jueves, 30 de enero de 2014

Los confines del mundo

Me siento en el banco alargado del centro de una de las salas. Escucho el ruido que provoca en mi cabeza la simple presencia de personas, de pie frente a las fotografías. Son una muralla. No me dejan escuchar las luces.

Repaso la sala. Está el hombre empeñado en comentarle a su mujer, que va al menos tres por detrás, cada una de las imágenes. Las destripa con una precisión de cirujano fino; y se come cada una de las fotografías con cuchillo y tenedor. Aséptico. Entre uno y otro hay una cuerda pesada que los une y varios metros imposibles de respirar. No me gustan.

Con las mejillas apoyadas en las manos. Impactada por el exceso de belleza. Insostenible. Ahí llega la otra pareja anaeróbica. El uno, que parece haber hecho todas estas mismas fotografías, que parece haberlo visto todo, comentándolas desde su experiencia y su desdén. El otro, que no deja de decirle que él tendría que haber hecho esta exposición. Es imposible no escucharlos. Estoy cansada. Me ha costado entregarme al gruñido de la piedra rajada por el glaciar, apostarme entre los pingüinos y retozar en sus plumas, suspenderme en la cortina del agua de la cola de la ballena. Planear en el aire. Gemir. En los confines del Sur. Donde hay una isla llamada Decepción, poblada por infinitos pingüinos en blanco y negro, rodeada de feroces corrientes de agua y viento. Con dientes afilados. Donde es difícil sobrevivir.

Repaso la sala. Allí detrás de la gente que yo conformo, está el mundo primero, la génesis que no conozco. El de los hombres y mujeres con piel pegada a la tierra y al agua. A los árboles. Al aire. Con cuerpos desnudos. Al fuego, a la vida. No puedo lavarles los pies de elefante. No puedo tocarles la cara. Quiero pintarme la cara con arena blanca, subirme a los árboles. Pero no soy visible. No pertenezco a la tribu de los hombres y las mujeres libres que solo temen a las serpientes. No los alcanzo desde el banco de esta sala. Apoyada en una montaña absurda de bolso, chaquetón y bufanda. Yo no he visto el mundo ni la duna de los que comen gusanos.

Me levanto. Me acerco al blanco, al frío. En el Ártico, los nómadas atraviesan ríos y desiertos helados. Y pienso en lo profundamente humano de este acto de resistencia, de supervivencia. Intento ver el diálogo entre la imagen y el fotógrafo. Descubrirlo en cada ojo. En cada paso imposible.

Vuelvo a sentarme. Repaso las fotografías y me sale una vida que no es mía y que no voy a poder vivir. Estoy aquí pero yo no he visto los lugares del mundo. Me siento extraviada. Me asalta Berger, que tanto me gusta: ‘un lugar es lo opuesto a un espacio vacío’. Sus fotografías de lugares son las de mis ausencias.

Viajo a la cueva de Chauvet, donde los hombres prehistóricos plasmaron más allá de los dibujos de animales, de las cabezas de caballos, su presencia en las paredes. Con manos rojas afirmaron lo existente.

Él ha visto el mundo. Esta es su cueva.

Salgo de la última exposición de Sebastiao Salgado. Génesis. Me siento en otro banco, al sol del invierno. A pesar del tráfico, de las colas de quienes esperan para entrar, hay silencio. Es el sol que cierra los ojos.

Él ha visto el mundo.

De entre todas las fotos, podría elegir cualquiera. Pero por algún motivo, me he quedado frente a esta. Frente a los hombres que salen de las tinieblas.



jueves, 23 de enero de 2014

La piedra de moler

Me levanté temprano como todos los días. Directa a la máquina del café. En un cajón inconfesable mantengo escondida una cápsula por si acaso se terminan sin que nos dé tiempo a reponerlas. Para que nadie me deje sin este café de la mañana que me recoloca los huesos y las carnes en la dimensión del espejo del cuarto de baño. Espejito, espejito. Aprendizaje de supervivencia en una larga estirpe de muchos hijos, instalada ya en la genética de los dientes y las cunas guardadas. Ea, la ea, a dormir la niña.

Me levanté temprano y me puse a leer envuelta en una manta. Con necesidad. Con los pies tozudamente fríos. La piedra de moler de Margaret Drabble. Después de su publicación, la autora dudó sobre el título que había elegido para el libro. Porque lejos de representar la carga o el castigo que imponía una sociedad que no dejaba espacio para la libertad de decidir, para la protagonista, Rosamund, una madre soltera, la historia es hermosa, muy hermosa. Aunque a veces duela, huele a horno de pan. Dulce. Como las nanas de la cebolla. Escarchadas. Con forma de media luna.

