Ayer por la mañana temprano, todavía en la cama, me encontré con la muerte de Paul Auster.
Paul Auster será
siempre Tombuctú, un perro que asoma su cabeza en un cuadro de Goya llamado la
muerte, y cruza una autopista que en mi memoria es de cinco carriles, jugando a la ruleta rusa con
su vida. En un juego en el que solo puede perder. Aunque en mi fantasía siempre
está vivo, arrancando su primera carrera, esquivando al primer coche.
Ha muerto Paul
Auster y Mr. Vértigo apenas se sostiene a cinco cm del suelo.
Como homenaje
pienso que debería volver a releer uno de sus libros. Que no sean estos dos que más me gustaron. No podría. Sería casi como profanarme por dentro. Ni tampoco La invención de la soledad.
Me levanto y voy
a la estantería para leer el primer párrafo de su último libro. Aunque lo leí hace
solo unas semanas, no recuerdo los detalles. Con solo el primer párrafo, con Baumgartner
escribiendo y recordando que tiene que bajar al salón donde la noche anterior
había dejado olvidado un libro que necesitaba para una de sus citas, se
despliega toda la novela y despierta mi memoria. Doy un salto en ella al destino final y
me hundo un poco más en los cojines, tapándome hasta la barbilla.
Ramón menciona e
intenta imaginar en su libro póstumo, el país de Cancerland que acuñara Auster,
sus barrios. A Ramón también le gustaba Nueva York, pero no sé si existirá algo
así como un Brooklyn en el País de los Enfermos, otro término que también tanto
utilizamos en los últimos meses.
Porque me gustaba
tanto Paul Auster, el cachorro de zarpas enormes que José Juan y yo recogimos abandonado, se
llamó Brooklyn. Cuando de adulto se levantaba sobre las patas traseras, podía
apoyar las delanteras sobre mis hombros altos. Como si bailáramos. La perra
Maya que no era precisamente una perra pequeña, se paseaba entre sus patas erguidas, como si cruzara por debajo de un puente.
A Maya y a
Brooklyn les gustaba correr la playa. Como a la milana bonita le gustaba volar
el cielo.
A la derecha de
la cama, en una acrobacia sostenida sobre el cuadro de la piedra del corazón,
la golondrina de Maribel juega con el pez naranja de ahora-vamos-a-contar-mentiras y con la piedra de cuarzo. Otro corazón.
Se ha muerto Paul
Auster y ninguna de las personas o animales que viven en mis objetos, están ya
en mi vida diaria. Sin que me haya tomado todavía el café, y ya duele hoy el
día.
Pausa.
He salido a
correr para sostenerme. Deshojo la margarita de un me quería o no me quería,
como si mi vida no existiera completamente al otro lado de las páginas de los
libros.
En estos meses de
duelo, he sido invisible para la mayoría de la gente. En un mundo donde todos exponen sus vidas en redes sociales, nadie me ha preguntado, como se preguntaba antes en el pueblo a las mujeres vestidas de negro: Y a ti, ¿quién se te ha muerto?
Hallo en falta el
negro que anunciaba que algo te dolía, que te daba derecho a inmolarte un día sin que mediara explicación.
Hoy el duelo es
mudo, invisible. Es un territorio prohibido.
Me ducho y vuelvo
a meterme en la cama. Leo. No quiero salir del cuadrilátero de El luchador.
Otro Tombuctú dispuesto a reventarse el corazón.
He pedido paella
para comer. Estoy para adentro. No me gusta cocinar.
Leo. Veo un
documental. Me acuesto temprano. Enfadada. Enfurruñada con la interinidad con
la que siento mi vida a la que no consigo darle un sentido mío. Funambulista.
Dormí mal. Los gatos
han ido y venido toda la noche por la almohada.
Frente al reflejo
de la ventanilla del metro que me lleva a Atocha, en este día festivo en
Madrid, donde los altavoces instalados en la calle Mayor escupen lo más rancio
de las patrias, pienso que al menos a Siri Husvedt, todos le reconocerán su
pérdida.
Pienso en el título elegido de este blog, que me dibuja en una frontera-destierro permanente. Invoco a Martha Wainwright cantando Proserpina.
Mrs. Vértigo absurda
con los pies clavados al suelo. Resquebrajada.