domingo, 28 de mayo de 2017

Ellas [también] cuentan

Ellas [también] cuentan es un libro, una antología maravillosa de narrativa breve y poesía de escritoras africanas de expresión inglesa de mi compañero del Club de Lectura Mamah África (él llegó antes), Federico Vivanco (Baile de Sol Ediciones, 2017). Agradecida.

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Lo empecé anoche. Me emociona. Me he trenzado el pelo. Me hormiguean los dedos de las manos, los labios. Cada capítulo abre una puerta.

Lo último que he leído, el relato Ekow de la ghanesa Ayesha Harruna Attah. Lo hice en la ‘cafetería del espejo’ que seguro tiene otro nombre, aunque no para mí, que los voy superponiendo. Como tatuajes que no puedo hacerme: Alabama Monroe. En la mesa larga me escondí detrás del jarrón con raíces invertidas. Para no ocupar espacio, ni para los de dentro ni para los de fuera que estuviesen por llegar. Que no moleste. Que no me note. Solo un café. Enfrente, el portal verde descolorido, y nosotras con el estómago al revés en la boca (decoración interior propia), incapaces de traspasarlo. Azúcar moreno. Gachas. ‘Querida, dice ella, ¡Eres puro hueso!’. La mesa de la ventana abierta que nos conocía ha quedado libre.

Salgo. He comprado un vestido y un pañuelo amarillo, medio pan de trigo y centeno.

El umbral de los padres como horizonte. El cuadro del museo como horizonte. El final del campo de girasoles como horizonte.

Recogí dos libros que había pedido me reservasen en la librería. Encargué otro como a veces lo hago, con el apellido del escritor con las consonantes cambiadas. Costumbre. Rayuela. Arayala. Ya no lo veo. Todos los nombres extraviados detrás de un mostrador.

***

Ayer te conté una historia de cuando era pequeña y yo aún no lo sabía. A recaudo. Corría entre los tallos verdes de los girasoles. Las hojas grandes como caras. Las flores de un amarillo-sol imposible, haciendo acrobacias en el aire. Cargadas de semillas. Por encima, cubriéndome la cabeza. Como sombreros. Eran altas, enormes y hermosas. Conformando un cuadro. Al final de la sala con suelo enlosado. Como un tablero de ajedrez. Corría y corría, abriéndome paso, remando con los brazos entre los girasoles. En otra vida fuiste un remero, me dijo el chamán. Corría y corría, animándome a seguir. Con una determinación que luego no recuerdo haber vuelto a tener. Pero entonces yo aún no sabía del tamaño de los girasoles. Ni del mío. Por debajo del cielo. Corría y corría. Era una saltadora de vallas con el único propósito de alcanzar el horizonte que atardecía. Mis pies que escapan el suelo, los brazos como remos, el pensamiento una liana que no cesa entre los tallos. Si sigo un poco más, llegaré hasta el horizonte. Ya está más cerca. Solo es necesario correr hasta el final del campo de girasoles. Solo hasta el final y habré llegado al horizonte por donde el sol atardece.

Casi cinco años. Mi madre hizo un flan y le puso bolas de merengue. Cinco años. El vestido solo podía ser azul. Cinco años y me viene la imagen del hombre de los perros que me daba miedo. La barba. Sus dientes. El hombre. Los perros.

Ayer te conté una historia de cuando era pequeña y aún no sabía que no es posible alcanzar el horizonte. Aunque se pinten cuadros y se visiten museos. Ganan las blancas. Pierden las negras.

Agotada, me di la vuelta, y deshice el camino largo. El campo de girasoles. El melonar de al lado. Subí la cuesta que lo bajaba. El melonar de nuestros esfuerzos no estaba reservado para la belleza del sol que solo se ponía a la derecha del padre. Ni para las respuestas. Las hojas que me pican las manos. Subí a cuatro patas porque no podía más. Estaba tan cansada. Los terrones secos. Empinados. Sin recompensa para los sueños. Al final de este camino estaba el cansancio de mi madre y su dónde has estado.

***

El amarillo de los girasoles de Van Gogh que no pueden atrapar las fotografías. Ni las reproducciones.

El tamaño de las flores que me cubren la cabeza.

El pan frito con azúcar. Duro.

Casi cinco años. Los perros que ladran. Sin horizonte.

La hija que ahora solo sabe ser su madre. Las raíces invertidas en una vasija de cristal.

La voz de las que también cuentan. Los pasos. Las manos que se sujetan el vientre frente al portal verde. Parirse.

Entro en la casa. Remar en un mar de papel dibujado en un atlas.



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