Sigo teniendo los pies fríos. Sorbo lo poco que me queda del segundo café. No sabía que necesitaba tanto leerlo. Que iba a sentirme tan acompañada en una carencia de antes de la que no era consciente. En mi inexperiencia de madre. Esa que parecía tan lejana pero que está aquí sentada conmigo. Que la nazco, que la enfrento todos los días. Con la misma incertidumbre, con la misma torpeza para el día de hoy. Y mañana para el día de mañana. Preguntándome cómo lo estaré haciendo. Si será suficiente para las mujeres que somos y seremos. Tomar conciencia de no saber más allá de mis bordes. Levantarme para que ella no lo haga. Poner la mesa. Peinarla. Cargar la cartera para que ella no se haga daño en la espalda. En cada paso. Acompañarla con un beso de buenas noches. Apagar la luz de la mesita de noche. Mamá, que perfil tan bonito tienes.

A veces me siento cansada. Pero no me doy el permiso suficiente. Me escondo el cansancio debajo de las costuras. Como aprendí en las casas de portales con sillas. Me miro el vientre con las manos abiertas buscando lo vivido, que a veces parece haberse ido de mí por un desagüe invisible.

Termino el libro. Me dejo estar. Yo también como madre, ¡he estado tan sola! Estoy a veces tan sola. Y me ha reconfortado tanto esta historia. Sentirme acompañada. Que me acunen a mí también un poco. Que me digan que como lo estoy haciendo vale. Porque mi niña sonríe y canta todo el tiempo. Abusando con frecuencia de los espacios y los márgenes cabales. Porque se hace fotos sin parar. Espejito, espejito. Sin necesidad de esconder las cápsulas de café que recoloquen los huesos frente a lo que se ve desde fuera. Sin conciencia de la necesidad de comer el pan de Blimunda. Antes de abrir los ojos. Para no ver a los demás por dentro.

Decidir frente al miedo es difícil. Frente a lo que otros desprecian o juzgan. A veces la libertad se construye en la conciencia, pero otras en su carencia, en la temeridad o en el no bajar la cabeza. Supongo que esa es la verdadera piedra de moler.

Pasaré por la librería para dar las gracias por la recomendación. Por la ternura. No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes. Pero qué bueno fue aprender a pedir ayuda. Qué bueno el abrazo. Qué bonitos los pañuelos amarillos.


viernes, 17 de enero de 2014

Las marionetas de André

Engullo sin medida. Como si tuviese un pozo dentro. Hondo. Leo Las marionetas de André. Y mi estómago se me aparece como otro andamiaje de hilos. El de una montaña rusa. En un festín de neuronas-fuegos artificiales.

Me paro. Cierro los ojos. Siento el peso del cuello y los hombros. Me siento borracha de estómago. Si fuera un mago podría sacarme de la boca un sinfín interminable de hilos rojos. No me haría ningún jersey, ni ninguna bufanda caliente de siete leguas. Si fuera el Mr. Vértigo de Paul Auster, levitaría sobre el suelo. Pero con todos los dedos completos de las manos. Nunca me gustó el juego de la gallinita ciega. Ni siquiera en un tapiz de Goya. Me desconcierta. Si estuviera dentro de un círculo con los ojos vendados, hoy me sentaría en el suelo. Mi mente me convierte de inmediato en un preso de Guantánamo con un mono naranja puesto.

Me froto la cara, los ojos. Aprieto con fuerza los dedos sobre el cráneo. Puedo sentir la piel de dentro de la piel de fuera de mi cabeza. Me ocurre con frecuencia: frente al tacto busco la respuesta en el envés de la piel, que es de la que más me fío. La que me crece para adentro.

Leo Las marionetas de André y mi estómago es una vagoneta en una mina abandonada en una película del oeste. Llena de chirridos y de ecos.

Leo Las marionetas porque me lo recomendaron. Para aprender sobre la comunicación. Para salirme de mí y cruzar la calle y mirar desde el otro lado. Para intentar ver el inicio y el final de las palabras. Para intentar comprender cómo funcionan aquellos que no son yo. Los personajes son autistas pero podrían no serlo. Podrían ser borrachos de estómago, jóvenes voladores o ciegos de pañuelo en los ojos, extraviados. Podrían ser tú. Podrían ser yo.

Grito. Y la montaña me devuelve mi voz.

Permanezco en silencio. Puedo verte y escucharte.

Cierro los ojos. Esta mañana regalé un libro amarillo de poesía. El color de las bienvenidas. De los reencuentros. Me alegro de verte. El falso techo de Erika Martínez. Creo que las armaduras son falsos techos. Armazones de uno mismo, de nuestros vínculos. Creo que detrás de los falsos techos están las puertas abiertas, por las que entra el aire. Las de Caótica Ana. Las del Fauno en su laberinto. Rodeadas de colchones, para saltar y saltar. Salto. Puedo volar. Solo tengo los hilos de las mujeres pájaro. De las acróbatas de circo.

Pasen y vean.

