Se llamaba Rosalía aunque nunca la escuché cantar. Eso sí, le
gustaba la música, que seguía al compás con su pie derecho metido en su zapato de niña eterna y una
sonrisa incontenible de muñequita de cuerda, que le hacía temblar todo el
cuerpo. Cuando la ocasión lo permitía, hacía palmas. A la altura del corazón
con los dedos muy abiertos. Sin terminar de aprenderlas. Como si la Melliza, como
todos la conocíamos y la llamábamos, anduviese en su cerebro repartida de una
manera un poquito más visible que el resto de nosotros. Sin esconderse ni
protegerse.
Se llamaba Rosalía y siempre te buscaba con la mirada generosa
y te dejaba entrar muy, muy adentro en sus ojos. Para que la siguieras y la
acompañaras a una casa ordenada y limpia. Nerviosa, contenta, andaba por
delante, dando pequeños saltitos ilusionados. Como cuando le compraron el
dormitorio nuevo. Su casa. A la casa arriba de la mía. La entrada con su mesa y
sus sillas, arrimadas a la pared encalada, dejaban en mitad un espacio donde en
mi memoria de niña, nunca supimos quererla lo suficiente. Eran tiempos en los que
aún no habíamos aprendido a decir que nos queríamos. Con ventanas pequeñas abiertas a la
luz.
No necesito cerrar los ojos para tocarle el pelo corto
recogido con lañas detrás de sus orejas. Como se peinaba mi abuela. Su falda. Su
camisa y su rebeca. Sus medias y sus zapatos de hebilla. No necesito cerrar los
ojos para llegar hasta el patio que ya no existe en la que ella era más grande y
lavaba y yo más pequeña. Abrir el grifo que había justo a la izquierda conforme
entrabas. Llenar el cubo de zinc de agua. Oírla caer. Mojarnos las manos hasta
los codos. Como solo podíamos hacer en su casa sin que nadie nos riñera. Coger el
jabón verde. Nuestros dedos como peces.
No necesito cerrar los ojos para verla sentada en una silla
de mi casa. Con sus pies pequeños apoyados en el garrotillo más bajo de la
silla. Antes o después de almorzar. Para pasar la mañana o la tarde. En la mesa con la enagüillas en invierno. Con mi abuela Dolores. Escuchando callada,
como yo, todas las conversaciones.
Se llamaba Rosalía aunque cuando le preguntábamos como se
llamaba, nos decía Rosa: Rosa López Ortega. De nuevo sonriendo con los ojos que
abrían su puerta. Cuando le preguntaba por su familia, siempre acudía primero al
hermano que más tiempo quiso, su mellizo, que había muerto cuando era joven. De
su padre, que le dejó su casa para asegurarse que alguien la cuidara al menos a
cambio de su pago, hablaba con devoción. En silencio, con la mirada muy atrás y
triste. Intentando quién sabe si tocar el tiempo de antes. Como un río en su
memoria. Otro grifo, otra agua. Añorando un espacio donde estoy segura se sentía
protegida. Su padre. De su madre no hablaba en mi memoria. Desconozco el
posible dolor que se callaba o que yo borré.
Sus tres hermanos la tenían por meses para comer y dormir. Como
muchas personas mayores que entonces eran solo viejos y mudaban de hijos. Cambiaba
todos los días uno, que venían precedidos de entusiasmo o mohín según un destino
impuesto, inamovible e implacable que mandaba en una vida de ella pero que no
la tenía en cuenta. Yo lo sentía terriblemente injusto. En mi mente de niña, cómo
podían hacerle eso si eran su familia. Por pura lealtad, todavía hoy recuerdo
la casa que ella siempre prefería y la que menos le gustaba.
Se llamaba Rosalía y hubo un tiempo en que fuimos muy amigas
aunque ella hubiera nacido mucho antes que yo y tuviese años de mujer y yo
fuera solo esa niña. Aun así hablaba las palabras a cuartos o a medias. Aunque a
mí me valía, sé que a ella le dolía no hablar como los otros adultos que a
veces, solo para no hacer el esfuerzo de escucharla, le decían no entenderla.
Anticipaba lo que yo aún no sabía: que crecería y me iría como antes se habían
ido otros, mientras ella solo envejecería un poquito más.
No estuve cuando se murió. Me gustaría pensar que en algún
lugar de su cerebro consiguió guardarme como yo la guardo, aunque lo más
probable es que si alguna vez se acordó de mí, sintiese que era solo otra
persona más que la había abandonado.
Se llamaba Rosalía y aunque yo era chica, me enseñó que no a
todas las personas se las puede querer de la misma manera, que hay personas a
las que hay que respetar y querer siempre un poco más. Me enseñó que las
palabras duelen. Lo que decimos y cómo lo decimos. Me enseñó que crecer
significa empezar a ver las diferencias en las personas, mudarnos a unos ojos
más ciegos, a un corazón peor. Como cuando le decían que la llamaban para que
se fuera porque no sabía irse. Como cuando ya no podía venir tanto a mi casa porque
mi hermana pequeña, que siempre estaba con ella, tenía que aprender a hablar
mejor. Como cuando una moto la atropelló al cruzar la calle y la dejó toda
magullada y ningún vecino dijo haber visto el accidente.
Eran otros tiempos y la calle Nueva de mi pueblo, como otras
muchas de otros pueblos, aún no sabía ni de los abrazos ni de cinemas
paradisos. Ni yo tampoco.
Eran otros tiempos pero a mí aún me avergüenza no haberla
sabido querer mejor.
Hoy en mi casa está su mesa que heredamos. Aunque pasa el
año arrimada a otra pared, la ponemos en el centro del comedor en la Nochebuena
para caber todos. La sacamos al huerto el día de Navidad, para comer al sol. El
bombo de la Melliza en el centro de lo que somos. Un regalo de la vida. Con todas
nuestras carencias y nuestros querer aprender a mirarnos y vernos más. En la
calle Nueva.
No necesito cerrar los ojos para darle la mano y entrar pa’dentro
por el jilo de la casa. Para que se siente otra vez en una de las sillas de mi
casa. Mi abuela Dolores también viva.
Se llamaba Rosalía y aunque nunca la escuché cantar, le
gustaba palmear y bailar la música. Con sus pies de mujer encerrados en zapatos
de hebilla de niña.
Se llamaba Rosalía y era mi amiga y yo la quería y la sigo
queriendo. Ojalá allá dónde esté pueda perdonarme la ausencia.
La Melliza, tan hermosa.
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