lunes, 27 de octubre de 2014

El cerebro de Andrew


Repaso noticias, leo historias, me quedo fascinada con la belleza de Caddy Adzuba. Con la del desierto encontrándose con el mar. Me avergüenzo de la valla de Melilla y de todas las vallas y las fronteras. De las jaulas de oro. Me conmocionan los me gusta en noticias sobre la violencia sobre otros, aunque estos sean la escoria del hombre. El ojo por ojo, el diente por diente. Pavorosos.
Y tiro del hilo del cerebro. Soy negro porque nací de noche. Leo Cruzadas de Michel Azama interpretado por todos los jóvenes que escuchan a Caddy. Pienso en ti que me dibujas como un desierto que hace prisionero al mar. Las manos. Las lágrimas en la cara de los expulsados en una foto de Sergio Caro. Las piedras de la playa sobre el aparador de la casa sin orilla. El dolor de dentro, muy dentro. Las mujeres de Niketche de Paulina Chiziane. Sentarme en la plaza. Nadie toca mi cuerpo. Mi cuerpo es un desierto. Recordar que quiero volver a tomar una cerveza Alhambra con ese joven que no espera nada de mí. Cómo mataron a Gaddafi. La violencia en 2666 de Bolaño. Las mujeres. Me duelen. El mar. Esta noche será luna nueva. Negra. Como Caddy Adzuba. Bañarme. Flotar y flotar. Gritar que hoy no quiero cambiar más. Que no puedo sostener que me pidas que cambie y cambie. Que sea siempre otra. Que me vomites encima. Tatuarme la cara con dibujos. El pecho. El vientre. Las nalgas. Mi cuerpo. Arquearlo. Arquear el cuerpo.
Mi cuerpo es un mar. Negro como la noche con luna nueva.




Debí haber intuido que el nuevo libro de Doctorow no me iba a hacer bien. El cerebro de Andrew. En un hilo negro enredado. De Moebius. Acababa de decirle a A. que estaba cansada de simuladores. En la contraportada el protagonista decía: 'todos somos simuladores, doctor, incluso usted'. Lo interpreté como un reclamo en vez de como una alerta de huida. Y eso que A., en contra de lo habitual, me había hablado más largo que nunca. Así que aquí estoy, enredada sin remedio en la historia de un hombre loco escrito por la certeza de la locura de otro y de la que no puedo escapar. La locura como imán. Encaramándome de un salto a las rejas. Me encanta Doctorow le dije al otro A., la literatura norteamericana. Es como masticar hierba verde. Y a mí me gusta tanto hacerlo. Para purgarme.
Rujo. Porque es la voz que me sale de dentro. Sin saber si soy perra o gata. Solo sé que tengo el cuerpo cubierto de pelo. De nostalgiar. Sobre la sombra de cal que desconcho para comérmela.
Necesito un abrazo.
He pensado en acercarme de nuevo a la librería. Saltando sobre el pudor. Pedirles que me dejen dormir un rato en su puerta. Hecha un ovillo. Ajena al mundo que pasa.




Escuchar tu voz. Sentir que otra vez la piel y la carne se me quieren salir de los huesos. Dejándome en sombra. Masticando el corazón, el hígado. Confinada a una celda de La fiesta del Chivo.
Mi amigo me dice que no entiende nada: cuánto más te castiga más te engancha. Se enfada conmigo. Jugué mal mis cartas. Se enfada más. Pienso si acaso vivir la vida es una partida. No sé vivirla entonces. No tengo estrategia. No me vale ninguna estrategia. Ni la de quedarme ni la de irme.
Leo una poesía de Claudia Sbolci: ‘Aunque parezca contradictorio/una pelea ganada por abandono/puede ser el primer paso/hacia el amor a uno/a mismo/a'. Veo sus pies dejando huellas en la arena de la que crecen flores blancas.
Yo me fui. Me borré. De nuevo me dijiste que no era suficiente. No quería seguir mostrándote lo que soy. Seguir desnudándome para ti. Llena de pústulas. Abandoné. Me veo marcharme. Pero no encuentro las huellas, ni nacen flores. No soy capaz de sostener irme.
Es domingo y hace sol. La niña-mujer que tampoco consiguió enseñarte a compartir los espacios y que desapareció de ti con todo mi dolor de madre, pone las tostadas. Huele a pan.
Recojo las tiras de piel y las enrollo como unas medias caídas en el suelo.
Me trago todo. Me levanto. No sé qué decirte, amigo, no me sale el enfado, no me sale la indiferencia. Levantar el brazo con el puño cerrado de las activistas de vida. Hoy solo me sale sentirme menos. Invisible. Vacía. Sí, solo porque escuché su voz.




Lunes. El sol se paseó por la casa. El cielo ha estado toda la mañana lleno de pájaros con alas para volar. Liberados de jaulas.
He cambiado de opinión. Sin fustigarme, he trepado de nuevo al plano de mi mundo. Ya no soy mi peor enemigo. Prefiero ser yo a mi manera. He abierto la puerta de entrada y he esperado a que la sombra me alcanzara bajo el marco. La veo llegar.
Me siento contra la pared vertical. Se queda quieta. Descansa. 
Termino de leer El cerebro de Andrew. Soberbio. Lluevo letras. Ando un rato con las manos. Cabeza abajo. Formando charcos.




martes, 21 de octubre de 2014

Retazos de ciudad II


Mirándome fijamente a los ojos, me ha dicho: tú no sientes deseo y eso no puede ser. Porque el deseo es el motor de la vida.



