Los martillos de caramelo, sacados uno a uno de sus moldes
con mimo, indultados de su trabajo de golpes, eran de color amarillo-sol. Los
gallitos con la cresta de kíkiri-gallo, con sus portes altivos y sus añoranzas
de luna lunera, eran de un marrón anaranjado, casi atardecido. Algunos, muy pocos, incluso negros, de
caramelo amargo. Por aquel entonces yo aún no había leído El coronel no tiene quien le escriba, y no sabía ni de sus gallos a oscuras ni de sus agrias
esperas.
En la cocina, Francisco se afanaba en el hornillo, entre los
cazuelos de agua y azúcar, curtidos de fuego. Mágicos. A mí me dejaba estar siempre
porque me quedaba quieta y callada, con cuidado de no quemarme. Mirando y aprendiendo
todo. Pasando las horas.
Primero el agua se espesaba en una poción dulce, atrapando con
empeño a las pompas escapistas de almíbar. Yo miraba impaciente hasta que poco
a poco la mezcla extraordinaria viraba de apariencia. Desde los filos. Francisco
movía el caramelo con la cuchara de madera. Hasta su punto justo de color. Para
los martillos, los gallitos, pero sobre todo para los almendrados, de almendras
o cacahuetes, pero siempre almendrados, que se creaban sacados de una chistera,
sobre la mesa de mármol blanco de la cocina.
Primero se extendían las almendras, luego se confinaban a
los límites de su molde de hierro negro. Francisco vertía urgente el caramelo y
ordenaba con presteza las almendras en él, quemándose los dedos. Fuera del
cazuelo, se formaban hilos dorados. ‘Tus cabellos dorados parecen el sol’. Con
un cuchillo grande de dos asas, marcaba a ojo los cuadrados de caramelo. A ojo,
que unos le salían más grandes que otros y luego se vendían al mismo precio, de
manera incomprensible para mí, en territorios desiguales de sueños; no como los
martillos o los gallitos, todos iguales.
El caramelo traicionero se endurecía en nada, tan rápido
como las personas se vuelven sal al mirar atrás. Tan rápido como se hace añicos
un corazón que cae al suelo.
Francisco separaba los cuadrados y desmoldaba las figuritas.
Los apilaba encima de la mesa de la cocina para que luego Isabelita, su mujer,
los sellase en pequeñas bolsitas de plástico. En absoluto silencio. En un
lenguaje suyo, hermoso, de señas y de miradas. Con la piel de la cara también
blanca y fina, salteada de venillas. De alabastro fino. Tampoco, todavía, había
leído yo el libro para la ternura que es La sonrisa etrusca, ni me había
quedado atrapada en el gesto de las estatuas.
Los cazuelos en el fregadero, los moldes en la cubeta.
Cubiertos de agua. La mesa ya limpia. Isabelita, sentada empaquetando las
figuritas, ordenándolas en el canasto de mimbre. Las paredes de mi boca crecidas
hasta el estómago, rendidas, salivando, deshaciéndose en saltos de hiel. A la
espera, como un animalillo doméstico con ojos, de algún gallito sin cresta, de algún
trozo inútil y almendrado. De algún filo.
Luego por la tarde en los días de diario, también por la
mañana en los festivos, Isabelita abría las puertas de la calle, y Francisco salía
con el canasto o con el carrillo de los caramelos. La calle abajo mientras se
acomodaba el cuerpo en la chaqueta, dispuesto a vender su mercancía en las
esquinas y en la puerta de los bares. En un acto que a mí se me antojaba de
valentía inmensa, con su gesto pintado de vendedor de ilusiones, a merced de
un viento del norte que le robaba su magia de la cocina. Calle abajo, entre las
esquinas de frío. Con su capa y su sombrero de mago, invisibles.
A quince pesetas, justo la paga de los domingos de mi abuela
Dolores, los almendrados de cacahuete, que en el pueblo eran avellanas; a veinticinco,
los de almendra, destinados solo a los pocos días feriados, en rojo, del
calendario, cuando Francisco también vendía a los hombres la caña dulce.
Cruzando solo la calle. En la casa de puertas que Isabelita
abre y cierra en un truco de encantamiento. De caramelo dorado. Mientras
Francisco pregona su mercancía. En chaqueta y sonrisa.
No he podido remediarlo. He pasado a la cocina. He cogido un cazo. He calentado azúcar. Se ha oscurecido. He cogido un palito de madera. Se ha solidificado en forma de pirulí. Y yo he vuelto a tener cinco años, he estado en la cocina de verdes colores y visillos almidonados y madres que cantan coplas.
ResponderEliminarNo he podido remediarlo. Me han entrado unas ganas locas de irme contigo a la cocina. Ponerme a tu lado mientras haces pirulíes de caramelo. Entre colores verdes, visillos almidonados y madres que cantan. Para luego sentarnos junt@s en el suelo. Mientras nos los vamos comiendo. Hablar, reirnos, ... seguir viviendo. Con los dedos un poco pegajosos. Un abrazo enorme.
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