Sobre el escenario se había extendido una casa y un altar de
ofrendas, una vida en sí misma. La mesa con la lámpara de luz, como una llave
de alabastro que no se rompe, la percha de la entrada donde se cuelgan los
abrigos y a veces hasta a uno mismo. Donde se dejan los zapatos de la calle. Los
sombreros.
Estaban preparados la guitarra, la mandolina y el timple, los
terciopelos de tela, los pétalos de rosa, las velas encendidas, la fruta.
Pregunté por Domingo que me había asegurado por teléfono que
como iba sola, aunque las mesas ya estaban todas asignadas, podría colocarme en
cualquier hueco. Todo el camino me fui repitiendo lo que le diría al verlo. Como
si una parte de mí adulta hubiera enviado a otra niña a hacer un recado. Ahora que
lo escribo creo que así era en verdad. Una cordada de marías desiguales
subiendo irremediablemente una montaña gigantesca con forma de sala y nombre de
científico italiano.
Aunque esquinado, Domingo me indicó un lugar casi en primera
fila, cercano al escenario. Allí estaba ya sentada mi soledad que llegó primero
haciendo valer su vacío y que me saludó con una sonrisa cómplice. Como quien se
cuela por dentro. Compartía apartado con un grupo de cuatro que me miró con
recelo y al que ya se había encargado de arrinconar en el extremo opuesto de
una de las dos mesas redondas.
Pedí una tónica y un rescate en forma de platito de
cacahuetes y de una mujer hermosa que ultimaba el escenario con incienso y un
vaso lleno de una pócima del color del agua. Yo todavía no sabía quién era, pero
sí que era un ser mágico. Porque se movía como un cisne.
Se oscureció la sala y Pedro Guerra entró en el escenario. Encendió
su luz, se quitó la chaqueta que colgó en la percha y los zapatos de sus pies
descalzos. Yo aproveché para quitarme los míos y poder dejar de pisar el suelo
por un rato. Para abandonarme como siempre en sus conciertos, a la emoción de
su pensamiento, de su palabra, de su humor, de su música, de su voz cantada. Sin
muros ni alambradas. Y poco a poco, fui riendo y cantando, y la piel se me fue
mutando a mariposa monarca. Naranja y negra. Con un viaje escrito dentro de
norte a sur, de sur a norte. Con las alas sin las espinas de las
rosas.
Te eché en falta en cada sílaba, en cada frase. En cada molécula
de oxígeno. Me agarré con fuerza a los versos del poeta y a la palabra en el aire: ‘Yo sé que existo porque tú me imaginas’.
Pedro repasó agradecido sus treinta años de canciones y sus veinte de Libertad 8, pero sobre todo nos
compartió la grandeza de su amor. El aplauso más fuerte, el más importante,
para María, la mujer-hada que esperaba entre bastidores, haciendo girar su mundo,
dándole cuerda a la poesía. Tengo una hija que se llama Lara. Tengo una hija
que se llama Paula. ‘Que me enseña cada día que el amor es revolucionario’ que diría el otro día Juan Diego Botto al recibir un premio y dedicárselo a su compañera.
Ay, ‘pero si tú me olvidas …’.
Y yo me moría de ganas de estar viva entre las tablas y los pétalos
de las rosas. Conmovida por lo extraordinario del amor entre dos personas.
En un momento cuando casi se despedía, le envió un beso que
vuela. Como los que Enrique Meneses mandaba cada día a su mujer Bárbara,
siempre joven en el retrato colgado junto a su cama de viejo.
‘Se encendieron farolas en pueblos perdidos’ y yo me volví a
casa en metro sin dejar de cantar. Toda la noche, toda la mañana. En un pensamiento feliz. No te vayas,
María, con tu canción dentro. Todavía con polvo de alas de mariposa.
Te eché en falta tanto. En cada uno de los hijos que
no tuvimos juntos.
Mientras Paula como Lara está creciendo.
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