martes, 12 de julio de 2016

La ropa nueva

En mi casa no existía dios, pero sí los pecados y las culpas.

Si nos poníamos enfermos, la culpa la tenía siempre mi madre. De todo: de un resfriado, de un dolor de estómago, de una caída. Mi madre era la culpable. Y si mi madre era la culpable, nosotros teníamos la culpa. Porque luego llegaría mi padre y culparía a mi madre, que nos culparía a nosotros. Así que nos reñían si nos poníamos enfermos. Si tenías fiebre, riña. Si vomitabas, riña. Si te dolía el estómago y quiero que venga mi madre, tu madre llegaba y te gritaba porque no tenías derecho a quejarte de un dolor de estómago. Incluso cuando creías que te ibas a morir, llegaba tu madre y te escupía palabras. Qué poco consuelo de madre. Abuela, llama a mi madre que me duele mucho la barriga. Y llegaba mi madre. La de verdad. Con sus culebras y piedras por delante. Sin canciones ni flores. Mi madre.

Yo lo oía decirle siempre: tú tienes la culpa. Todo el tiempo, en la fragua, golpeando. Forjando culpas. La culpa conformaba el andamiaje de la casa en el que nosotros estábamos ensartados. La culpa al atravesarte te provocaba tanto dolor que era impensable deshacerla. No había fuerza de manos capaces de arrancar una culpa de la garganta.

A veces a mi madre le dolía algo y se le ponía la cara pálida, amarillenta. Cerraba la boca y era imposible averiguar qué le pasaba a mi madre. 

Tu madre está en el hospital. Ha tenido un aborto. Yo no sabía qué era un aborto. Porque se perdía algo que yo ni siquiera sabía que estaba. Eso fue la primera vez porque luego ya lo supe.

Como era domingo, nos pusimos la ropa del domingo. Era la ropa que mi madre nos había comprado para todos los domingos del otoño y del invierno. Mientras hiciese frío. Con tremendo esfuerzo. A los dos iguales. Un pantalón de pana marrón y un jersey de canalé beige. De cuello alto. De lana. Era nuestra ropa más nueva. Era la única ropa nueva. Que seguiría siendo la ropa nueva aunque hubiéramos alcanzado la primavera y nos la hubiéramos puesto todos los domingos y los festivos. La ropa nueva siempre era ropa nueva. Aunque estuviese muy usada. Como los zapatos. Los únicos zapatos eran los zapatos nuevos. Cuando se te gastaban del uso, ya has roto los zapatos nuevos. Cuando te ponías una bolsa de plástico que crujía para no mojarte los pies cuando llovía o para no tener tanto frío, no hubieras roto los zapatos nuevos. La bolsa era como un lastre de plomo por dentro. Un sumidero de vergüenza. No enseñar las suelas para que no se den cuenta. Pero sobre todo, que no se oiga el plástico. Que no cruja.

Y luego llegaba con los pies empapados. Con los dedos blancos. Como garbanzos. Porque esas bolsas que mi madre se empeñaba que nos pusiéramos no servían de mucho. Y no te vayas a resfriar que luego tu padre me echa a mí la culpa.

La culpa. La culpa.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

En mi casa no había religión ni curas, pero estaban todas las culpas. Y nosotros teníamos todas las culpas. Y yo más que mi hermano.

Era domingo y nosotros nos pusimos la ropa nueva. Por la noche mi hermano no podía quitarse el cuello alto. Se le atascaba la cabeza. Se ahogaba. Un único intento fallido colmó la paciencia de mi padre. Cogió unas tijeras y le abrió el jersey nuevo y único de los domingos de ese invierno. De arriba a abajo. A tijeretazos mal dados. Mientras maldecía aquellos jerseys. Yo estaba parada al lado. En silencio, como siempre. Ni siquiera pude intentar quitarme el jersey. Me metió las tijeras. Y ahora que tu madre compre otros jerseys iguales.

Como si mi madre pudiera comprar otros jerseys. Otros saquitos. Porque en mi pueblo los jerseys eran saquitos y los pendientes, zarcillos.

Y fuimos todos los domingos con los jerseys zurcidos. De arriba abajo. En zigzag. Porque mi padre cortó bien ladeada la lana.

