Escribir se ha vuelto una
frustración, muy lejos de aquel concepto encontrado de eutopía en un octubre de
menos años. La existencia real de la
utopía. El buen lugar alcanzable.
Se ha vuelto un lugar de miedo a los
otros, en el que no consigo sentirme libre. Sigue siendo ese espacio de miedo
al fracaso de mí misma.
Pienso un para-qué-excusa si luego no
voy a encontrar tiempo para seguir. Estoy tan cansada que apenas puedo ver por dentro, encender una pequeña luz sobre la mesa en
el cerebro. Acaso un fósforo. Como una niña vendedora de cuento. Para no morir congelada. Entonces escribo en la cabeza. Sobre los escritos surgidos de otros fósforos. Donde todo desaparece.
No es definitivamente un buen
lugar. Eutopía.
Ayer escribí de mi sueño y luego
salí a la calle y seguí escribiendo. Como quien fotografía todo lo que ve.
Soñé que me habían vuelto a
diagnosticar cáncer. Estaba en el pueblo de al lado de mi pueblo y hacía cola
en una larga cola de mujeres. Todas mujeres. Como quienes esperaban a la puerta
de las cárceles. La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Tiene sentido. Por la
noche me había acostado esperándote. Hay cierta condena en esta espera que no
sé atajar. Escarcha de tus días y de mis noches.
Tenía el cáncer en los ojos, en
los pulmones, en los glúteos. Solo este último era realmente mío. Los otros dos
eran prestados. Como entonces, cuando fue la primera vez, no me importó que me quitasen lo que me tuvieran que
quitar. Mi cáncer era rojo de escamas. Yo hasta que no me lo dijo el médico no
lo había visto. Como un pez. Desde el primero, a menudo por las
noches me duelen por dentro las cabezas de los fémures, sobre todo el derecho. Y esa noche que soñaba, me dolían. Me muevo de un lado
para otro, echando en falta mi cama y mi casa, en la que puedo colgar los
huesos para dormir mejor. Como quien tendía libros. Para que no se me claven. Para airearlos. El último
vuelo del flamenco. 2666.
Volvía a tener cáncer y esta vez
no lograrían salvarme como antes las nalgas. El médico me las enseñaba
como si ya no fueran mías.
Las mujeres de la cola se
desesperaban porque tardaba mucho. Tardaba más. Como otras veces.
El médico se puso a peinarme. Ese
era su principal y el único cuidado que tenía para mí. Porque aunque solo
aquellas escamas rojas me pertenecieran y los otros dos cánceres fueran
prestados, estaban allí, muriéndome por dentro. Empezó a hacerme trenzas
tejidas desde la misma raíz del pelo. Las mujeres de la cola protestaron. Y qué
iba a hacer yo. Me gustaba aquel peinado de olas en la cabeza. Qué podía hacer
yo si siempre quise ser pez y tener el pelo rizado.
Me desperté. Me froté fuerte con
las manos primero un lado y luego el otro lado del culo. Masaje de esqueleto. Las
mujeres seguían allí incluso con la luz encendida. No querían dejarme sola en
la sentencia.
Fui descalza a poner la cafetera.
Seguía sintiendo que llevaba las trenzas en el pelo suelto.
Te espero tanto que hasta me
prestas lo que no me pertenece.
Pensé en el peine de la luna que
está colgado duplicado en la pared. De madera africana. En el cuadro de Haití. Al
lado de la mujer que fuma en pipa. Verde. Te los pido siempre. Recuerda que son
míos.
Verdes. Hubiera preferido mis
escamas verdes. De donde vendrá ese rojo si yo todo lo pinto verde. Con la
sombra en la cintura.
La primera vez que estuve enferma
de tristeza, mis amigas me peinaban. Anoche me acosté en una tristeza vieja. Será que por eso soñé.
Salgo a la calle con el café puesto. Me he mirado en el espejo del ascensor donde solo sé verme fea. Ahora que la niña se está casi yendo, vuelvo a tener miedo a
seguir viviendo, a no reconocerme en los cimientos.
Escribir se ha vuelto una
frustración. Porque todos consiguen hacerlo y yo no. A este paso ya no quedarán
historias que contar, te había dicho. En el mercado se habrán agotado las palabras.
En el semáforo, para contradecirme, un hombre con
barba se habla a sí mismo con voz. La barba forma otras olas blancas.
¿Son mis trenzas? Lanza al aire palabras flotantes. No puede ser, se va
diciendo. Navega. Unos pasos más adelante el albañil polaco habla con su
teléfono móvil. Pienso si acaso se escapó del Capital, si habría ya
encontrado la maleta de billetes antiguos, si se habría ya enamorado. Tiene su propia historia que contar. Al lado
de otro andamio, pasa una mujer con un hombre debajo, muy muy hermosa. Lleva el
pelo negro en una cola de novia. Vuela. Es la belleza. Mueve las caderas escurriéndose. Pez. Detrás del cristal al sol, un bailarín esmerilado,
con el torso desnudo, descansa en una pirueta de nudo. Cuando la deshace, forma con los brazos otro peine. De los vientos.
Entro en la panadería para después seguir bajando la calle. Escribiendo una historia parecida a esta y otras que ya no consigo recordar
en mi cabeza.
Ahora frente al ordenador pienso que la utopía es también verde. Como una lechuga de las que cogíamos en el huerto. Con las hojas por fuera que había que limpiar de lo inalcanzable.
Ahora frente al ordenador pienso que la utopía es también verde. Como una lechuga de las que cogíamos en el huerto. Con las hojas por fuera que había que limpiar de lo inalcanzable.
(Gabriel Alix, pintor haitiano).
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