He abierto la ventana que da a la ciudad de los tejados. Después de la lluvia, se cuela el trino de sus pájaros, que en mi cabeza cuando cantan, se presentan quietos, con las alas plegadas, sin vuelo. Se extienden los alfeizares y los equilibrios al borde. El vuelo de los pájaros de esta ciudad es por algún motivo silencioso en mi mente. En color quizá, pero callado. Si lo pienso, debería percibir el canto y el vuelo unidos, en una doble pirueta, pero por algún motivo, y sin haberme dado cuenta antes, en mí, la voz y las alas de estos pájaros están disociadas.
Tener voz. Saber
volar. Iba en teoría junto.
Vacío. En un
largo descenso. Sin voz.
Pero qué hacen
estos pájaros aquí. Por qué eligen estar aquí. De alguna manera conformé una
especie de imagen de pájaros urbanos suicidas. Sin consciencia de haberlo hecho. O al menos de alas rotas, de vuelo corto o no bien aprendido.
La estatua y la
golondrina. El soldadito de plomo y la bailarina.
Para abrazar hay
que despegar los brazos del cuerpo. Cuando me quedo sin voz, no puedo hacerlo.
No tengo árbol en
esta ciudad.
Hoy es el día del
libro. Y mi librería estaba llena de gente. Cualquier sábado está casi vacía,
pero hoy llena. Qué extraña relación. Gallinas picoteando. Podía escuchar el
cacareo. A golpe de fechas. Bien por los libreros. He saludado y me he ido para
otro día.
En la primera
parte de 2666, había un libro tendido. Se aireaba las hojas al viento. Los
libros se dibujan con frecuencia como pájaros. También silenciosos. ¿Urbanos?
En mi casa los
libros cuando llegan pasan un tiempo en el descansadero, para poder encontrar
su sitio, para poder ser leídos. El descansadero es un lugar de suelo.
En esta ciudad
tengo un poyete y un muro alto en el que da el sol. Y ahora mismo no sé si me
hace sentir más viva, o más sola. Seguramente lo último. Imposible abstraerse
de los humillados que pasaban por aquí de camino a la hoguera.
Mientras escribo
me estoy quedando dormida. Me mezo. Sin plumas.
Con frecuencia no
me quiero. Y hoy aún menos que no dejo de comer.
Compré una maceta
de cilantro y otra de hierbabuena que se me secó en estos días que bajé al sur.
Estoy leyendo un
libro que no me interesa aunque tengo que leerlo, y tengo empezado otro que sí,
aplazado. Cada vez me resulta más difícil leer novela, y tengo más necesidad de
otro tipo de lecturas.
Cada vez me
resulta más difícil leer sin más, porque cada vez veo menos. En el libro electrónico,
consigo agrandar la letra y eso me gusta. Aunque no tenga hojas.
Los libros
físicos también pueden ser medallas.
No tengo amigos
en esta ciudad.
El trabajo que me
quedé a hacer aquí, no me ha salido bien. He resultado inepta. Como yo soy al
parecer no sirve como madre.
Como yo soy al
parecer no sirve para mucho. Pero bien mirado, tampoco importa demasiado, nos
vamos a morir igual. Nuestro tiempo es un punto, que es un círculo mirado con
lupa. No es una línea con sus renglones rectos o torcidos. Es un bucle, un
nudo, un enredo. Una cagada de mosca. Lo demás es soberbia.
Cuando yo era
chica y las cabras pasaban por la calle, la dejaban llena de cagarrutas. El
otro día encontré esa palabra tan fea en un libro. Fue desconcertante. Seguramente es un buen libro para la celebración de hoy. De Edem Awumey, Explicación de la noche. Una
enumeración de libros que conforman huesos, mientras se van rompiendo a golpes,
piedras sobre las que apoyarse para atravesar un charco, una vida. Un hombre
Giacometti caminando. A un Giacometti no le caben medallas. Salvo en los
testículos.
Hoy me levanté
muy temprano, si a las dos y media se puede decir temprano. A las cuatro y
media ya había visto un documental y por supuesto había tomado un primer
desayuno. La generación silenciosa. Me emocionó. Llovía.
En el patio, el
libro tendido de Bolaños se habría mojado. La golondrina y su príncipe feliz se
habrían mojado.
Los pájaros se
callan con la lluvia.
El violín es un
pájaro.
Como yo soy es
muy fácil acostumbrarse a hacerme daño. Porque desmigo la memoria, pita, pita,
pita, pita, … y me quedo.
Pero a veces
ocurre algo, ese mínimo e insignificante hecho, ese chasquido de dedos, que me
despierta. Y me acuerdo. Y levanto una choza. Y no me mojo. Una choza no es una
jaula. Y le pongo una puerta. Por si quiero mantenerla abierta o cerrarla.
Pocas veces, la
lucidez, la voz. Al grito de arriba las ramas. Pero no es ningún milagro.
En el cielo del campo, los
pájaros pueden hacer lo que quieran. Correr en círculos como los
perros.
Por el mar corren
las liebres, por el monte las sardinas.
A la salida de mi
casa tengo puesto un espejo en el que me veo la cara.
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