María salió una mañana temprano. Con su sombrero de hongo y
su pañuelo al cuello, se subió al tren que debía llevarla hasta El Dorado. Lo siento,
su deseo aún no está listo. Vuelva usted en dos meses.
María deshizo el camino y en su vuelta, sin quitarse el
sombrero, tomó la decisión de no esperar más. Metió en una maleta una muda fina
y una blusa limpia. En los pañuelos de seda, enrolló la foto de la amargura de
Estambul y las piedras de playa. Las cenizas de su perra que siempre iban con
ella, como parte de su sombra, y una
pequeña estatuilla incomprensible de Giordano Bruno en una plaza de Roma. Todo para
no perderse en los sueños.
Antes de salir miró el cielo a través del techo y pensó si
acaso ella no había caminado siempre sobre cristales rotos. Como un faquir. Llamando
a puertas.
Y las dejó todas atrás.
Se encaminó hacia el puerto, siguiendo las calles de Ricardo
Reis en Lisboa. Se sentó por un momento sobre los periódicos usados de un
banco, mirando al río y a los barcos. Saludó al fantasma de Pessoa puesto al sol.
Cuando subió al barco, ya era una mujer desnuda con bombín.
Desembarcó en otro mundo y después de buscar su sitio en pueblos de cal, siguió el rastro de la selva hasta encontrar una pequeña ciudad
con casas de colores y calles empinadas. Se instaló en una amarilla de puerta
azul y una gran terraza llena de geranios, desde la que se podían abrazar los
árboles de la calle. Al final del patio encontró una
habitación llena de jaulas vacías para hacer pescaditos dorados. José Arcadio
que estaba a la sombra del castaño, le dijo que Aureliano Buendía aún no había
regresado de sus guerras. Puso un cartel en la puerta y como Dolores se sentó
en la terraza dispuesta a esperarlo, repartiendo entre sus vecinos cuentos y sexo
por compasión. Pasaron los días y las noches y al atardecer, las colas fueron
creciendo. Todas las noches excepto cuando la luna era solo
un hilo decreciente, que María guardaba para Florentino Ariza y
para sí misma. Con uno de los pañuelos de seda al cuello. Tocando las cuerdas de un violonchelo
invisible.
Por la mañanas María limpia las jaulas y va al mercado
de las frutas donde habla con los tenderos. Por la tarde vaga por el campo,
durmiendo bajo los árboles. Escuchando a los pájaros que le regalan olas de
viento. Nunca se acerca al mar, pero todos los días, antes de que amanezca, en
un barreño de zinc lleno de agua fría, se frota el cuerpo con sal.
Le preguntó a José Arcadio: aún no llega. Y pensó en que las
jaulas también necesitaban aire. Se colocó una jaula con una maceta sobre el
sombrero y se hizo pajarera de plantas. Para cuando el pelo le llegó a la
cintura, todas las mujeres de la ciudad la imitaban y
lucían hermosos tocados. Hechos de cualquier material. Con lo que sobraba o con
lo que faltaba. Como crestas: candelabros dorados, llaves antiguas,
saltos de agua, bodegones de fruta, altares de santos e incluso de penes
negros.
Aún no llega. Y el patio se fue llenando de gatos y de
tinajas llenas de agua de lluvia. En los arriates crecieron otros cristales
rotos. Para pisarlos en aquella casa sin zapatos.
A veces en los barcos llegaban las cajas con encargos de
libros. Los sacos de sal. Sin cartas para el coronel mientras José Arcadio se orinaba en los pantalones y repetía su aún no llega.
Y María con su sombrero de hongo y su jaula con flor en la
cabeza, se dibuja pájaros y árboles verdes en el cuerpo. Mientras regala historias.
No las escribe para no mirarse al espejo.
Otra luna y aún no llega.
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