En la cubierta del barco que pasa frente a la isla, unos
marineros ocupan su tiempo jugando a una rayuela de sal. Con una piedra que
cabe en la mano con sus propias líneas del mundo. En el bolsillo del sueño y en
el del miedo. Saltando de casilla en casilla a la pata coja. De palo en palo. Buscando
más allá de lo palpable. Como en la vida misma. Con riesgo a caerse en cada
salto. Hasta que el barco se aleja y ya solo se oye el viento y el pelo en la
cara. El rumor del oleaje. No quedan faros en pie en los embarcaderos de piedra. No quedan cuerdas. Solo las
sombras herrumbrosas. El salitre y la sed en los labios.
Me siento en uno de los bancos rescatados del mar. Saco una foto. Observo el espejismo en mi vida de la ciudad de enfrente. Llena de luces. A mi alrededor hay familias de judíos ortodoxos con mujeres y niñas de medias gruesas, de mangas largas, a pesar del calor. Hay familias de latinos que apuran sus barbacoas.
Ahora en casa después de unas semanas de posos, en mi cabeza se ha conformado una foto nueva en la que aparezco yo. Sentada en Brooklyn, que para mí tiene un significado íntimo profundo, contemplando la rayuela de la vida y rodeada de lo mejor que me ocurrió en el viaje: una mujer rubia casi invisible que pasa corriendo y se escapa a la playa, como un barco; y un hombre que siempre lo imagino mirándome desde lo alto de las escaleras del faro, cargando la caja de un plato nuevo de vinilos que realmente compró. Para recuperar todos los sonidos de la música. Otra isla. Para recuperarse a sí mismo.
Me levanto del banco y me enfrento a los días inciertos. Cierro los ojos. Respiro. No quiero dejar de jugar a este juego de la vida. Y recupero la frase de Martha Gelhorm que me hace fuerte: al menos yo tiro piedras. Al menos yo me esfuerzo por vivir.
Me haces pensar en el disco de Celtas Cortos. "En estos días inciertos en que vivir es un arte......"
ResponderEliminar