sábado, 15 de agosto de 2020

La pintora y el ladrón

 Yo soy la ladrona de mis cuentos.

‘Y sé todos los cuentos’ que escribiera León Felipe.

Si lo pienso, solo hay dos direcciones en las que siempre me he imaginado yendo. Hacia el frente donde se alcanza el horizonte, saltando girasoles amarillos, y hacia arriba, soñando enormes lianas de habichuelas verdes, para después de las nubes, escalar a lo alto las vidrieras de colores de Sainte-Chapelle. A manos y pies, como subo las montañas, conectada a lo primigenio de mi origen. A brazos y piernas de viento, como cuando juego a correr el cárabo con Azarías.

Así, mis cuentos tendrían que estar llenos de granjas al pie de las colinas de Ngong, de lluvia de la de atrapar con la boca muy abierta. De yo-creos-en-las-hadas que devuelvan la vida a las Campanillas a las que se les está apagando la luz. En cambio, me empeño en buscar una y otra vez, los caminos que hacia abajo se adentran en los lagos en los que solo es posible flotar o sumergirse. Sin hacer pie. Las ataduras. Los troncos huecos desde los que se cae a un mundo de conejos blancos con reloj. Tic-tac. Tic-tac. En el que me cuesta tanto encontrar mi tamaño.

Yo soy la ladrona que roba las semillas mágicas de mis cuentos y las esconde dejándome sin posibilidad alguna de alcanzar mis sueños. La Amaranta que se queda a la espera, entreteniendo su vida entre los hilos. La que no es valiente. La que se esconde tras los no-tiempos.

Yo soy la ladrona de mis cuadros.

En el sótano, en esperables buenas condiciones de luz y de temperatura, hay dos pinturas que no son mías, del pintor albanés Maks Velo. De espaldas. Las mires como las mires, son oscuras e incluso si no fuera una barbaridad decirlo, hasta un poco feas. Parece que Velo hubiera pintado algo comprendido entre los barrotes de una celda y unos grilletes para inmovilizar el cuello, lo cual no sería nada sorprendente. Cada vez que vengo a la casa, les doy la vuelta, las dejo un poco al aire y las miro para devolverlas luego a un nuevo, prefiero no pensarlo, encierro. Intento sacudir la idea para no sentirme cómplice de la tiranía y subo todo lo rápida que puedo las escaleras.

Las pinceladas están llenas de palabras y, al contrario, cada frase puede ser un dibujo entero. En la casa los libros y los cuadros se disponen en los mismos sitios como si fueran iguales. Me gusta apoyarlos en las paredes encima de los muebles, en el suelo sobre las maderas y las piedras recogidas en la playa. Para que puedan escuchar el viento.

La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexiévich preside en vertical estos días el descansadero de los libros. Para apuntalar un poco el alma después de su lectura. Evoco las palas del corazón de Herta Müller. Leído como está escrito, en las intermitencias del trabajo y del sueño, tirando del título de Las intermitencias de la muerte de Saramago. Buscando la salida al miedo de seguir perdiendo la vida.

Estos días de retiro en mi casa, a pesar del trabajo y el limpiar y ordenar obsesivos, han estado llenos de libros y de películas. Con almuerzos en la hierba que rodea el lago soledad. A base de latas de caballa. Algún tomate y sandía. Auténtica felicidad.

Vi la película documental La pintora y el ladrón. La recomendé. A mis amigos les gustó, pero no tanto como a mí. A pesar de su belleza, el canto de sirenas de la autodestrucción de los personajes no es un imán igual para todos. He visto Tierra de Dios con sus países ingleses, y Moffie que transcurre irremediablemente en la frontera sudafricana de Esperando a los bárbaros. Y otras más. Pero la que más me ha impactado sin duda es System Crasher. Benni se me ha metido en la cabeza y no deja de correr en el pasillo que hay detrás de mi frente mientras grita mamá, mamá, mamá, mamá. 

El pasado es algo que no existe como lo pensamos. Un poliedro lleno de caras. Mamá, mamá, mamá, mamá.

Escribo en la mesa del salón. Hace al menos 4 días que esta página anda abierta. Coser y descoser. Lo que me gustaría contar no está aquí, pero sí detrás de la puerta que está al fondo de esta habitación.

Voy a cumplir años. Las siete vidas de un gato. Benni corre y no entiende. Benni grita para protegerse.

Es solo asumir de una vez por todas que no hay nada que perder. Cerrar el círculo de este blog. Girar el pomo y empujar. Entrar a un escenario donde no sea preciso seguir esperando a nadie que no sea yo. Dejar escapar a la Sherezade de Nélida Piñón. Ponerme a pintar. En un festín de Babette. Sin califas ni ladrones de fuera ni de adentro.

Un salto de fe.

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