viernes, 28 de marzo de 2014

El interior

Insomnio.

La cama se ha convertido en una era. Ya no es ni un cuadrilátero donde protegerme, ni una playa de arena. Una era. La plataforma de un puerto a la intemperie. Donde no queda espacio a pesar del espacio vacío. Una era inhóspita. Como una ciudad en la que no conozco a nadie.

Insomnio.

Una plataforma petrolífera anclada.

Tengo frío. No puedo encender el sol.

Me abrigo un poco. Cierro los ojos. Busco la música. Intento conectar con lo hermoso. Con lo vivo. Con el día feliz y rabioso de hoy.

Abro mi cuadernillo de notas. Rojo. Con cinta roja.

Amiga, necesitas vestirte de color: de rojo, de rosa.

Primera anotación de la semana: ‘El olvido que seremos’, Héctor Abad Faciolince (colombiano). Un libro que me recomendaron. Es un libro padre. O un padre libro.

Luego las notas de la presentación a la que conseguí ir. Martín Caparrós y su libro El interior en Madrid. Es un libro viaje propio. O un viaje propio libro.

Me gusta cómo escribe Martín Caparrós. Escribe pedros páramos.

Era una sala pequeña. Yo ocupé como siempre la esquina de la última fila. Salida de emergencia. Aunque deseaba que él me viese. Que viese más de lo que yo puedo ver. Mujer con hambre y camiseta negra y rebeca de lana nueva. Con pendientes. Habló en argentino y yo me perdí por un rato meciéndome en una hamaca de hilos de araña de voz. Sin poderme detener en la escucha. Embelesada. Saltando vallas.

 ‘Uno ve mucho más cuando mira’.

‘Lo olvidé para no extrañarlo demasiado’.

‘El desierto lo hacían matando a la gente que vivía allí, para luego ocuparlo’. Hacer el desierto. Ocupar el desierto. Hacer y ocupar el desierto. Ocupar mi desierto.

Leyó dos veces. Se hizo un paisaje de carreteras en construcción. De máquinas. De polvo levantado. De olor a alquitrán. Levantando postes de luz. María, cuídate de los hombres que saben contar historias. No seas de agua.

En aquel pueblo del norte argentino hubo hace años una próspera industria cárnica. Hasta 1500 reses se sacrificaban al día. 6000 patas andando el camino del matadero. Se fabricaba esencia de vaca. ‘Las vacas morían para hacerse esencia’. La esencia era comprada para alimentar a los soldados. 'No hacían industria. Hacían filosofía'. Alimentaban hombres vivos para que muriesen en guerras. Acá todo era ruina. ‘Nada ni nadie los venció. Se fueron’.

La ruina. Hacerme de ruinas. Visitar las ruinas. Mirarme al espejo. Visitar.

Siguió contando su viaje. Un hombre, un coche, el silencio.

‘La esperanza de volver sobre el mismo lugar, pero poder leerlo de otra manera’. Mirarme al espejo. Visitar.

‘La esperanza es una mierda que solo sirve para alargarte el sufrimiento’, le dijo el indio blanco propietario de El Cabaret de Rosario. Comerciante de otras ruinas.

Guardé el cuadernillo rojo. Recordé aquel ‘me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber cuál es su lugar’.

Salí corriendo sin avisar. Sin acercarme a un 'gracias por la luz', a un qué bueno que te encontré. María, cuídate de los hombres que saben contar historias. Porque los hombres de ensueño no pueden querer.

Salí corriendo. Su voz que lee. Mi esqueleto de dentro en la raspa de puro hueso.

'Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir'.

Insomnio.


domingo, 23 de marzo de 2014

Los gallitos de caramelo

Los martillos de caramelo, sacados uno a uno de sus moldes con mimo, indultados de su trabajo de golpes, eran de color amarillo-sol. Los gallitos con la cresta de kíkiri-gallo, con sus portes altivos y sus añoranzas de luna lunera, eran de un marrón anaranjado, casi atardecido. Algunos, muy pocos, incluso negros, de caramelo amargo. Por aquel entonces yo aún no había leído El coronel no tiene quien le escriba, y no sabía ni de sus gallos a oscuras ni de sus agrias esperas.

En la cocina, Francisco se afanaba en el hornillo, entre los cazuelos de agua y azúcar, curtidos de fuego. Mágicos. A mí me dejaba estar siempre porque me quedaba quieta y callada, con cuidado de no quemarme. Mirando y aprendiendo todo. Pasando las horas.

Primero el agua se espesaba en una poción dulce, atrapando con empeño a las pompas escapistas de almíbar. Yo miraba impaciente hasta que poco a poco la mezcla extraordinaria viraba de apariencia. Desde los filos. Francisco movía el caramelo con la cuchara de madera. Hasta su punto justo de color. Para los martillos, los gallitos, pero sobre todo para los almendrados, de almendras o cacahuetes, pero siempre almendrados, que se creaban sacados de una chistera, sobre la mesa de mármol blanco de la cocina.

