domingo, 23 de marzo de 2014

Los gallitos de caramelo

Los martillos de caramelo, sacados uno a uno de sus moldes con mimo, indultados de su trabajo de golpes, eran de color amarillo-sol. Los gallitos con la cresta de kíkiri-gallo, con sus portes altivos y sus añoranzas de luna lunera, eran de un marrón anaranjado, casi atardecido. Algunos, muy pocos, incluso negros, de caramelo amargo. Por aquel entonces yo aún no había leído El coronel no tiene quien le escriba, y no sabía ni de sus gallos a oscuras ni de sus agrias esperas.

En la cocina, Francisco se afanaba en el hornillo, entre los cazuelos de agua y azúcar, curtidos de fuego. Mágicos. A mí me dejaba estar siempre porque me quedaba quieta y callada, con cuidado de no quemarme. Mirando y aprendiendo todo. Pasando las horas.

Primero el agua se espesaba en una poción dulce, atrapando con empeño a las pompas escapistas de almíbar. Yo miraba impaciente hasta que poco a poco la mezcla extraordinaria viraba de apariencia. Desde los filos. Francisco movía el caramelo con la cuchara de madera. Hasta su punto justo de color. Para los martillos, los gallitos, pero sobre todo para los almendrados, de almendras o cacahuetes, pero siempre almendrados, que se creaban sacados de una chistera, sobre la mesa de mármol blanco de la cocina.

Primero se extendían las almendras, luego se confinaban a los límites de su molde de hierro negro. Francisco vertía urgente el caramelo y ordenaba con presteza las almendras en él, quemándose los dedos. Fuera del cazuelo, se formaban hilos dorados. ‘Tus cabellos dorados parecen el sol’. Con un cuchillo grande de dos asas, marcaba a ojo los cuadrados de caramelo. A ojo, que unos le salían más grandes que otros y luego se vendían al mismo precio, de manera incomprensible para mí, en territorios desiguales de sueños; no como los martillos o los gallitos, todos iguales.

El caramelo traicionero se endurecía en nada, tan rápido como las personas se vuelven sal al mirar atrás. Tan rápido como se hace añicos un corazón que cae al suelo.

Francisco separaba los cuadrados y desmoldaba las figuritas. Los apilaba encima de la mesa de la cocina para que luego Isabelita, su mujer, los sellase en pequeñas bolsitas de plástico. En absoluto silencio. En un lenguaje suyo, hermoso, de señas y de miradas. Con la piel de la cara también blanca y fina, salteada de venillas. De alabastro fino. Tampoco, todavía, había leído yo el libro para la ternura que es La sonrisa etrusca, ni me había quedado atrapada en el gesto de las estatuas.

Los cazuelos en el fregadero, los moldes en la cubeta. Cubiertos de agua. La mesa ya limpia. Isabelita, sentada empaquetando las figuritas, ordenándolas en el canasto de mimbre. Las paredes de mi boca crecidas hasta el estómago, rendidas, salivando, deshaciéndose en saltos de hiel. A la espera, como un animalillo doméstico con ojos, de algún gallito sin cresta, de algún trozo inútil y almendrado. De algún filo.

Luego por la tarde en los días de diario, también por la mañana en los festivos, Isabelita abría las puertas de la calle, y Francisco salía con el canasto o con el carrillo de los caramelos. La calle abajo mientras se acomodaba el cuerpo en la chaqueta, dispuesto a vender su mercancía en las esquinas y en la puerta de los bares. En un acto que a mí se me antojaba de valentía inmensa, con su gesto pintado de vendedor de ilusiones, a merced de un viento del norte que le robaba su magia de la cocina. Calle abajo, entre las esquinas de frío. Con su capa y su sombrero de mago, invisibles.

A quince pesetas, justo la paga de los domingos de mi abuela Dolores, los almendrados de cacahuete, que en el pueblo eran avellanas; a veinticinco, los de almendra, destinados solo a los pocos días feriados, en rojo, del calendario, cuando Francisco también vendía a los hombres la caña dulce.

Cruzando solo la calle. En la casa de puertas que Isabelita abre y cierra en un truco de encantamiento. De caramelo dorado. Mientras Francisco pregona su mercancía. En chaqueta y sonrisa.


2 comentarios:

  1. No he podido remediarlo. He pasado a la cocina. He cogido un cazo. He calentado azúcar. Se ha oscurecido. He cogido un palito de madera. Se ha solidificado en forma de pirulí. Y yo he vuelto a tener cinco años, he estado en la cocina de verdes colores y visillos almidonados y madres que cantan coplas.

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    1. No he podido remediarlo. Me han entrado unas ganas locas de irme contigo a la cocina. Ponerme a tu lado mientras haces pirulíes de caramelo. Entre colores verdes, visillos almidonados y madres que cantan. Para luego sentarnos junt@s en el suelo. Mientras nos los vamos comiendo. Hablar, reirnos, ... seguir viviendo. Con los dedos un poco pegajosos. Un abrazo enorme.

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