lunes, 21 de octubre de 2013

Llueve en Brooklyn

En la cubierta del barco que pasa frente a la isla, unos marineros ocupan su tiempo jugando a una rayuela de sal. Con una piedra que cabe en la mano con sus propias líneas del mundo. En el bolsillo del sueño y en el del miedo. Saltando de casilla en casilla a la pata coja. De palo en palo. Buscando más allá de lo palpable. Como en la vida misma. Con riesgo a caerse en cada salto. Hasta que el barco se aleja y ya solo se oye el viento y el pelo en la cara. El rumor del oleajeNo quedan faros en pie en los embarcaderos de piedra. No quedan cuerdas. Solo las sombras herrumbrosas. El salitre y la sed en los labios.

Verano del 2013. Llueve en Brooklyn. Veo los postes de madera alineados en el agua. Sé que la madera sumergida, ahogada en agua, ya se ha hecho piedra negra. Pienso que me gustaría saltar sobre los palos sin parar. Para ir y volver. Son un tablero pintado en el agua. Una rayuela de muchas casillas. Conecto con la imagen que me viene siempre con esa palabra. La de unos marineros desvencijados que la jugaban en la cubierta de un barco que pasaba en el libro de Mishima, El rumor del oleaje, y que representaban sin embargo, para el joven protagonista del libro, la posibilidad de un futuro mejor. De un futuro lejos de lo cotidiano. Veo al chico mirándolos desde arriba, desde el acantilado donde está el faro viejo. Lo recuerdo con los puños apretados de rabia. Encerrado en su destino. Aún no se había enamorado de la joven que se sumergía una y otra vez, aguantando la respiración más allá de lo que lo hacían las otras mujeres, pero solo en estas aguas, hasta lo más hondo, recolectando ostras. Recuerdo las escaleras empinadas, de piedras en muchos casos sueltas, que te hacen tropezar, que bajan desde el faro al pueblo. 

Me siento en uno de los bancos rescatados del mar. Saco una foto. Observo el espejismo en mi vida de la ciudad de enfrente. Llena de luces. A mi alrededor hay familias de judíos ortodoxos con mujeres y niñas de medias gruesas, de mangas largas, a pesar del calor. Hay familias de latinos que apuran sus barbacoas.

Ahora en casa después de unas semanas de posos, en mi cabeza se ha conformado una foto nueva en la que aparezco yo. Sentada en Brooklyn, que para mí tiene un significado íntimo profundo, contemplando la rayuela de la vida y rodeada de lo mejor que me ocurrió en el viaje: una mujer rubia casi invisible que pasa corriendo y se escapa a la playa, como un barco; y un hombre que siempre lo imagino mirándome desde lo alto de las escaleras del faro, cargando la caja de un plato nuevo de vinilos que realmente compró. Para recuperar todos los sonidos de la música. Otra isla. Para recuperarse a sí mismo.

Me levanto del banco y me enfrento a los días inciertos. Cierro los ojos. Respiro. No quiero dejar de jugar a este juego de la vida. Y recupero la frase de Martha Gelhorm que me hace fuerte: al menos yo tiro piedras. Al menos yo me esfuerzo por vivir.




1 comentario:

  1. Me haces pensar en el disco de Celtas Cortos. "En estos días inciertos en que vivir es un arte......"

    ResponderEliminar