viernes, 14 de febrero de 2014

El lugar más lejos del mundo

Cuando me metía en la cama de pequeña, solía taparme la cabeza con las sábanas, para esconderme y quedarme a oscuras. Nunca me ha dado miedo la oscuridad debajo de las sábanas, dentro de la caverna, a salvo de todo lo de fuera. Donde soy invisible. Si no puedo ver, no pueden verme.

De mayor descubrí que también puedo estar a salvo dentro de una bañera. Si me desnudo y me quedo muy quieta, me hago invulnerable, me desaparezco. Aunque sea invierno, no siento frío. Nadie puede hacerme daño.

Debajo de las sábanas, mi mente flotaba, ocupando cada espacio, cada pliegue. Intentando imaginar lo no conocido, lo que la mayoría de las veces era inabarcable: la existencia, la muerte, la dimensión del tiempo, el tamaño del mundo. A veces sentía mucho miedo y temblaba, tiritando los dientes.

Hoy, el sonido de mis dientes chocando entre sí, me orienta. Son un faro. Un aviso de que me acerco a la costa que soy. Un aviso de que me estaba perdiendo.

El cerebro es una madeja de hilo, un juego de la oca que no empieza ni acaba. Donde cualquier pequeño detalle te devuelve a la casilla de inicio. A la de puente a puente. A la de dado a dado.

A veces vuelvo a la cama de aluminio de colcha amarilla. Las incertidumbres de entonces siguen siendo las mismas de hoy. Escondidas debajo del estómago. Como si no hubiese crecido.

A veces vuelvo a las habitaciones de la cámara de dentro. A los escenarios y mundos que construía mi hermano y que yo creía y vivía ciertos. Mi propia Terabithia. Cerrar los ojos, cruzar el río y entrar en la fantasía. Mi hermano inventaba y yo cosía su imaginación a mi realidad. Sin saber que él no lo hacía.

‘Qué vienen los indios’. Corríamos a taparnos debajo de una sábana que se convertía en roca. Eran tiempos de películas del oeste. Los indios, con su pelo largo y sus plumas, eran los distintos, los malos que cortaban las cabelleras. Ser distinto era malo. Aunque yo siempre los prefería. Conteníamos el aliento. ‘Han desaparecido. No puede ser, estaban aquí ahora mismo’. Aunque su voz salía por mi hermano que también estaba escondido, los indios respiraban fuera de la cueva. En mi cabeza.

A veces vuelvo a la incertidumbre de no poder contener el mundo debajo de las sábanas.

‘Yo vivo en lo más cerca. Lo peor es vivir en lo más cerca’. Una de las fronteras del mundo estaba en mi pueblo. De esquina a esquina, era lo más cerca, el lugar donde todo era conocido. Mi tía vivía en Alemania y cuando venían de visita con coche y maletas, parecían ¡tan importantes! ‘Los que viven en Alemania, viven más lejos’. Vivir más lejos era lo mejor. ‘Lo más lejos del mundo es Filipinas’. Podía haber elegido cualquier otro país, pero no, era en Filipinas, con todas sus islas infinitas, donde se iba desapareciendo la otra frontera del mundo.

Hace unos días leí ‘El lugar más feliz del mundo’ del periodista David Jiménez. Un buen libro. Recoge algunos de sus reportajes en Asia. Con títulos hermosísimos y realidades terribles, dibuja a personas que viven en esa parte del mundo que para mí era y es lo más lejos.

He leído los capítulos en un orden distinto al del índice, terminando en lo que estaba casi al principio. Siguiendo otro camino que sin embargo llevaba casi al mismo sitio. Indonesia, tan cerca de mi Filipinas de cinco años. Capítulo V y último: ‘Y alrededor, la nada’. El autor lo termina diciendo que el suyo es ‘el único oficio por el que puedes ser felicitado con entusiasmo cuando ha consistido en contar la miseria, la crueldad o la pérdida’.

Buen final.

Silencio.

Tiro del hilo. El lugar más feliz del mundo y apenas consigo recordar más allá de la primera historia leída: ‘El último de Fukushima’. El hombre que no supo irse. Recupero mi incapacidad de abarcar el tamaño del mundo.

Tiro del hilo. Yo que soñaba con viajar a lo más lejos, con salvarme, tampoco sé irme. Solo alimento la primera historia. Mientras las otras se adentran en lo más lejos, conformando el archipiélago de las islas desconocidas.






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