación por la quietud de las estatuas de los tejados. Como Bartlebies alzados.

Hoy he hecho el recorrido de siempre. Nada más enfilar la calle abajo he leído un mensaje. Si algo existe de alma, también ésta se me ha caído a los pies. Por lo que faltaba. Ahora que lo escribo, me pregunto que tendrá eso que ver con que mis calcetines se hayan empeñado durante toda la tarde en escaparse una y otra vez de mis talones. Para enrollarse y quedarse sin remedio en la planta de los pies. Haciéndome daño. Aquí sentada mientras tecleo se mantiene intacta su presencia incómoda en el pie derecho. Como una soga. No hay poesía plausible en un calcetín enrollado en el pie que se te clava. Ni aunque el cielo atardezca en rosa en la ventana.

Así con el alma en los zapatos y el espacio de adentro por fuera, he vuelto a acordarme de aquel amigo mío. A veces uno deja atrás a un amigo como quien se corta un brazo y no pasa nada. Como si no doliera. Como si nunca hubiera existido una mano izquierda. A-brazos.

Una muleta. Unas alas postizas en un boca a boca urgente. Un dolor que duele un poco menos.

En el puente del viaducto han colgado una guirnalda de luces de Navidad. Una silueta de ángel se suspende en el aire sobre el establo donde está el Niño. Paso por debajo y pienso como siempre en sus suicidas. Sonrío el desatino o el atino del ángel, que nunca se sabe.

Cruzo las calles esperando que los semáforos se pongan en verde. Qué pena es a veces no creer en un dios.

En el parque todo sigue igual. Las personas pasean a los perros olvidándose de ellos mientras miran el móvil. Los perros ladran a la pelota devuelta a sus pies. Los padres pasean a los niños bien abrigados, olvidándose de ellos mientras miran el móvil. Los niños agitan sus manitas delante de sus ojos por si acaso los vieran. Las aves anticapitalistas se bañan en el hilo del río. Agua con sed de agua. Entre las cañas. Tan tiesas. Casi lanzas.

Cruzo el puente con todas mis necesidades colgando. Siempre que empiezo a llegar, se despliega una nueva arena.

El mendigo del mercado una vez fue un hombre libre, pero en el desierto, el Sol le quemó los ojos. Adivina por el sonido el valor de las monedas que caen en el platillo. En el palacio, Sherezade no quiere seguir contando historias para seguir viviendo.

Doy la vuelta al lago y enfilo la vuelta.

Una joven con el pelo corto camina sobre una cuerda elástica agarrada a dos árboles. Entre los pasos ensaya algunas piruetas. Un joven con rastas le da la mano izquierda ayudándole en el equilibrio. En la otra lleva un pájaro. Como en El paseo de Chagall, sonríen.

La pirueta es un libro de Halfón. A mí no se me olvida su apellido porque si le cambio la f es un halcón. Pienso que para ser equilibrista el pelo corto es imprescindible. Este pelo mío largo, sobra. Pasa al contrario que con la cola de los gatos.

El otro día en la playa un gato gris que tomaba el sol no tenía cola. Sentí vértigo en el estómago al imaginarlo saltar entre ventanas. Como cuando a Mr. Vértigo le faltó un dedo y dejó de levitar y volar.

Siempre he querido ser trapecista. Mrs. Vértigo. Con pelo corto. Para no caerme.

Subo la cuesta. Me pesan las piernas. Traspaso otra vez el puente. Después de mirar hacia los cristales para la disuasión. El ángel aún no se iluminó.

En el banco donde antes de instalarnos en Madrid, intentaba adivinar los ruidos que se nos colarían en la casa, como una medida de las probabilidades de felicidad futura, me miro las manos y me pienso los trozos, lo que va quedando. Las tripas como un colador. Otra soga.

Las tripas solo están en el espacio de adentro. Aunque se vacíe por fuera.

Ya en la casa como pipas. Me tranquiliza lo que se repite. Me meto los dedos. La ropa está tendida.

Aquí todo me resulta más difícil. Hasta amar.

El espacio de afuera en el que me hago más grande, se ha quedado en la otra casa. Allí tengo un balcón y un espejo largo. Un patio con macetas y una amiga. 

Con ella cerca siempre es más fácil, todo parece casi posible. Desprenderme de mis necesidades. Vestirme violeta. Sin exilios.