‘En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con
sorpresa, porque no se conocían…’
Se encontraban desde hacía tiempo, pero ella tenía tanto miedo a sí
misma, que se empeñaba en seguir diciéndole que no lo conocía. Iba hasta su casa, comía de
su mano, lamía sus dedos pero se empeñaba en seguir manteniendo su piel de animal
callejero. Incluso, acostumbrada a huir de las puertas, había sacado la casa a
la plaza, deshaciendo las paredes, desmontando las estanterías. La cama, el
sofá, ocupaban el espacio de los bancos con nombre.
Ella se aseguraba de que en su casa siempre fuera viernes,
el día en que acumulaba los cansancios. Aun así, cuando llegaba, con un anhelo
más grande que su cobardía, se descalzaba y se quitaba los pendientes, su tocado
de jaula vacía de pájaros. Los dejaba sobre la mesa, comprobando que seguían
siendo círculos. Que la puerta podía abrirse. Era su verdadera desnudez. Hasta donde
era capaz. Los pies descalzos de sonambulista. Las orejas sin aros. Sin equilibrio.
Pero la puerta preparada. Para salir corriendo. A partir de ahí el resto era
solo piel de fuera desde la que intentaba recuperar su cuerpo.
Estaba agotada. Tumbada boca abajo en el sofá sentía los
dedos llenos del plomo de las balaceras de dentro. El peso de la invisibilidad
de las alas. Estaba tan agotada que se le escapó la casa, que se recogió para
su sitio. Con la cara aplastada sobre el cojín, solo pudo tararearse mentalmente
una canción. Para seguir viviendo. Él, que la miraba cerca, con un cuidado
infinito, le puso palabras a su canción del traidor.
Y así, besándola en la boca como si tuviese sed, con la voz, ella pudo ver el
color de los muebles y de sus plumas, y se durmió soñando que amaba. Que tras
la ventana habían puesto una playa. Y en la playa una hoguera en la que ardían
la jaula vacía y su piel de afuera. A tientas le lamió los labios y le supieron a mar. Y a
partir de ahí solo fue capaz de recordar que nadaba y nadaba. Profundo. Con los
ojos abiertos debajo del agua.
Despertó sin ropa, acurrucada en su forma hecha de perro. Tengo
que irme. Me visto y te acompaño.
Por el camino, en un amanecer alargado, ‘que no terminaba nunca’,
rozándose las manos, le susurró al oído, un ‘buena lumbrarada la que hemos
armado, mujer’. Y ella supo que le
sonreía el vientre. Pero no podremos tener hijos. Y eso por qué.
Y no añadió nada. Porque ya no estaba segura de sus años ni del tiempo que
estaba recorriendo.
Lumbrarada es un cuento de Emilia Pardo Bazón. A él pertenecen los entrecomillados.