Algunas noches naufrago y en mi arrastrarme al agua del mar que
siempre está en el Golfo de Guinea, me llevo a algunas personas que me quieren.
No me suelto. No me sueltes le decía mientras giraba y giraba, pero en realidad
era yo la que se aferraba a sus brazos. Soy yo, le decía a mi madre, vestida de bailarina de tul. Mírame,
giro, soy yo. Y mi madre en su cocina me contestaba que ya lo sabía, que ella siempre me había reconocido.
El mar de las noches de tormenta solo es eso. Un mar donde
el viento te azota la cara que luego te duele mucho por la mañana, como si los
huesos se estuvieran desencajando, pero solo eso. Se te cuela en los ojos, que
se quedan inmóviles. Se te cuela en los pulmones que se hinchan como hígados.
Pero solo eso. Es un mar donde no te mueres. Solo es un mar que duele. Y del
que ya sabes que tus amigos salen un poco antes que tú, dando bocanadas. Es un
mar que te mira. Hipnótico. Que espera paciente a que decidas salir por la
rampa que te sale por la garganta. Soy Neda. Tengo voz. Pero no en este mar. Verde.
Como todas las sirenas de los viajes a Ítaca.
Algunas noches naufrago y por la mañana me siento como si me
hubiesen abofeteado la cara, que me la quito y la planto en el suelo. Intento
buscar la vergüenza de haberme hundido. Pero no la encuentro. Es Madrid, me
digo, aquí nadie me conoce. Y los que me quieren me dieron el permiso que
necesito para ser yo. Tengo un bosque de máscaras.
En la cafetería, he preguntado por el título de esa canción
que escucho casi todas las mañanas. Ja era fort. Los altavoces hasta ahora
invisibles se han contagiado de los ojos de la pared, y tienen los suyos
propios de fetiche de madera. Son mujer. En la puerta del palacio, han pegado un graffiti con un árbol de corazones
rosas. Una declaración de guerra a la reina de corazones rojos, Alicia. En la plaza una niña en
monopatín con coletas tiesas de poco pelo, mientras va al colegio, le dice a su
padre que hay muchos cachivaches. Y estoy de acuerdo. Cachivaches y baches. La triste historia del elefante en su otro viaje.
Llego a casa. El gato Nuba está en la cama, camuflado en su
rebecona. Por la mañana temprano ha vuelto a llevar la bolsa de las papas a la
cama. Recurrente. La busca en la cocina, la saca de las puertas, de los
cajones, y la arrastra. Sube el escalón, la altura de la cama y las pone ahí, y
ya no las mira más. Solo hasta que las devuelvo a su sitio para volver a
arrastrarlas. Esta mañana mientras ordenaba las sábanas de la cama de un solo
lado, he pensado en sus raíces blancas, y las he extendido como si fueran una colcha. Las aliso con la mano y me pongo a jugar al juego de las tres razones para que el gato que no
sabemos de dónde viene, que parte suya es real y que parte dibujada en una
sonrisa asomada de Cheshire, elija las patatas y las traiga. Una: iban en las
bodegas de los barcos llenos de esclavos. A Essi que tenía hambre, no le gustaban. Prefería los
boniatos pero se las comía. Dos: son las papas de Fausta que tenía la
enfermedad de la teta asustada que mamó de su madre. Estaban en su vagina, para
defenderla de los hombres. Tuvo que sacárselas para transitar la pasarela del
miedo. Tres: si las abres, puedes usarlas como un pincel de nubes y de olas
azules y blancas. Essi-Fausta-Alabama. Un puente.
Estoy cansada. Me pasa a la mañana de las noches. He cambiado la foto del perfil y he elegido
una con mis hermanos y hermanas. En cadena. Para no soltarme. No me sueltes.
Estoy cansada. Las sirenas
se zambullen profundo. La niña entra en el colegio. El padre sigue. Se cuela el ruido del día por la ventana abierta. Construyen en alguna casa cercana. Essi se tumba por un rato en el sofá y su piel negra que brilla lo ocupa todo. Como un espejo. Fausta
deambula un rato más por la casa con Rebeca. Se cuentan cosas. Se escuchan sus faldas. Sus melenas de pelo recogidas. Cierro los ojos para poder hacer. El gato de Cheshire desaparece
poco a poco, como ellas, hasta que no queda más que su sonrisa. Soy Alabama. Pienso en lo bueno que sería si pudiera
dormirme un rato, solo un rato, como Alicia en el árbol. Hasta que no me duela la garganta de cristal roto.
No llores, niña, que no sabré qué decir
No llores, niña, que eres más guapa cuando ríes
...
¿O es que usted no está de acuerdo conmigo?
¿Quién quiere un cuento triste para ir a dormir?
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