lunes, 18 de noviembre de 2013

Zona libre

Mi cerebro es una madeja de hilo deshilachado. Lleno de enredos. De nudos. Con los nudos construyo balsas para navegar ríos. Con los enredos, la mayoría de las veces, me pierdo. Son los laberintos llenos de minotauros. A veces también ahondo pozos sin agua.

Cuando se me corta el hilo, se me encoge todo. Me paralizo.

Mi cerebro es una madeja de hilo sin principio ni fin. Una rueda de molino, una piedra de Sífido, un remero condenado.

Pero también, los pañuelos sin tregua de un mago o las sábanas anudadas de un escapista. El alambre de un funambulista.

Mi cerebro está lleno de personajes vivos que me acompañan en una especie de país de las maravillas. De sombras de distintos colores. Que se encienden y se apagan. Mi cerebro es un escenario continuo de ensayos. De luces. De vestuario.

La mayoría de los personajes están sacados de libros. Otros, son cuadros o fotos que luego colecciono en las paredes. También los hay personas de antes, con su vida propia.

Aparecen y desaparecen a su antojo.

El otro día me volvió Tombuctú. Qué maravilloso encontrarlo. A la salida de una librería.

En una de las salas donde se hablaba de un libro, alguien se había estremecido con la imagen de un animal desollado. Lo primero que pensé era que quizás ese hombre no se hubiera estremecido ante la imagen de un hombre desollado. Porque creo que la mayoría nos hemos acostumbrado a vivir sin piel. A vernos sin piel. Incluso la rechazamos como debilidad.

Quizás sea algo bueno, que el hombre sin piel que no se percibe mutilado a sí mismo, se estremezca ante el animal sin piel. Quizás no esté todo perdido.

Y en ese pensamiento de hilo me quedé colgada. En la piel. Yo que a veces la siento como unas medias flojas que se me caen hasta los zapatos. Dada de sí. Como un trapo. Que la lavo y la tiendo a secar para que encoja. Para podérmela poner de nuevo.

Ahí me quedé. Para dentro. Para descansarla de mí. La piel.

Y me puse a rebuscar las imágenes de otros tendederos de ropa. Recurrentes. Que siempre me acompañan en la rueda. La del libro que tendiera Bolaño en su 2066. Para airearse. La del esqueleto de huesos extendidos cada noche de Mia Couto en El último vuelo del flamenco. Para no dolerse durante el día.

Así bajé las escaleras de la librería. Estirada por dentro con alfileres. Así hasta que te encontré, Tombuctú. Como no podía ser de otra manera en este continuo hilar mío: el Tombuctú que escribiera Paul Auster, me esperaba en la puerta. Esa parte viva de mí. Sin la que estoy coja. Ay, amigo, cómo te he extrañado. El olor.

Nos abrazamos al paso, preparados para cruzar al tiempo cualquier autopista, para sortear coches en nuestro juego suicida preferido.

Y a través de Tombuctú, me vino la portada del libro y con la portada el perro de Goya. Asomando el hocico. Perro semihundido. Su propia muerte, compañera fiel. Y a través del perro y de nuestros pasos en la calle, me volvió el toro mariposa, que para mí es el hombre que a pesar de su torpeza, sueña. Quizás el hombre sin piel que todavía sueña.

Qué extraña semana ésta, Tombuctú. Yo que apenas consigo salir de la casa, que releí El Malentendido y El Extranjero de Camus, historias entrelazadas que vienen a ser un bodegón más del mismo hombre sin piel, otros perros semihundidos y otros toros mariposa, yo que ando buscándome a manos en los tendederos, termino encontrándote justo aquí al lado. En una librería sin océano mar.

Donde otras veces como tarta de zanahoria en platos redondos de latón. Pero esa es otra historia.

Anoche leí Seda de Baricco. Aunque tú ya lo sabes, Tombuctú. Para vestirme. Para atravesar la calle contigo. Tarareando. Cacareando a la luna llena. Mientras por mi puerta pasa un tren que tú también oyes.

Para soñarte. El olor.




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