Primero se extendían las almendras, luego se confinaban a los límites de su molde de hierro negro. Francisco vertía urgente el caramelo y ordenaba con presteza las almendras en él, quemándose los dedos. Fuera del cazuelo, se formaban hilos dorados. ‘Tus cabellos dorados parecen el sol’. Con un cuchillo grande de dos asas, marcaba a ojo los cuadrados de caramelo. A ojo, que unos le salían más grandes que otros y luego se vendían al mismo precio, de manera incomprensible para mí, en territorios desiguales de sueños; no como los martillos o los gallitos, todos iguales.

El caramelo traicionero se endurecía en nada, tan rápido como las personas se vuelven sal al mirar atrás. Tan rápido como se hace añicos un corazón que cae al suelo.

Francisco separaba los cuadrados y desmoldaba las figuritas. Los apilaba encima de la mesa de la cocina para que luego Isabelita, su mujer, los sellase en pequeñas bolsitas de plástico. En absoluto silencio. En un lenguaje suyo, hermoso, de señas y de miradas. Con la piel de la cara también blanca y fina, salteada de venillas. De alabastro fino. Tampoco, todavía, había leído yo el libro para la ternura que es La sonrisa etrusca, ni me había quedado atrapada en el gesto de las estatuas.

Los cazuelos en el fregadero, los moldes en la cubeta. Cubiertos de agua. La mesa ya limpia. Isabelita, sentada empaquetando las figuritas, ordenándolas en el canasto de mimbre. Las paredes de mi boca crecidas hasta el estómago, rendidas, salivando, deshaciéndose en saltos de hiel. A la espera, como un animalillo doméstico con ojos, de algún gallito sin cresta, de algún trozo inútil y almendrado. De algún filo.

Luego por la tarde en los días de diario, también por la mañana en los festivos, Isabelita abría las puertas de la calle, y Francisco salía con el canasto o con el carrillo de los caramelos. La calle abajo mientras se acomodaba el cuerpo en la chaqueta, dispuesto a vender su mercancía en las esquinas y en la puerta de los bares. En un acto que a mí se me antojaba de valentía inmensa, con su gesto pintado de vendedor de ilusiones, a merced de un viento del norte que le robaba su magia de la cocina. Calle abajo, entre las esquinas de frío. Con su capa y su sombrero de mago, invisibles.

A quince pesetas, justo la paga de los domingos de mi abuela Dolores, los almendrados de cacahuete, que en el pueblo eran avellanas; a veinticinco, los de almendra, destinados solo a los pocos días feriados, en rojo, del calendario, cuando Francisco también vendía a los hombres la caña dulce.

Cruzando solo la calle. En la casa de puertas que Isabelita abre y cierra en un truco de encantamiento. De caramelo dorado. Mientras Francisco pregona su mercancía. En chaqueta y sonrisa.


viernes, 14 de marzo de 2014

Las muñecas del chocolate

En mi pueblo todas las mujeres eran más viejas que sus maridos. Aunque tuviesen menos años.

La primera vez que tuve conciencia de ello, fue el día del entierro de Conchita, que vivía enfrente de mi casa y que había estado mala.

Cuando había un entierro en el barrio, me apostaba en la ventana de la cámara vieja, la de los gatos, que daba a la calle. No conocía ningún sonido parecido al murmullo de los hombres en los entierros. Por alguna razón que aprendí sin cuestionar, que hubiera muchos, era bueno. A los muertos y a sus familias se les medía por el espacio que ocupaban los hombres en la calle. Directamente proporcional al zumbido de sus silencios.

El lugar de las mujeres estaba dentro de la casa. Resguardadas. Separadas.

Decían que Conchita era joven pero yo la veía vieja.

Ese día, y no recuerdo otro, mi abuela Dolores que vivía para adentro, se asomó a la ventana de la calle con cuidado de que no la vieran. Mujer tras el postigo. Mi abuela que nunca lloraba, lloró. Callada, como sabía hacer tan bien. Yo hice como si no me diese cuenta, porque en aquel entonces, los adultos no lloraban y los niños no veían. Ni oían.

Salió el marido que era muy alto detrás del féretro. Con su traje y su corbata negros. Con su camisa blanca. Con los zapatos limpios. Yo había oído a las mujeres del barrio decir que el marido era un pobre marido. Que se quedaba abandonado, sin nadie que lo arreglase y lo cuidase. Que tendría que buscarse a otra mujer.

Yo no entendía aquello. No entendía aquellos discursos de hombres-mando y al mismo tiempo de hombres-incapaces. Yo no entendía por qué, sin embargo, las viudas eran condenadas a no vivir debajo de sus lutos cerrados. A pesar del calor. Las puertas y las ventanas con pestillos. Las medias espesas. Me daba una rabia que aún no sabía lo que era, con la que culpé a aquel pobre viudo, que sabía yo de su vida, más joven y menos abatido de lo que esperaban mis ojos de niña.

