Paseo por la ciudad sin mar. Entre hojas de otoño,
basura-resistencia y gente. Las calles escenifican lo que somos: la podredumbre
en la que unos hombres se alimentan de otros. Me sube un regusto agridulce a la
boca. Echo mano del cuento siempre vigente de Los gallinazos sin plumas: las
aves acechan a los niños descalzos y harapientos. Apenas pueden sostenerse en
pie. Están hambrientos. Muy hambrientos. Ni siquiera pueden comer los restos de
comida que encuentran en el vertedero y que disputan a los gallinazos. Esa
basura es para el cerdo que el abuelo tirano cría en una corraleta. Sí,
corraleta: donde se ceba a los cerdos. Hasta que el abuelo cae al suelo y es
comido por la bestia de sí mismo.
A mí esta basura no me huele mal. Incluso borra el olor a
borrachos meados. Ese olor sí que me molesta. Como el olor del abuelo
desalmado. Como el olor de la soberbia del poder. Solo lo siento por las
personas que duermen en la calle todas las noches. En el suelo. En el frío. En
los cartones que otros desechan.
Por las mañanas temprano, muchos los esquivamos recelosos.
Como si tuvieran una enfermedad contagiosa. Como si portasen espejos donde
pudiéramos vernos. Estoy segura de que ellos ven las huellas de nuestros
zapatos en el suelo duro.
Yo, desde que se inició la huelga de limpieza, salgo
a la calle contenta. Chapoteo en los charcos. Me revuelco en el suelo. Paseo
por la ciudad e imagino que en lugar de estos pasos grises-‘meconformo’, o las
flores a vírgenes, vomitamos de una vez por todas, nuestra inmundicia de siglos. Hasta quedarnos limpios, exhaustos. En un festival extraordinario de basura
visible. Lo mismo así no terminamos muriendo de hambre y de vergüenza. Mientras
seguimos alimentando a los mismos. Mientras escuchamos al abuelo del cuento:
esto es lo que hay, acéptalo, baja la cabeza, esto es lo que hay. Si no
alimentas al cerdo, te morirás de hambre. Descalzos y hambrientos. Mientras espantamos
a los gallinazos que nos acechan como despojo.
Estoy contenta porque en una de las cimas de las montañas de
basura, he pensado proponer que se instale una playa mullida con sol.
Estoy contenta porque lo mismo así, un día de estos, entre
tanta mierda, aprendemos por fin el significado colectivo de la palabra
libertad. Uno mi determinación a la tuya. El miedo no me paraliza. La voz del
que me insulta ‘soñadora’ de peladuras de papas y de huesos, no me roba la
esperanza.
Ay, voces ‘estoesloquehay’ atronadoras, que roen. Me muerdo
los labios con rabia. El vertedero, el hambre, los gallinazos que quieren
sacarnos los ojos, el fuera hace mucho frío.
Sí, sí seguimos alimentando al cerdo este acabará comiéndonos. Ya lo está haciendo de hecho. Buscaré el relato, me ha picado la curiosidad, me gusta esto que hace de relacionar las cosas con libros, gracias
ResponderEliminarMi madre nos lleva al colegio. Ha llovido y el suelo está lleno de charcos de todos los colores. Los tres con iguales gabardinas y botas de agua vamos pisando los charcos y riendo. Al resto de los niños no les dejan pisar los charcos que la lluvia y la noche han dejado esparcidos por el camino. Nos miran como a seres extraños sobre todo a mi madre que juega salpicándonos con el agua sucia.
ResponderEliminarNos besa y nos deja en la puerta de entrada. Yo giro la cabeza y todavía la veo pisar el último charco, disfruta.
Más tarde sabré que en su niñez mi madre no podía pisar charcos porque en casa no había zapatos de repuesto. Nosotros los hemos tenido siempre.
¿Crees que mi madre aceptaría que esto es lo que hay?
Yo sigo pisando los charcos cuando llueve en su memoria.