Mi cerebro es una madeja de hilo
deshilachado. Lleno de enredos. De nudos. Con los nudos construyo balsas para
navegar ríos. Con los enredos, la mayoría de las veces, me pierdo. Son los
laberintos llenos de minotauros. A veces también ahondo pozos sin agua.
Cuando se me corta el hilo, se me
encoge todo. Me paralizo.
Mi cerebro es una madeja de hilo sin
principio ni fin. Una rueda de molino, una piedra de Sífido, un remero
condenado.
Pero también, los pañuelos sin tregua
de un mago o las sábanas anudadas de un escapista. El alambre de un
funambulista.
Mi cerebro está lleno de personajes
vivos que me acompañan en una especie de país de las maravillas. De sombras de
distintos colores. Que se encienden y se apagan. Mi cerebro es un escenario
continuo de ensayos. De luces. De vestuario.
La mayoría de los personajes están
sacados de libros. Otros, son cuadros o fotos que luego colecciono en las
paredes. También los hay personas de antes, con su vida propia.
Aparecen y desaparecen a su antojo.
El otro día me volvió Tombuctú. Qué maravilloso
encontrarlo. A la salida de una librería.
En una de las salas donde se hablaba
de un libro, alguien se había estremecido con la imagen de un animal desollado.
Lo primero que pensé era que quizás ese hombre no se hubiera estremecido ante
la imagen de un hombre desollado. Porque creo que la mayoría nos hemos
acostumbrado a vivir sin piel. A vernos sin piel. Incluso la rechazamos como
debilidad.
Quizás sea algo bueno, que el hombre
sin piel que no se percibe mutilado a sí mismo, se estremezca ante el animal
sin piel. Quizás no esté todo perdido.
Y en ese pensamiento de hilo me quedé
colgada. En la piel. Yo que a veces la siento como unas medias flojas que se me
caen hasta los zapatos. Dada de sí. Como un trapo. Que la lavo y la tiendo a
secar para que encoja. Para podérmela poner de nuevo.
Ahí me quedé. Para dentro. Para
descansarla de mí. La piel.
Y me puse a rebuscar las imágenes de
otros tendederos de ropa. Recurrentes. Que siempre me acompañan en la rueda. La
del libro que tendiera Bolaño en su 2066. Para airearse. La del esqueleto de
huesos extendidos cada noche de Mia Couto en El último vuelo del flamenco. Para
no dolerse durante el día.
Así bajé las escaleras de la librería.
Estirada por dentro con alfileres. Así hasta que te encontré,
Tombuctú. Como no podía ser de otra manera en este continuo hilar mío: el Tombuctú que escribiera Paul Auster, me
esperaba en la puerta. Esa parte viva de mí. Sin la que estoy coja. Ay, amigo,
cómo te he extrañado. El olor.
Nos abrazamos al paso, preparados para
cruzar al tiempo cualquier autopista, para sortear coches en nuestro juego
suicida preferido.
Y a través de Tombuctú, me vino la
portada del libro y con la portada el perro de Goya. Asomando el hocico. Perro
semihundido. Su propia muerte, compañera fiel. Y a través del perro y
de nuestros pasos en la calle, me volvió el toro
mariposa, que para mí es el hombre que a pesar de su torpeza, sueña.
Quizás el hombre sin piel que todavía sueña.
Qué extraña semana ésta, Tombuctú. Yo
que apenas consigo salir de la casa, que releí El Malentendido y El Extranjero
de Camus, historias entrelazadas que vienen a ser un bodegón más del mismo
hombre sin piel, otros perros semihundidos y otros toros mariposa, yo que ando
buscándome a manos en los tendederos, termino encontrándote justo aquí al lado.
En una librería sin océano mar.
Donde otras veces como tarta de
zanahoria en platos redondos de latón. Pero esa es otra historia.
Anoche leí
Seda de Baricco. Aunque tú ya lo sabes, Tombuctú. Para vestirme. Para atravesar
la calle contigo. Tarareando. Cacareando a la luna llena. Mientras por mi puerta pasa un tren que tú también oyes.
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