viernes, 17 de enero de 2014

Las marionetas de André

Engullo sin medida. Como si tuviese un pozo dentro. Hondo. Leo Las marionetas de André. Y mi estómago se me aparece como otro andamiaje de hilos. El de una montaña rusa. En un festín de neuronas-fuegos artificiales.

Me paro. Cierro los ojos. Siento el peso del cuello y los hombros. Me siento borracha de estómago. Si fuera un mago podría sacarme de la boca un sinfín interminable de hilos rojos. No me haría ningún jersey, ni ninguna bufanda caliente de siete leguas. Si fuera el Mr. Vértigo de Paul Auster, levitaría sobre el suelo. Pero con todos los dedos completos de las manos. Nunca me gustó el juego de la gallinita ciega. Ni siquiera en un tapiz de Goya. Me desconcierta. Si estuviera dentro de un círculo con los ojos vendados, hoy me sentaría en el suelo. Mi mente me convierte de inmediato en un preso de Guantánamo con un mono naranja puesto.

Me froto la cara, los ojos. Aprieto con fuerza los dedos sobre el cráneo. Puedo sentir la piel de dentro de la piel de fuera de mi cabeza. Me ocurre con frecuencia: frente al tacto busco la respuesta en el envés de la piel, que es de la que más me fío. La que me crece para adentro.

Leo Las marionetas de André y mi estómago es una vagoneta en una mina abandonada en una película del oeste. Llena de chirridos y de ecos.

Leo Las marionetas porque me lo recomendaron. Para aprender sobre la comunicación. Para salirme de mí y cruzar la calle y mirar desde el otro lado. Para intentar ver el inicio y el final de las palabras. Para intentar comprender cómo funcionan aquellos que no son yo. Los personajes son autistas pero podrían no serlo. Podrían ser borrachos de estómago, jóvenes voladores o ciegos de pañuelo en los ojos, extraviados. Podrían ser tú. Podrían ser yo.

Grito. Y la montaña me devuelve mi voz.

Permanezco en silencio. Puedo verte y escucharte.

Cierro los ojos. Esta mañana regalé un libro amarillo de poesía. El color de las bienvenidas. De los reencuentros. Me alegro de verte. El falso techo de Erika Martínez. Creo que las armaduras son falsos techos. Armazones de uno mismo, de nuestros vínculos. Creo que detrás de los falsos techos están las puertas abiertas, por las que entra el aire. Las de Caótica Ana. Las del Fauno en su laberinto. Rodeadas de colchones, para saltar y saltar. Salto. Puedo volar. Solo tengo los hilos de las mujeres pájaro. De las acróbatas de circo.

Pasen y vean.

Tengo el pelo naranja, la piel blanca. Me tumbo agotada en uno de los colchones. Miro al techo en un ay feliz. Es un libro hermoso este de las marionetas. Que se lee fácil. Entrañable. Quizás sea que comunicarse sea mucho más fácil de lo aprendido. Abrir la boca y dar puntadas de palabras. Tender la ropa al sol con los bolsillos del delantal llenos de pinzas. Pisar la hierba. Quitarse los zapatos. Desnudarse sin frío.

Anudo bien el hilo. Lo corto.

Sale la primera luna del año, la que llaman del lobo. La de la renovación. La de la tolerancia, la paciencia y la abundancia. La de cerrar ventanas y abrir las puertas. De par en par.

Sale la luna. El mar se agranda.

Anudo bien el hilo. Lo corto. Salto sobre las cuerdas tensas de los violines que conforman mi red de seguridad. Con la esperanza de que me sostenga y no me haga añicos. Y no tenga que reconstruirme de nuevo. Inventando donde va cada trozo.



2 comentarios:

  1. Tomo nota de Las Marionetas de Andrés, me ha despertado la curiosidad.
    María, ¿te ha dicho alguien que tus post se leen "casi igual" de arriba hacia abajo que a la inversa?
    Buena semana...

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  2. Ojeo un libro de poesía de tapas amarillas. Te comenté que los libros regalados deben dedicarse. Probablemente hice trampas jugando en “El Escondite” dado que la reafirmación siempre viene de los demás. Y aquí está tu dedicatoria, tímida, tierna, amarilla como tú. Molière debería haber usado otro color. Gracias.

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