De día, la bailarina dorada danza por toda la casa. Dibujando árboles y olas en las paredes. El aire. Con las puntas de los dedos. A veces incluso sale y entra por las ventanas, pisando los tejados del barrio en un vals vienés. De noche, se queda quieta. En equilibrio. Sosteniendo, como Nour, el cielo estrellado de la casa que se ve desde mi cama. Como casi todos, con los ojos y la boca agujereados por la vida. Por donde pasa y se oye el aullido del viento.



Me gusta el sol del mes de octubre que hace desaparecer los muros sin fronteras de los laberintos y libera a los minotauros. Para correr libres. Para embestir al aire. Sin miedo a los espejos.
Me tumbo en el suelo. Cierro los ojos al sol. Me como la hierba. Las moscas. Sabrosas. Me relamo con la lengua.



Sonrío irónica la casualidad que no existe de esta frase de Kafka escrita en el libro recién comprado de Halfon: ‘Una jaula salió en busca de un pájaro’. Miro por la ventana a la gente que pasa. Sin verla. Corro entre los árboles intentando salvarme. 
Me duelen los pezones. Me unto con sal.
La luna se pasea por la habitación desde mi almohada. Es tan bonita que tengo ganas de llorar. Aprieto el puño de la mano izquierda donde he escrito también mi nombre. Monasterio. Termino de leerlo. Siento que acabo de hacer el amor contigo. Soy hermosa. Soy un pájaro. Intentando esquivar a la locura.



A veces, cuando el día se levanta nublado, como si no quisiera amanecerse, saco la mecedora de tela de la memoria. La acerco a la ventana y me quedo un rato allí. Para adentro. Contando los pájaros que vuelan. Me pinto una raya blanca en la frente, entre los ojos, y pienso que la acaricio. Toco mis labios. Los tuyos. No dejo espacio para las preguntas ni para las respuestas que no me pertenecen. Me acuno. No dejo espacio para aparentar que me levanto y ando. Solo me mezo y me alimento de cerrar los ojos por un rato.



La luna llena que está llegando y que se cuela en mi habitación, me revuelve. Me da la vuelta. Las orejas en los pies, el hígado en el pecho. Rujo como una leona cavernaria en la ducha fría. Pienso en saltar por los tejados y encaramarme a las antenas como si fuera King Kong. Sin castrar. Mirando a través de los cristales de las ventanas. Las caras por dentro. Rujo y me saco el dolor hasta la garganta. A la altura del sexo. Lo amaso. Rujo. Dibujo tu cara. Pienso que puedes sentirlo. Rujo. Un beso un beso un beso un beso. De tripas. Un rayo que me atraviesa. Una sonrisa en los ojos de agua.



Aprovechando que llueve, escarbo la tierra.



Con tu voz sostenida en las nubes que amanecen, con las manos y con los pies, hoy he crecido un río. Abro las ventanas para poder flotar en el aire. No te salves, pienso, no te salves. Anda este río. Crécelo. Píntame la arena del vientre por dentro. Mírame. Péiname el pelo con los dedos. Bésame. No te salves. Bésame. Hasta un lugar que no conozco.


(Mujer con ventana, M.José Ramat)

domingo, 12 de octubre de 2014

Retazos de ciudad I

Por si tenía alguna duda, al abrir el maletero del coche, 'Vida y destino' de Vasili Grossman con sus más de mil y cien páginas, me ha caído como un kamikaze en el pie derecho, dejándome un moratón negro inmediato. Con forma perfecta de triángulo equilátero de esquina de libro y graffiti callejero: bienvenida.


En el reflejo del cristal de la ventana, una mujer desnuda toma café. Azul. Al aire.


Esta mañana, aún de noche, a la vuelta de acompañar a mi hija a la estación, con la cara no despierta, de cartón, un chico (dígase todo hombre que es más joven que yo y que ya son muchos), me ha dicho lo bonita que me he levantado esta mañana. Lo he mirado y me he puesto a reír sonora. Gracias, buen día. Qué sonrisa tan bonita. He seguido riendo y ha reído también él. Mirándonos, mientras nos despedíamos con los ojos. Y así he cruzado el semáforo en rojo y he bajado la cuesta: voladora. Tarareando una canción de Sabina.


Domingo. Amanece sobre las estatuas mientras yo sigo trepándolas. Anhelando compartirte los sueños. Para que nos crezcan mariposas. Siento mi vientre como una cueva capaz de contener el mundo y parirlo. Me limpio las lágrimas con las manos. Salgo a la calle.


El sentimiento que me provoca un árbol sin hojas. De paz. De acogida. De fortaleza. A pesar de su desnudez, o quizás por ella. Los árboles con hojas en invierno me tiritan frío. Bienvenido, otoño, que me desnudas, que me peinas el pelo, que me aras la tristeza. Te espero.


Hoy he sido yo la que ha atravesado las plazas. He ido a buscar vino cosechero y una planta de menta, a falta de yerbabuena que ya traeré del huerto del pueblo. Para ponerla en una maceta en la entrada de la casa. Junto con nuestros nombres escritos en un papel. Para que nos salgan raíces. Para alimentarnos de la tierra. Para tocarla con pies y manos. Para crecernos. Para brindarnos.


Releo la poesía de Herta Müller en el sofá, lápiz y pala del corazón en una mano y el '¿tienes un pañuelo?' de su madre, apretado en la otra. Con los labios pintados de rojo.


El sol entra por la ventana y se acuesta en el sofá del salón. Como si fuera una playa. Yo no puedo evitar colarme a su lado. Lenta. Como Eva al desnudo. Lenta. Mirándolo a la cara. Esperando que se me cuele y se me salga por la boca.