Un día murió Conchita y mi abuela lloró en la ventana, que era como si llorase la propia casa. Con sus paredes encaladas. Y yo pensé ya entonces que mi abuela lloraba también por sí misma y por todas las mujeres envejecidas debajo de aquellas carnes, de aquellas ropas y del pelo recogido con horquillas. Y por mí.

Mi abuela fue así siempre, vieja, con todos sus años. Vestida de negro. Luego conforme los fue viviendo, los fue marcando en un calendario de la pared. Su años eran como los sellos de las cartillas para todo que había por aquel entonces. Primero te regalaban la cartilla y luego la rellenabas con los sellos que te daban cuando comprabas. Al final podías elegir uno de los premios.

A mí las que más me gustaban eran las del chocolate. Porque mi abuela y mi madre me habían dicho que después de los platos y las tazas, juntarían para conseguirme una muñeca. Me regalaron una morena y otra rubia. Mi abuela que era costurera les hizo una ropa nueva porque la que traían era fea. Mi madre para que no se rompieran, aunque yo no quería, me las colgó en la pared de la habitación. Al cabo de los años llegué a tener cinco muñecas colgadas, todas nuevas, en la pared. Aún hay alguna en la cámara vieja. Yo las miraba desde la cama. Era una niña afortunada. Porque mi abuela nunca tuvo ninguna y porque mi madre solo una malograda, de cartón, que le hizo mi abuela. Por la tarde después de su primer día de juego, la dejó en la escalera del patio ¡con tan mala fortuna!, que un gato que pasó por allí por la noche la tiró en una de las cubetas de agua de las canales. Y se hinchó toda. Y se le reventó la ropa y se quedó sin muñeca. Y ya no pudo ser más una niña con muñeca, mi madre. Porque mi abuela que había agotado todas sus alas en la primera, no tuvo más para otra.

Por eso las mías estaban colgadas a salvo en la pared. Aún así, algunas veces las descolgaba y les peinaba su pelo de plástico. Y les quitaba y les ponía los zapatos blancos de pie ancho.

Eran las muñecas de las cartillas del chocolate. Las que se conseguían juntando sellos. Como mi abuela, la vida: juntando años.





viernes, 7 de marzo de 2014

Bienvenida de vuelta

Escena final de Closer. 'Bienvenida de vuelta, señorita Jones'. Canta Damien Rice.


Me encanta esta escena en la que Natalie Portman anda.

A veces, cuando me siento segura de mí y siento mis pies bien plantados en el suelo, cuando no transito caminos de baldosas amarillas de Oz en busca del valor, cuando me dejo el disfraz de Tristón en el armario (oh, cielos) y me visto de Leoncio, incluso de oso Yogui que me gusta más, detrás de las tartas de manzana (Hey, Bubu), … a veces, me miro al espejo y sonrío. Soy una leona. Me cambio de muda de piel, la enrollo en el suelo como unas medias negras y la lanzo al cesto de ropa sucia. Me doy una buena ducha y sigo sonriendo. Me preparo una taza de voz en la garganta. Me pinto los labios y salgo a la calle a andar como Natalie Portman al final de Closer, consciente de cada paso de siete leguas, consciente de que soy hermosa y que la gente se vuelve a mirarme.

Eso es lo que voy a hacer ahora mismo, en cuanto deje de escribir esto: voy a mirarme al espejo; voy a restregarme bien la cara con las manos, hasta que consiga quitarme esta máscara de nubes grises y unos cuantos personajes de libros; voy a ducharme en agua caliente y larga, muy larga, … no, mucho más larga, atravesando cañones colorados, cerrando los ojos mientras me brotan valles; voy a vestirme con una falda y botas de tacón (pero con otra falda, no con la misma de siempre); y voy a salir a la calle. Hace sol, voy a salir a la calle. Cruzaré la Gran Vía entre la gente y llegaré al mercado de los Mostenses, ese pequeño parque del mundo escondido donde no me siento extranjera. Voy a pedir un zumo natural de frutas tropicales de esos que me invaden célula a célula el cerebro y que me visten de azul y me rizan el pelo. Y voy a comprar unas buenas empanadillas peruanas para el almuerzo. Eso es lo que voy a hacer. Salir a vivir, justo ahí, a la vuelta de la esquina.

Ni más ni menos, mundo. Voy a salir a andar a la calle. Para verte y para que me veas.

Ni más ni menos, mundo. En cada paso una playa.

Bienvenida de vuelta, señorita Jiménez.

Canta mientras ando una compañera fiel, Martha Wainwright, escudera de molinos y gigantes. Esta vez en compañía, que en la arena se hacen largos los caminos de pasos.