Me siento en el banco alargado del centro de una de las
salas. Escucho el ruido que provoca en mi cabeza la simple presencia de
personas, de pie frente a las fotografías. Son una muralla. No me dejan escuchar
las luces.
Repaso la sala. Está el hombre empeñado en comentarle a su
mujer, que va al menos tres por detrás, cada una de las imágenes. Las destripa con
una precisión de cirujano fino; y se come cada una de las fotografías con
cuchillo y tenedor. Aséptico. Entre uno y otro hay una cuerda pesada que los une y varios
metros imposibles de respirar. No me gustan.
Con las mejillas apoyadas en las manos. Impactada por el
exceso de belleza. Insostenible. Ahí llega la otra pareja anaeróbica. El uno, que parece haber
hecho todas estas mismas fotografías, que parece haberlo visto todo, comentándolas
desde su experiencia y su desdén. El otro, que no deja de decirle que él tendría que haber
hecho esta exposición. Es imposible no escucharlos. Estoy cansada. Me ha costado entregarme al gruñido de la piedra rajada por el glaciar, apostarme entre los
pingüinos y retozar en sus plumas, suspenderme en la cortina del agua de la cola de la ballena. Planear en el aire. Gemir. En los confines del Sur. Donde hay una isla llamada
Decepción, poblada por infinitos pingüinos en blanco y negro, rodeada de feroces
corrientes de agua y viento. Con dientes afilados. Donde es difícil sobrevivir.
Repaso la sala. Allí detrás de la gente que yo conformo, está
el mundo primero, la génesis que no conozco. El de los hombres y mujeres con
piel pegada a la tierra y al agua. A los árboles. Al aire. Con cuerpos
desnudos. Al fuego, a la vida. No puedo lavarles los pies de elefante. No puedo
tocarles la cara. Quiero pintarme la cara con arena blanca, subirme a los árboles. Pero no soy visible. No pertenezco a la tribu de
los hombres y las mujeres libres que solo temen a las serpientes. No los alcanzo desde el banco de esta sala. Apoyada
en una montaña absurda de bolso, chaquetón y bufanda. Yo no he visto el mundo ni la
duna de los que comen gusanos.
Me levanto. Me acerco al blanco, al frío. En el Ártico, los nómadas
atraviesan ríos y desiertos helados. Y pienso en lo profundamente humano de
este acto de resistencia, de supervivencia. Intento ver el diálogo entre la
imagen y el fotógrafo. Descubrirlo en cada ojo. En cada paso imposible.
Vuelvo a sentarme. Repaso las fotografías y me sale una vida
que no es mía y que no voy a poder vivir. Estoy aquí pero yo no he visto los
lugares del mundo. Me siento extraviada. Me asalta Berger, que tanto me gusta: ‘un lugar es lo opuesto a un espacio vacío’. Sus fotografías de lugares son las de mis ausencias.
Viajo a la cueva de Chauvet, donde los hombres prehistóricos
plasmaron más allá de los dibujos de animales, de las cabezas de caballos, su
presencia en las paredes. Con manos rojas afirmaron lo existente.
Él ha visto el mundo. Esta es su cueva.
Salgo de la última exposición de Sebastiao Salgado. Génesis.
Me siento en otro banco, al sol del invierno. A pesar del tráfico, de las colas
de quienes esperan para entrar, hay silencio. Es el sol que cierra los ojos.
Él ha visto el mundo.
De entre todas las fotos, podría elegir cualquiera. Pero
por algún motivo, me he quedado frente a esta. Frente a los hombres que salen
de las tinieblas.
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