En algún lugar de esta ciudad, hay una ventana de Almodóvar con vistas al
viaducto, donde una vez una psicóloga del Samur salvó al suicida
de hoy con el viejo truco del beso. Un beso, un beso, un beso.
Es la ventana de Los amantes pasajeros, abierta de par en
par. Es una ventana en color. Inicio de cualquier historia. De entrar y salir a
cualquier parte del mundo. De ir y
volver. De elegir qué quiero ser. De reírme. De estirarme de aquí y de allá y
convertirme en un cuadro de Picasso. Mujer con sombrero. Merienda en la hierba.
De pintarme los labios.
Yo soy una chica Almodóvar incombustible: por los tacones encendidos y la lágrima que cae
sobre el tomate mientras hago un gazpacho; por la lengua larga y la falda corta;
por la boca muere el pez de deseo; por el ‘Vamos, riégueme y no se corte. Riégueme'.
Yo soy una chica Almodóvar que no ha salido del armario,
como dice mi amiga. Siempre vestida con muros de contención y prudencia, habitando
los pueblos de casas yermas y sin ventanas. Limpiando suelos.
Pero soy una chica Almodóvar y eso es algo irreductible. Cualquier
día me sale para fuera. Se me revientan los goznes de las puertas cerradas, de
tanto estirados, y empiezo a respirar mejor en la ciudad de la calle melancolía
y los ahora es demasiado tarde, princesa. Y rompo todos los espejos, espejitos
mágicos.
Dijese lo que dijese la crítica, a mí la película
me gustó muchísimo. Me lo pasé genial viéndola. Es un disparate brillante. A la
intemperie. Insolente. Que muestra lo que somos aunque no nos guste. Con
sabor a menta y azúcar. A piel. A piel. A piel.
‘Tú, lo que necesitas es un amante’, me dijeron mis amigas puestas
en pie, alrededor del ruido de la batidora.’ ¿Yo? Que va …’ Y sonreí levantando
todas las posibles armaduras al desenfreno y a las caídas. A cal y canto. ‘Tú,
necesitas un amante’, me volvió a repetir uno de los antiguos compañeros de
velas. ‘Vaya, eso me han dicho’. Mientras doy un paso
atrás. Mientras conecto con el mensaje que recibí hace solo unos días de
otro amigo antiguo: ‘Tengo hambre de ti’. Se me tambalearon todos los andamios
de rodillas para abajo. ¿Hambre de mí? ¿Puede tener alguien hambre de mí? Y me
surgió un cuerpo por debajo de la cabeza con un lunar en el cuello. Para mi
amante, el amante pasajero.
Creo que si pudiera tatuarme la piel, me pintaría tallos con
hojas creciendo. Desde las manos. Desde los pies.
Cuando subí al avión de las vacaciones, en la contraportada
del periódico que siempre es lo primero que leo, un relato veraniego fresco me
denunciaba así: ‘Necesitas un amante’. Lo arranqué de inmediato y lo escondí en
un libro, y luego en el fondo de la maleta. Esto no puede ser. ¿Será posible? Temiendo
que si alguien lo desdoblaba, pudiera materializarse en realidad. Te concedo
tres deseos. Siempre me han dado pánico los genios de las lámparas
maravillosas.
A la vuelta, tal cómo se estaba poniendo la cosa, para
evitar tentaciones, he intentado no mirar ni siquiera al panadero que todas las
mañanas carga las barras de pan enfrente de la casa. Con ese pelo, esa barba, ese
cuerpo de estatua. Qué bien transporta las cajas, el panadero de todos los días.
Y yo con estas pintas, tan temprano.
Una vez fumé un puro habano como si fuera lo único que había
hecho durante toda mi vida. Lo hice por imitación de cine, pero también supongo,
por vicio propio.
Escribo de estas cosas y me siento aturdida, emborrachada.
Entre todos los pasajeros del avión de la película, elegí al más
canalla. Previsible. Al asesino moreno y con bigote y con acento. Al que más olía
a encargo. A mí los acentos es que me gustan mucho.
Ayer cuando volvía a casa, el panadero que ya estaba entrando
en la panadería, al intuir que alguien venía por la calle desierta de las
mañanas temprano, volvió la cabeza y se paró a mirarme. Como si me esperase. A ver
si es que él también me ve a mí todas las mañanas.
Esto es ya un no parar de comer chocolate.
En fin que ahí ando, con el amante que me hace falta y
la ventana, rondándome la cabeza en círculos. Masticando. De la garganta al
estómago, y del estómago a la garganta. En ascensor. Con los goznes de chica
Almodóvar que no ha salido del armario, crujiendo. Lola. Con pendientes y zapatos rojos.
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