Tomo café. El gato al lado. Llevo puesta una camisa burdeos.
Una amiga de mi hija dice que estoy guapa. Un camarero donde tomamos unas tapas creo pensó lo mismo.
Esta mañana salí a correr. Primero ando, luego corro. Durante
todo el tiempo mi cerebro piensa y quizá también escriba sus mejores frases. Llevo
toda mi vida corriendo y siempre que inicié una etapa intensa, solo lo hice por
amor o desamor. He decidido correr como única forma de poder volver a respirar. Aparte quiero recuperar mi cuerpo. Necesito sentirme los huesos por
dentro. Y por fuera. Deslizarme.
Ayer también salí. Fui pensando en ‘El peluquero de Harare’. Lo había
empezado de madrugada y me había fascinado. De entre todos los libros
pendientes de leer, me decidí por este. Porque era un libro precioso. Me gustaba
su portada que se enredaba en los dedos. Lo había recogido la tarde de antes en
la librería de los encargos y los amigos. Es un lugar donde siento que puedo
hacer magia. Sobre el mostrador, el hermano del hombre del encuentro inesperado
de la semana pasada, anunciaba su libro. Les hablé de él a los libreros como
quien lanza un anzuelo al destino. Otra manera de correr para ser alguien.
Es un libro precioso, repetí acariciándolo. No hacía ni
cinco minutos le había hablado al amigo que nada solo en piscinas de entradas
seguras – no quiso aclararme que había de las salidas-, que quizá en este
momento y después de tantos libros africanos, libros-calor, necesitaba colarme
en uno frío, alguna historia del Este. Pero fue inevitable. Aunque es solo un
espejismo, Harare me suena a caravanas de viajeros, a polvo en los labios, a
deseo, más de lo que estoy dispuesta a exorcizar corriendo. Estaba deseando
llegar a casa y seguir leyendo lo que tenía que pasar. Porque hay historias así,
como en la vida, ya leídas, incapaces de contenerse en sus propios márgenes de
libro.
Así corrí. Contando las plumas del suelo, con
el susurro de las manos del peluquero y con un abrazo no dado, perdido, sobre
el que me fui preguntando qué hacer. Subí a lo alto de los cerros, desde donde
busco la nieve de las montañas. A estas alturas del año queda solo un hilo
cuasi invisible. Decidí sembrarlo para que naciera, que no solo se entierran los muertos. Un
abrazo-planta acaso como una judía verde gigante que crezca hasta las puertas de
un cielo en el que acaso siempre aguarde un ogro. O un molino.
Por la tarde, quedé con una amiga para ir al cine. Respirar.
Seguir respirando. Vimos por recomendación del hombre-seguro, ‘El viajante’, una película excepcional, en las que la historia
transcurre paralela en la vida y en su escenario, de esas en las que el guion te
hace literalmente despegar del suelo. Como Mr. Vértigo. Pero con todos los
dedos de las manos. Enamorarte del protagonista. Con barba. Para seguir
viviendo.
Termino el café. El gato sigue al lado. La misma camisa. Se ha
hecho un ovillo de gato. Esta mañana salí a correr después de haber terminado
el libro y que, como no podía ser de otra manera, está lleno de hombres con
palos. Después de apagar la luz y esperar a que amaneciera confiando en que no me
alcanzaran los truenos y la hiel. Pero llegaron.
Salgo. Correr me curará.
Voy contando plumas.
Voy pensando en la película. En el actor. En su barba. En su
trabajo de profesor de literatura con carpeta cruzada de profesor. En los
libros censurados. En las gafas de Arthur Miller. En sentirme culpable de no
haber hecho lo suficiente. No puedo respirar. Una pluma. Dos plumas. Tres plumas.
Cuento plumas porque le gustan a mi gato. A falta de
pájaros.
A veces también las cojo para pintarlas y hacerlas
separalibros. Para regalar. Esta tarde haré una y por atrás escribiré ‘hermosa’.
Pintaré y coseré la muñeca quitapenas que de tanto ir de acá para allá en la
boca del gato fiel, se ha deshilachado. A veces otras cosas se rompen y no puedo arreglarlas.
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