lunes, 9 de diciembre de 2013

El paraíso en la otra esquina

Había leído y leo a Marcela Lagarde, había seguido videos suyos, pero nunca hasta ayer que participé en uno de sus talleres, la había visto y escuchado de cerca. Creo que se me va a quedar pa’siempre. Por dentro y por fuera. La había estado esperando. Es alta y hermosa. Como una montaña de voz tierra y raíces. Llena de aire. Llena de memoria. Llena de pelo rizado. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.

Una de las mujeres que también asistía, le regaló el libro de El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa, con la historia de lucha por los derechos de las mujeres y de los obreros de Flora Tristán, con su juego infantil del paraíso esquivo, metáfora de la vida. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

No conozco a nadie y me siento insegura. Creo que todas, que parecen conocerse, se dan cuenta de que no hablo con nadie. Me agarro al hilo-balsa del libro. Es mi preferido de este escritor. De los pocos libros que simplemente terminan. Y con las palabras habladas, recogidas en el pañuelo, me siento y me traslado a mi paraíso propio.

La casa se despierta. Se despereza la cocina con sus cuatro esquinas. Llegan arrastrando los pies las mujeres de la casa. Ponen la primera cafetera. Se abren las puertas. La cocina es una era donde se arremolinan mujeres. Mi abuela, mi madre, mis hermanas, mi tita, mis primas y las vecinas. Estoy sentada en una silla de enea. Sorbo el café. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Con los delantales puestos, las mujeres de mi cocina son unas veces mujeres y otras, hombres, que espolean sus defectos y sus virtudes. Se desnudan los ojos y se los enlutan. Son mujeres que se lamen la sangre de las manos cortadas, que arremeten con fuerza defendiendo sus ideas, aunque a veces estremece el olor a agrio de su leche cortada, de su resignación, de su fingida fuerza. Rezuma. Me remuevo en la silla.

Entra mi abuela del huerto. En los bolsillos trae habas y alcauciles. Abrimos un hoyo de pan de aceite y nos las comemos. Nos reímos a carcajadas en busca del paraíso. La cocina se ensancha. No caben las reglas de los machos ni las mujeres concebidas como opuestos. Ni la discriminación, ni la pobreza, ni la miseria, ni la ignorancia, ni las cabezas gachas. Caben las manos, el olor a jabón y a tierra. Los claveles del patio. Lo importante es lo que hay que decir, no quién lo dice. Alcanzamos lo inalcanzable. Nos desprendemos de los fracasos. Somos lo que nos da la gana de ser. Somos guapas. Mi madre pone otro café. Maya husmea en la olla. Nana ronronea en las piernas. Tu hermana está embarazada. ¿Qué será? ¿Qué va a ser? Una niña.

Pasan los tiempos en la cocina. Más rápido de lo que nosotras cambiamos.

Se va la mañana. Tenemos que hacer. Vamos saliendo. Se chocan los vasos del café en el fregadero. Mujeres que arrastran lluvia. Mujeres de luna nueva. Mujeres invisibles. Mujeres viento. Mujeres emponzoñadas. Mujeres que cosen consuelo. Podíamos ser hombres, pero somos mujeres. Salen las manos. Los pies dentro de los zapatos se van formando mapas.

Me he puesto un vestido. Entre idas y venidas, irrumpe mi hija buscando en la cocina. ¿Es aquí el Paraíso? No, no es aquí. Es en la otra esquina.

Empieza la charla. Hace frío en la sala y me he cubierto las piernas con el chaquetón a modo de manta. Marcela lleva una blusa de colores rojos y anaranjados, pendientes y pelo suelto. La escucho. Llena de mujeres. Ay, ahí quiero estar yo. Para cantar.



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