Se llamaba Gregorio Samsa pero yo no me acordaba. A los 18
años, en una tarde calurosa de verano, leyendo febril, apostada tras una puerta
sin tranca, como un preso sin tiempo, lo más extraordinario era que te salieran
patas. Poder subir paredes. Colgarse en el techo y dejarse estar ahí por un
momento de silencio. Con los ojos cerrados. Lo más extraordinario era que te
criara una armadura de bicho para vestir en las batallas. Brillante. Que te
ciñera las caderas.
Por aquel entonces, en esa habitación, tampoco había cama
para cuidar a la Rebeca de Cien años de soledad que te ha devuelto, y que tras la puerta, hoy me mira
con la fortaleza de una dignidad que me era imposible comprender. Con los ojos
desorbitados, con los pelos deshilachados y la espalda recta de las decisiones
firmes. Por aquel entonces, se me coló la Amaranta que ocupaba todas las sillas
bajas de la costura, que cosía y descosía su mortaja. Y no me di cuenta que con cada una de sus puntadas, me iba
secando y secando en hilos finos. Y que no volvería a correrme la sangre entre
las piernas, apoyada en un quicio, urgente, mientras mi abuela me llama por mi
nombre.
Se llamaba Gregorio Samsa pero yo ni siquiera me acordaba
del final de su historia. De que apenas comía, del rechazo, del abandono de su familia, de la manzana podrida
que le hería la espalda. De la imposibilidad de andar hacia atrás. Si al menos
hubiera sido un Bartleby con entierro.
Cierro el libro y me aprieto con la mano el pecho que a
veces no respira. Me siento terriblemente triste. Enfadada.
Es octubre. Empiezo a sentir frío. Se han vuelto a levantar
los laberintos. Los minotauros han vuelto a su trabajo y ya no mastican hierba
verde. Todo está lleno de moscas. De hoy no pasa que quite la persiana de la
ventana de la habitación, Gregorio. Para que nos entre más el sol mientras los
demás creen que estamos mudos.
Es curioso, Gregorio. Hoy he quedado con el hombre del quicio.
A veces siento que he aprendido cosas y me gustaría vivir a las personas otra vez.
Pero no puedo. Solo puedo releer los libros y estarme aquí un ratito contigo. Escuchando músicas de otros tiempos.
Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda. Es decir, que el protagonista del relato más angustioso de la literatura universal es en realidad una criatura que puede volar y escapar del lugar sin saberlo. Como tantos de nosotros.
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