Creo que a mi madre le dolieron más los jerseys rotos que ese aborto que le había dejado la cara muy blanca. Sin mariposas.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

                                                                    (Eduardo Chillida, Mano)

domingo, 3 de julio de 2016

El laberinto mágico

Retomo este cuaderno después de meses sin encontrar el camino que me permitiese escribirlo. En su momento, nació del empeño de mi amigo Carlos, que veía en mí lo que yo no era capaz de ver. Todavía hoy no deja de regalarme ventanas.

Esta mañana me envió este mensaje: 'En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible' (Albert Camus). Con un añadido. 'Te regalo mi frase de cumpleaños'.

Hoy es su cumpleaños. He pensado en hacerle el regalo de escribirle. A modo de guirnalda de baldosas amarillas. Continuando la conversación iniciada. Como si estuviésemos en su terraza con luna. 

El escenario era una playa de arena negra. En la primera escena sin darnos tiempo al aliento, un toro dibujó un Guernica en el aire. Un hombre toro embestía el espacio. Atado a una cuerda que dirigía otro hombre. Al cabo de la suerte, su bramido de muerte entre la gente que corría y los sacos terreros de las barricadas, era el de un animal inconsolable. Como hace mucho que no es el hombre.

Luego vino otra playa en un tiempo en la que jugamos sin conocer nuestro destino. Y luego vendría el médico cojo que apuntaba el nombre de los muertos para buscar a sus familias. ‘Te vas a hartar de apuntar nombres’. Sin apuntar el suyo. Y la actriz fascista que detestaba la desfachatez de los pobres. Huelen mal. Y la delatora puta. Y la madre sin comida. Y la hija con hambre. Y el barbero-fígaro que espera a su mujer incluso muerto. Una bomba y así de fácil. Ya está ella otra vez cogida de su brazo. Así de fácil. Como se destrozan los sueños de hombres y mujeres que piensan que aprender a leer y escribir les hará más libres.

Anoche fui al teatro, amigo. Fui a ver El laberinto mágico. Termina donde empieza. En la playa frente al mar del que se espera todo.

Ayer fue un día de teatro. De poesía. Por la mañana fui al homenaje a Lorca. El poeta, el dramaturgo, el hombre asesinado por los franquistas, pero también ‘el maricón’ como con orgullo se dicen a sí mismos los homosexuales emponderados. Fue emocionante. Juan Diego, Nuria Espert escarbaron con la voz, con los versos. Se esculpieron pies que zapateaban gitanos por todas partes. Se nacieron flores de colores. Y yo me lo llevé al río creyendo que era mozuelo pero tenía ‘marío’. Se aplaudió la memoria, el amar libre.

Ayer fue un día de habitar el compás, amigo. Bajo un sol inclemente. Cuando terminó el acto de Lorca y le anudaron la bandera arcoíris al cuello me fui a tomar una cerveza, para celebrar que ahora éramos todos un poco más felices y más libres. Cuando terminó el teatro frente al mar, me sobrecogió el frío en la boca del estómago. Se me cerró. Se me durmieron los labios. Y no podía tragar ante la certeza de estar atrapada en un puerto sin barcos.

Esta mañana hemos hablado de mis laberintos. Los mágicos del Fauno, llenos de puertas, y los hechos de hierro viejo en los que no encuentro la salida. 'A lo mejor la solución está en no buscarla'. Te regalo mi frase de cumpleaños.

Y me he sentado en el suelo y he cerrado los ojos a la espera de que desaparecieran los muros.

Luego ha venido Laurance y me ha traído el libro firmado por Coetzee para que lo ponga en mi altar. Donde están las piedras de Ítaca. La fotografía de los expulsados al desierto. La de los que huyen de las guerras. El árbol de la vida. Las manos de Chillida. Maya siguiendo mis pasos perdidos. El faro. ‘Para María’. Para mi amiga que quería venir pero no consiguió encontrar entradas. Otras entradas. Pienso en el Verano de Coetzee y en el verano invencible que tú ves dentro de mí. Pienso en las ventanas de Nueva York en la cabecera de este cuaderno. En el poeta en la ciudad. Entre los rascacielos. Entre los rascasueños. Pienso repasando que sobre el aparador entre todos hemos recreado otro laberinto mágico. En el que jugamos a la gallinita ciega de Goya y a encontrar las islas desconocidas.


Tan agradecida.