Al pie
de las higueras del huerto se acumulan las hojas caídas. Son un colchón
crujiente debajo de las ramas grises. Una nube de suelo para saltarlas un rato. Las niñas que juegan al escondite se han subido al laurel, colándose entre sus
ramas verdes.
Todos
los troncos del huerto están encalados. Cuando las hormigas negras los trepan, si
quieres, puedes seguir con la mirada sus senderos de ir y venir. Sin moverte, sentada
en uno de los ladrillos del caminillo que atraviesa el huerto.
Mi madre
tiene tendidas unas colchas al sol. Si quieres también puedes contar las pinzas,
que nosotros llamamos alfileres, que sujetan cada una. La distancia igual o
desigual entre una y otra. Sentarte en el ladrillo tiene estas cosas.
En la
casa hace frío, mucho frío. Todo lo que te queda fuera de la mesa camilla y la
estufa encendida, se congela. El único sitio en el que se puede estar a gusto
es en el huerto. Al sol. Como un espantapájaros no extraviado, cogido con otras pinzas.
A las
habitaciones de arriba, yo les llamo ‘Siberia’. Qué frío. Cuando te acuestas en
Siberia, la nariz se te congela, te da frío en los ojos. Para leer más allá de
las mantas, necesitas ponerte la bufanda. Lo de ir al cuarto de baño es, sencillamente,
como una salida a un campo a oscuras. Gélido.
Las niñas
gritan y corren. El pajarillo de plástico que mi madre tiene en el mueble de la
salita y que se activa con unas palmas teóricas, no deja de cantar. Con los gritos, con los saltos. No dejan de hablar alto. El pájaro está que no para.
Mi padre
acaba de entrar. ¡Abuelo! … (trino de pájaro) … Ha estado andando un rato. Alimentando al corazón.
Llega
mi prima. Otra vez el huerto y el sol. Hablamos de nosotras. Hay mariposas y
abejorros comiendo de las flores del níspero. La niña Andrea las pinta en un
papel.
Luego
llega mi hermano, y luego mi hermana. Salimos a la puerta. Adiós, prima. Sonrío.
Esta casa es una plaza abierta. Pienso en mi abuela.
Ha quedado
un sitio en la puerta de la casa. ¿Me dará tiempo a ir a buscar el coche? Mi madre
se aposta para que no me lo quiten. No digo nada. Estoy en el pueblo.
Aparco
en tres intentos torpes. Varias vecinas siguen las maniobras que mi madre, que
no conduce, dirige. Para ella todos los sitios son grandes. Posibles. Te has
quedado un poco retirada pero así está bien. Déjalo así.
Saludo
a las vecinas. Habito cada una de las preguntas y respuestas comunes. ¿Ya
estáis aquí para pasar estos días? Ya. Pasa mi amiga Inma. Llegué ayer. Sí, me
lo dijo tu madre esta mañana.
Llegamos
ayer. Con más maletas de las necesarias. Con la bolsa de los abrigos nuevos eternos, por si
salimos a alguna parte. Al principio, cuando llego, me cuesta orientarme. Me siento
desubicada en esta casa y en esta familia que vive más allá del teléfono. En las
caras, en las voces. En el tiempo que parece hacerse de antes. Hasta que a la
mañana siguiente me levanto con el estómago dispuesto, con la gana de churritos
de mi madre, con el café en la cafetera de siempre, con el huerto mojado. Con las
higueras blancas de poner las manos y sentir la piel. Con el ¡hoy a mí me dijeron hermosa!
Mi madre
ha hecho lentejas. Soy la última que queda por comer. Dolos, ¿no vienes? Ahora
bajo que estoy intentando terminar esto.
Suena
el teléfono otra vez. Las niñas siguen jugando. Gritando. Canta el pájaro sus tres
trinos. El ruido me agota. Ay, tendré que echarme una buena siesta. Abandonarme al
sueño. A la música. A la risa. A las habitaciones frías.
Se le
nota en la voz por dentro es de colores …
Me identifico con el frío, con la bufanda y la nariz gélida... Las noches en blanco leyendo cuando mi madre me decía niña apaga la luz y lee mañana a la luz del día en el poyete de la puerta al sol....
ResponderEliminar"En sitios así, cuando tiendes la oreja y miras del modo adecuado , y afinas las yemas de los dedos al acariciar los antiguos objetos , puedes captar el rumor del tiempo transcurrido. Entonces cada calle, cada rostro, cada rincón, cobran sentido. Y uno conoce, y comprende. Y ama." Arturo Pérez Reverte
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