Tengo el pelo naranja, la piel blanca. Me tumbo agotada en uno de los colchones. Miro al techo en un ay feliz. Es un libro hermoso este de las marionetas. Que se lee fácil. Entrañable. Quizás sea que comunicarse sea mucho más fácil de lo aprendido. Abrir la boca y dar puntadas de palabras. Tender la ropa al sol con los bolsillos del delantal llenos de pinzas. Pisar la hierba. Quitarse los zapatos. Desnudarse sin frío.

Anudo bien el hilo. Lo corto.

Sale la primera luna del año, la que llaman del lobo. La de la renovación. La de la tolerancia, la paciencia y la abundancia. La de cerrar ventanas y abrir las puertas. De par en par.

Sale la luna. El mar se agranda.

Anudo bien el hilo. Lo corto. Salto sobre las cuerdas tensas de los violines que conforman mi red de seguridad. Con la esperanza de que me sostenga y no me haga añicos. Y no tenga que reconstruirme de nuevo. Inventando donde va cada trozo.



jueves, 9 de enero de 2014

Las piedras de la memoria

Transito una y otra vez el filo. Como un trapecista deslizándose por la barra, antes y después de hacer un ejercicio en el aire, una pirueta. El año pasado leí La pirueta de Eduardo Halfon, uno de los libros que más me gustaron. Me acuerdo del nombre del autor porque pienso en halcón. Los halcones se suspenden también en el cielo.

También leí después de mucho tiempo en el descansadero de los libros, donde pasan los libros su cuarentena del mundo fuera de la casa, para acostumbrarse a estar con nosotras, Escenas de caza (furtiva), de Agustín Gómez Arcos, uno de mis escritores preferidos. Uno de los que más conforman mi andamiaje.

Cuando te conocí te regalé uno de sus libros. De El cordero carnívoro surgían todas las marías-adjetivo, las que escapaban a la nada, al no. Es un libro donde la casa es una protagonista más. Las paredes que rezuman. Envejece. La memoria. Como la casa de Cien años de soledad. Con estancias y ojos grandes.

Transito el filo del cuadrilátero de El mismo amor, la misma lluvia y me acuerdo del cuento de La araña enamorada de la golondrina que, hacendada, pasó toda la noche tejiendo una palabra: golondrina. Si te quedas, todas las noches tejeré una palabra para darte los buenos días. Transito el filo y me imagino tejiendo una red que no me deje caer.

Te regalé un cd de Morente y Lagartija Nick, Omega, el que cantaba a Lorca con algunas músicas de Cohen. Morente por las fuentes del agua, y Lagartija porque en los troncos del huerto del abuelo de Saramago siempre se esconden la arena de la playa y los lagartos. Pequeño vals con la boca cerrada. En una cama donde la Luna ha sudado.

Estoy aturdida. Tomo pastillas para dormirme y café para mantenerme despierta. Quiero escribir alegre. Brincar saltos. Me gustaría pintarme la cara y el cuerpo de azul, como un cielo de Nut lleno de estrellas. Así podría recordar la risa y la magia. Escrita en el cuerpo. Así podría abandonarme tranquila al sueño y a las compuertas que se abren dentro de los troncos de los árboles. Para trasladarme a los mundos de fantasía. Sin necesidad de levantar fortalezas. Soplaré, soplaré, y tu casa volará.

Pienso en el padre del protagonista de Despedidas, que muerto, conservaba en la mano la piedra que un día le regaló su hijo. La piedra de la memoria. Pienso en la cinta de besos cortados que Alfredo construye para Toto en Cinema Paradiso. La cinta de la memoria. Pienso en una caja verde y dorada, pintada a mano, donde caben ambas memorias. La de las piedras y la de los besos.

Pienso en la terraza de Roma en la que un día me dijiste que te casarías conmigo. Porque te gustó cómo regaba las plantas. No había decadencia, ni fiestas de ricos, pero todos los flamencos vinieron a posarse en los charcos y los suelos tenían lozas de dos colores. Para tendernos a la sombra del verano. Como en la película de La gran belleza.

Me asomo a la ventana desde donde se ve la nieve. Imagino una terraza de tejados. Sobre el cristal he colocado la fotografía de mi regalo de reyes. Tres frascos de cristal: uno con arena de playa, otro con aire para respirar, otro con agua de mar. Construyo mi casa. Me desnudo y me pongo, unas encima de las otras, las diez bragas de colores nuevas. Los osos de piedra de la estantería de los libros ya no pueden comerse a la bailarina de latón que improvisa en el otro marco negro.

Me como las palabras de papel. Las mastico a conciencia. Para dormirme. En diez bragas. Espero no olvidarme de pintarme. Azul. Suelto las manos. Viajo por los desiertos. Me trago a mí misma de una vez por todas. Somos nómadas.

Las piedras de la memoria no desaparecen.