viernes, 14 de marzo de 2014

Las muñecas del chocolate

En mi pueblo todas las mujeres eran más viejas que sus maridos. Aunque tuviesen menos años.

La primera vez que tuve conciencia de ello, fue el día del entierro de Conchita, que vivía enfrente de mi casa y que había estado mala.

Cuando había un entierro en el barrio, me apostaba en la ventana de la cámara vieja, la de los gatos, que daba a la calle. No conocía ningún sonido parecido al murmullo de los hombres en los entierros. Por alguna razón que aprendí sin cuestionar, que hubiera muchos, era bueno. A los muertos y a sus familias se les medía por el espacio que ocupaban los hombres en la calle. Directamente proporcional al zumbido de sus silencios.

El lugar de las mujeres estaba dentro de la casa. Resguardadas. Separadas.

Decían que Conchita era joven pero yo la veía vieja.

Ese día, y no recuerdo otro, mi abuela Dolores que vivía para adentro, se asomó a la ventana de la calle con cuidado de que no la vieran. Mujer tras el postigo. Mi abuela que nunca lloraba, lloró. Callada, como sabía hacer tan bien. Yo hice como si no me diese cuenta, porque en aquel entonces, los adultos no lloraban y los niños no veían. Ni oían.

Salió el marido que era muy alto detrás del féretro. Con su traje y su corbata negros. Con su camisa blanca. Con los zapatos limpios. Yo había oído a las mujeres del barrio decir que el marido era un pobre marido. Que se quedaba abandonado, sin nadie que lo arreglase y lo cuidase. Que tendría que buscarse a otra mujer.

Yo no entendía aquello. No entendía aquellos discursos de hombres-mando y al mismo tiempo de hombres-incapaces. Yo no entendía por qué, sin embargo, las viudas eran condenadas a no vivir debajo de sus lutos cerrados. A pesar del calor. Las puertas y las ventanas con pestillos. Las medias espesas. Me daba una rabia que aún no sabía lo que era, con la que culpé a aquel pobre viudo, que sabía yo de su vida, más joven y menos abatido de lo que esperaban mis ojos de niña.

Un día murió Conchita y mi abuela lloró en la ventana, que era como si llorase la propia casa. Con sus paredes encaladas. Y yo pensé ya entonces que mi abuela lloraba también por sí misma y por todas las mujeres envejecidas debajo de aquellas carnes, de aquellas ropas y del pelo recogido con horquillas. Y por mí.

Mi abuela fue así siempre, vieja, con todos sus años. Vestida de negro. Luego conforme los fue viviendo, los fue marcando en un calendario de la pared. Su años eran como los sellos de las cartillas para todo que había por aquel entonces. Primero te regalaban la cartilla y luego la rellenabas con los sellos que te daban cuando comprabas. Al final podías elegir uno de los premios.

A mí las que más me gustaban eran las del chocolate. Porque mi abuela y mi madre me habían dicho que después de los platos y las tazas, juntarían para conseguirme una muñeca. Me regalaron una morena y otra rubia. Mi abuela que era costurera les hizo una ropa nueva porque la que traían era fea. Mi madre para que no se rompieran, aunque yo no quería, me las colgó en la pared de la habitación. Al cabo de los años llegué a tener cinco muñecas colgadas, todas nuevas, en la pared. Aún hay alguna en la cámara vieja. Yo las miraba desde la cama. Era una niña afortunada. Porque mi abuela nunca tuvo ninguna y porque mi madre solo una malograda, de cartón, que le hizo mi abuela. Por la tarde después de su primer día de juego, la dejó en la escalera del patio ¡con tan mala fortuna!, que un gato que pasó por allí por la noche la tiró en una de las cubetas de agua de las canales. Y se hinchó toda. Y se le reventó la ropa y se quedó sin muñeca. Y ya no pudo ser más una niña con muñeca, mi madre. Porque mi abuela que había agotado todas sus alas en la primera, no tuvo más para otra.

Por eso las mías estaban colgadas a salvo en la pared. Aún así, algunas veces las descolgaba y les peinaba su pelo de plástico. Y les quitaba y les ponía los zapatos blancos de pie ancho.

Eran las muñecas de las cartillas del chocolate. Las que se conseguían juntando sellos. Como mi abuela, la vida: juntando años.





9 comentarios:

  1. Pues yo esa infancia no la he vivido ni la estoy viviendo, la verdad es que todavía me queda mucho camino por recorrer y caminos pasados que me gustaría haber recorrido. Y me gusta mucho como lo cuentas.

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    1. Y qué bueno que no la hayas vivido y que puedas contarnos una tuya propia, sin tantas rejas, sin tanto silencio. Qué bueno que tú no seas 'un niño pan' o una 'ana no'. Los dos son libros de uno de mis autores preferidos: Agustín Gómez Arcos.
      Y qué bueno aquello tan nuestro de 'caminante no hay camino' ... Justo un año antes de morir, mi abuela recibió un reconocimiento en el día de la mujer. Le regalaron una estatuilla hermosísima: una mujer con la cara y el pelo al viento. La tengo en mi casa. Me emociona verla. Justo al lado del árbol de los deseos. Así te veo yo de bonita. Un abrazo. Gracias.

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  2. Qué buen retrato de la época. Bonito y triste a la vez.

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    1. Gracias. A veces me miro y me veo vestida de retrato de época. En blanco y negro. Con un vestido de cola larga del tiempo que se me coló por dentro y que voy arrastrando por toda la casa. Por la calle. Pero, otras ... otras me miro al espejo, me subo el vestido, me lo anudo a la cintura y me pongo a pasear a todas mis mujeres al sol. Descalza. Sin zapatos negros.

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  3. Pero qué bonito escribes Dolores¡¡¡¡¡ te sigo siempre

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    1. Gracias enormes. Estoy aprendiendo esto de contestar mensajes. Al principio pensé que resultaría pretencioso responder. Luego hacía yo también un comentario de respuesta en el blog. A mí me parecía sospechoso pero bueno ... aunque pudiera parecer absurdo, no sabía que había que darle a responder. Me encojo de hombros. Sonrío. Un abrazo entero.

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  4. Lorca en estado puro. El ambiente cerrado y sofocante, el luto impuesto , la prohibición de salir a la calle, la tragedia y la invencible fatalidad de raíces sociales originada por el orgullo de casta y la moral del honor. La muerte es la condena impuesta a las ansias de la vida plena.

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    1. Como en la trilogía de Mahfuz. Como en una casa cualquiera del barrio antiguo de El Cairo. De ahí viene lo lorquiano, me decía mientras la leía. De ahí viene parte importante de lo que nos conforma. Gracias.

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