Cuando me metía en la cama de
pequeña, solía taparme la cabeza con las sábanas, para esconderme y quedarme a
oscuras. Nunca me ha dado miedo la oscuridad debajo de las sábanas, dentro de
la caverna, a salvo de todo lo de fuera. Donde soy invisible. Si no puedo ver,
no pueden verme.
De mayor descubrí que también
puedo estar a salvo dentro de una bañera. Si me desnudo y me quedo muy quieta, me
hago invulnerable, me desaparezco. Aunque sea invierno, no siento frío. Nadie
puede hacerme daño.
Debajo de las sábanas, mi mente
flotaba, ocupando cada espacio, cada pliegue. Intentando imaginar lo no
conocido, lo que la mayoría de las veces era inabarcable: la existencia, la muerte,
la dimensión del tiempo, el tamaño del mundo. A veces sentía mucho miedo y
temblaba, tiritando los dientes.
Hoy, el sonido de mis dientes
chocando entre sí, me orienta. Son un faro. Un aviso de que me acerco a la
costa que soy. Un aviso de que me estaba perdiendo.
El cerebro es una madeja de hilo,
un juego de la oca que no empieza ni acaba. Donde cualquier pequeño detalle
te devuelve a la casilla de inicio. A la de puente a puente. A la de dado a
dado.
A veces vuelvo a la cama de
aluminio de colcha amarilla. Las incertidumbres de entonces siguen siendo las
mismas de hoy. Escondidas debajo del estómago. Como si no hubiese crecido.
A veces vuelvo a las habitaciones
de la cámara de dentro. A los escenarios y mundos que construía mi hermano y que
yo creía y vivía ciertos. Mi propia Terabithia. Cerrar los ojos, cruzar el río
y entrar en la fantasía. Mi hermano inventaba y yo cosía su imaginación a mi
realidad. Sin saber que él no lo hacía.
‘Qué vienen los indios’.
Corríamos a taparnos debajo de una sábana que se convertía en roca. Eran tiempos
de películas del oeste. Los indios, con su pelo largo y sus plumas, eran los distintos,
los malos que cortaban las cabelleras. Ser distinto era malo. Aunque yo siempre
los prefería. Conteníamos el aliento. ‘Han desaparecido. No puede ser, estaban aquí
ahora mismo’. Aunque su voz salía por mi hermano que también estaba escondido, los
indios respiraban fuera de la cueva. En mi cabeza.
A veces vuelvo a la incertidumbre
de no poder contener el mundo debajo de las sábanas.
‘Yo vivo en lo más cerca. Lo peor
es vivir en lo más cerca’. Una de las fronteras del mundo estaba en mi pueblo. De
esquina a esquina, era lo más cerca, el lugar donde todo era conocido. Mi tía
vivía en Alemania y cuando venían de visita con coche y maletas, parecían ¡tan importantes! ‘Los que viven en Alemania, viven más lejos’. Vivir más lejos era lo mejor. ‘Lo
más lejos del mundo es Filipinas’. Podía haber elegido cualquier otro país,
pero no, era en Filipinas, con todas sus islas infinitas, donde se iba
desapareciendo la otra frontera del mundo.
Hace unos días leí ‘El lugar más feliz del mundo’ del periodista David Jiménez. Un buen libro. Recoge algunos de
sus reportajes en Asia. Con títulos hermosísimos y realidades terribles, dibuja
a personas que viven en esa parte del mundo que para mí era y es lo más lejos.
He leído los capítulos en un
orden distinto al del índice, terminando en lo que estaba casi al principio. Siguiendo
otro camino que sin embargo llevaba casi al mismo sitio. Indonesia, tan cerca
de mi Filipinas de cinco años. Capítulo V y último: ‘Y alrededor, la nada’. El autor lo termina diciendo que el suyo es ‘el único oficio por el que puedes ser
felicitado con entusiasmo cuando ha consistido en contar la miseria, la
crueldad o la pérdida’.
Buen final.
Silencio.
Silencio.
Tiro del hilo. El lugar más feliz
del mundo y apenas consigo recordar más allá de la primera historia leída: ‘El último de Fukushima’. El hombre
que no supo irse. Recupero mi incapacidad de abarcar el tamaño del mundo.
Tiro del hilo. Yo que soñaba con viajar a lo más lejos, con salvarme, tampoco sé
irme. Solo alimento la primera historia. Mientras las otras se adentran en lo más lejos, conformando el
archipiélago de las islas desconocidas.
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