Había leído y leo a Marcela Lagarde, había seguido videos suyos, pero nunca hasta ayer que participé en
uno de sus talleres, la había visto y escuchado de cerca. Creo que se me va a
quedar pa’siempre. Por dentro y por
fuera. La había estado esperando. Es alta y hermosa. Como una montaña de voz
tierra y raíces. Llena de aire. Llena de memoria. Llena de pelo rizado. Llena de
mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.
Una de las mujeres que también
asistía, le regaló el libro de El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa, con
la historia de lucha por los derechos de las mujeres y de los obreros de Flora
Tristán, con su juego infantil del paraíso esquivo, metáfora de la vida. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en
la otra esquina.
No conozco a nadie y me siento
insegura. Creo que todas, que parecen conocerse, se dan cuenta de que no hablo
con nadie. Me agarro al hilo-balsa del libro. Es mi preferido de este escritor. De los pocos libros que simplemente terminan. Y con las palabras habladas, recogidas en el pañuelo, me siento y me traslado a
mi paraíso propio.
La casa se despierta. Se
despereza la cocina con sus cuatro esquinas. Llegan arrastrando los pies las
mujeres de la casa. Ponen la primera cafetera. Se abren las puertas. La cocina
es una era donde se arremolinan mujeres. Mi abuela, mi madre, mis hermanas, mi
tita, mis primas y las vecinas. Estoy sentada en una silla de enea. Sorbo el
café. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí.
Es en la otra esquina.
Con los delantales puestos, las
mujeres de mi cocina son unas veces mujeres y otras, hombres, que espolean sus
defectos y sus virtudes. Se desnudan los ojos y se los enlutan. Son mujeres que
se lamen la sangre de las manos cortadas, que arremeten con fuerza defendiendo
sus ideas, aunque a veces estremece el olor a agrio de su leche cortada, de su
resignación, de su fingida fuerza. Rezuma. Me remuevo en la silla.
Entra mi abuela del huerto. En
los bolsillos trae habas y alcauciles. Abrimos un hoyo de pan de aceite y nos
las comemos. Nos reímos a carcajadas en busca del paraíso. La cocina se
ensancha. No caben las reglas de los machos ni las mujeres concebidas como
opuestos. Ni la discriminación, ni la pobreza, ni la miseria, ni la ignorancia,
ni las cabezas gachas. Caben las manos, el olor a jabón y a tierra. Los
claveles del patio. Lo importante es lo que hay que decir, no quién lo dice.
Alcanzamos lo inalcanzable. Nos desprendemos de los fracasos. Somos lo que nos
da la gana de ser. Somos guapas. Mi madre pone otro café. Maya husmea en la
olla. Nana ronronea en las piernas. Tu hermana está embarazada. ¿Qué será? ¿Qué
va a ser? Una niña.
Pasan los tiempos en la cocina.
Más rápido de lo que nosotras cambiamos.
Se va la mañana. Tenemos que
hacer. Vamos saliendo. Se chocan los vasos del café en el fregadero. Mujeres que
arrastran lluvia. Mujeres de luna nueva. Mujeres invisibles. Mujeres viento.
Mujeres emponzoñadas. Mujeres que cosen consuelo. Podíamos ser hombres, pero
somos mujeres. Salen las manos. Los pies dentro de los zapatos se van formando
mapas.
Me he puesto un vestido. Entre idas y venidas, irrumpe mi
hija buscando en la cocina. ¿Es aquí el
Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.
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