lunes, 16 de diciembre de 2013

Todo lo que tengo lo llevo conmigo

De repente me siento muy cansada. Un cansancio que no se corresponde con mi cuerpo de hoy pero que se quedó instalado en alguna parte de mí. De repente siento frío en los pies. De repente siento vergüenza. Pienso en las mitocondrias de mis células. Me gusta la palabra mitocondria. Como enormes lavanderías-almacén donde se lava la ropa y se almacena planchada. El jersey de lana zurcido, los zapatos con suelas rotas y bolsas de plástico por dentro, el vestido azul de la vergüenza de llevar ese vestido azul.

Hoy  me senté en la alfombrilla del suelo de la cocina mientras tomaba las tostadas, incapaz de mantenerme de pie. La cocina no tiene sillas porque es muy pequeña. Yo a veces cuelo una del salón para almorzar en la encimera, con el sol en la cara. Desde el suelo la casa a través de la puerta se ve de otra manera. Distinta. Desconocida. Se cuela la luz de la ventana entre las patas del buró. Entre las de la banqueta roja. Entre las de la jardinera. Se ve el suelo a ras del suelo.

La primera vez que vine a esta casa me senté en el suelo, pero ya no me acuerdo cómo veían mis ojos entonces.

A veces me pasa cuando me ducho. Estoy tan cansada que solo quiero sentarme. Y me ducho sentada. En esta casa no tenemos bañera. Ayer lo pensaba. Ojalá tuviéramos una bañera para dormirme en el agua.

Me siento en la alfombrilla de la cocina y mientras sorbo el café y escucho la radio, veo manos que recogen cartones. Cuento los cartones que caben en una mano de hombre. Los que caben en una mano de mujer. Los que caben en una mano de niña de 14 y 13 años. Toco las manos ásperas y sucias de hombre, de mujer, de niña. Me pesan los zapatos. Cuento los pasos de un día. Pienso en la profunda soledad de una niña de 13 años, los mismos que tiene mi hija, y que lucha sola por su vida. Pienso en la niña de 14 años muerta de una familia que vivía de recoger cartones. Trato de imaginar cómo vestían, cómo se peinaban, cómo eran sus estudios, cuál era su canción favorita, qué amor soñaban, qué regalo deseaban por encima de cualquier otro.

Me gusta el pan tostado con mucho aceite y una jícara de chocolate que sigo mordisqueando poco a poco, alargándola. Pienso en el éxodo de Las uvas de la ira, en la miseria que se transporta en un camioncillo o un carro, en las manos arañadas en cortes finos por las plantas de algodón y de las que no habla el libro. En el peso de las sacas amarradas a la cintura. Me detengo en el principio, en los pies destrozados dentro de las botas nuevas con las que el joven vuelve, quiere volver a su casa. Me suspendo en los brazos de la mujer sin hijo que amamanta en hilos al padre moribundo. Siempre vigente. La miseria transportada en una tartana de camión, lleno de colchones. O de cartones.

Me acuerdo de las habas del huerto que no me gustaban. De la temporada de las habas. Habas con todo, todos los días. Termino el pan. No sé cómo se produjo el milagro pero ahora me gustan las habas. Claro que ahora que escribo tomo conciencia de que nunca las como. Porque nunca las compro. Porque me gritan.

Pienso otra vez en el compañero de clase que, también con sus 13 años, lloraba el día que la maestra le pidió leer la redacción sobre la profesión de su padre. Lloraba porque su padre era el basurero del pueblo. Era un hombre en los huesos, con botas de goma, que recogía con las manos nuestras bolsas de basura y arrastraba su cara de hambre, esa que también se lava y plancha y se queda en las mitocondrias. Llevaba un carro tirado por una mula. A veces ellos, los hijos mayores, le ayudaban. Lloraba tapándose la cara con las dos manos. Su vergüenza, sin consuelo posible. Desde entonces, yo me propuse admirar mucho a su padre. Y a su madre le buscaba, siempre que me la cruzaba en la calle, la belleza.

Un día nos enteramos que nuestro amigo Joselín comía una vez a la semana salchichas frankfurt con tomate frito. ¡Guau! Eso sonaba a manjar. Fuimos corriendo a decírselo a mi madre. Nosotros también queríamos salchichas con tomate. Al menos una noche a la semana.

A veces intento recordar qué cenábamos y no me acuerdo.

Desde el suelo, la casa se ve de otra manera. Veo al fondo el árbol puesto. Con todos los muñecos y los bastones de caramelo. Con la pala del corazón de Herta Müller, puesta muy arriba. Roja. Justo debajo de la estrella. Con su Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Con su ¿tienes un pañuelo?


Estas fotos están tomadas del periódico digital El Faro, cargado siempre de personas y al que sigo con muchísimo interés. Pertenecen a una selección de fotos. Fueron tomadas en El Salvador durante el 2013 pero pudieron y podrían ser tomadas en cualquier otro sitio y en cualquier otro año. Aquí mismo. Para mí representan en imágenes exactamente lo mismo que cuento. Podrían recoger cartones o algodón, pero recogen café. Son niñas, niños, mujeres, hombres. Con nombre. Solo hay que mirar desde otro sitio. Copio sus textos.


Una niña llora después de tropezar y botar parte de su cargamento de café recien cortado. Su hermana le ayuda a recogerlo mientras le dice palabras de consuelo. Volcán de San Salvador, Santa Tecla.

Al mediodía, Miguel lleva en una bolsa el almuerzo para su padre y su hermana quienes preparan la tierra para la siembra de maíz en un ladera en los cerros del municipio de Panchimalco, San Salvador.


Uno de los momentos más tensos del día laboral de un cortador es el del pesaje del producto cortado durante el día. El encargado de pesar los sacos es el mandador de la finca. El mandador es el representante del patrón y bajo su cargo están los caporales y el escribiente. El escribiente anota en un cuaderno el peso que recolectó cada cortador identificado con un número. Cortadores declaran que algunos mandadores, adrede hacen una lectura más baja que la cifra de la báscula para favorecer al patrón. Por otro lado, se dan casos que los cortadores colocan piedras dentro de los sacos para ganar peso y volumen. Para evitar conflictos y a la vez dejar todos los sacos con el mismo peso, se realiza el "sexiado" que consiste en pasar cada saco por una segunda báscula para dejarlos con el peso de 6 arrobas cada uno (150 libras). En ese momento el cortador confirma si el peso que calculo el mandador fue el correcto. El cortador no recibe su salario de inmediato. La paga se realiza al final de la quincena.

3 comentarios:

  1. Hace dos, tres semanas que te sigo; desde que un amigo común me descubrió este rincón desde el que sacas lustre con lija del nº 5 a estas almas dormidas nuestras.
    Duele leerte de tanta luz como haces entrar por los ojos.
    Me gustas; no para todos mis estados del alma, eso no... pero sí para los que no quieren seguir haciendo oidos sordos.
    Evidentemente, te volveré a buscar.... Gracias

    M.

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  2. creo que es lo mejor que llevo leído de ti...que es todo en este blog.

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  3. Yo también te sigo. Cuando te leo siento que se me va encogiendo el estómago en cada frase y quiero leerte ligera para llegar a la parte buena que no siempre me suministras, pero no puedo dejar de hacerlo me mantienes enganchada, hoy me he sentado contigo en el suelo.

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